En algunos análisis comparativos que se están ya realizando en la Unión Europea respecto a las ciudades Smart y su camino hacia la excelencia supina, se están separando, como ajenas a la dinámica, las capitales de los Estados. Encuentro en esa actitud una lógica que es fácil compartir, e incluso, extender a las grandes ciudades.
Desde una confusión inicial, que pretendía igualar todos los modelos, se está clarificando la interrelación, incluso la dependencia, entre el desarrollo demográfico y la estructura social de las ciudades y la viabilidad del concepto genérico de ciudad Smart.
Es imprescindible referir el esquema de ciudad a una determinada tipología de desarrollo demográfico: hay ciudades cuyos límites urbanos están definidos y sobreexplotados; otras se ven abocadas a un crecimiento vertiginoso, al haberse constituido como polos de atracción; hay algunas que vivieron un pasado esplendoroso (por ejemplo, ligado a una actividad minera o industrial que ha desaparecido o reducido dramáticamente su explotación); en otras localidades, sucede lo contrario: la implantación de una nueva vía de desarrollo con fuerte empuje las hace vivir un momento de gran dinamismo.
La clasificación básica puede ser discutida, sobre todo académicamente, por demógrafos y especialistas en urbanismo. Mi posición es ecléctica, y me siento más inclinado a caracterizar las ciudades según bases empíricas, según cuáles sean los puntos débiles o fuertes de variables como las que recojo a continuación:
a) espacio libre disponible, estado de los edificios (tanto los de habitación como los monumentales o históricos, así como los de uso administrativo); y todo ello, ligado al análisis del crecimiento poblacional, su composición por clases de ingresos, tipos de edades, etc.
b) estado de las redes de suministro básico: agua, recogida de residuos, energía, redes de comunicación, y esto relacionado con el coste de los servicios y el nivel de calidad de los mismos. Sin hacer trampas, por cierto: valoración real de las características de cada servicio, necesidad de inversiones y reparación de redes, mantenimiento de las mismas, coste de ampliar el acceso al nivel deseado a toda la población, y no solo a las élites.
c) valoración del tráfico y movilidad en la urbe, vinculado al coste individual y global del mismo, estudiando por qué se produce, en qué momentos, y modelizando y sacando consecuencias de múltiples opciones: más aparcamientos subterráneos, limitación de acceso a ciertas zonas, peatonalización de otras, etc. La gracia de este análisis debería consistir, no en adoptar en su consecuencia medidas similares a las de otras ciudades, sino estudiando el coste-beneficio y en particular, el beneficio marginal de las mismas. ¿Para qué serviría, por ejemplo, un parque subterráneo en el centro de una ciudad? ¿Se analiza la eficacia de otros situados en puntos que podrían alcanzarse, por la dimensión de la ciudad, desde otros lugares? ¿Se ha valorado el efecto sobre el tráfico de autorizar a cada uno de los grandes almacenes del centro que tengan un parque subterráneo?
d) empleo de las tecnologías de comunicación avanzadas. Muchas ciudades se jactan de tener zonas wifi, desgraciadamente para los potenciales usuarios en lugares que suelen estar bastante alejados de los que el visitante tiene en mente. Si las zonas wifi están pensadas para el habitante de la ciudad, debería analizarse por qué hay tantos bares, cafeterías y restaurantes (además de hoteles y pensiones) que garantizan “libre acceso”. ¿A qué velocidad, con qué fin, con qué garantías de seguridad? Me suelo fijar en el empleo que realizan en las bibliotecas y centros públicos los usuarios de los puestos gratuitos de conexión a la red que hay en ellos. Aconsejo que se haga el análisis de su verdadero rendimiento y utilidad (sin vulnerar, claro, la confidencialidad).
e) situación específica de la demografía de la ciudad en relación con las dependencias económicas y las necesidades sociales. Este punto es capital, puesto que, si bien las ideas generales son válidas para todas las ciudades, la forma de su implementación no puede trasladarse, porque debe hacerse la valoración para cada barrio, cada zona, cada distrito, de la urbe. El asunto es tan importante que puede suceder (de hecho, sucede con absoluta frecuencia) que algunas zonas de la ciudad respondan al concepto Smart, pero el conjunto diste mucho de serlo.
Cada uno de los barrios de las ciudades responden a diferentes esquemas de implementación, demandas sociales, ritmos de vida, tipo de trabajo etc., que están relacionados con el poder adquisitivo medio de sus habitantes, con su formación, con la decadencia del atractivo de la zona (o su auge), etc. Si la sociedad del futuro se desea que sea más armónica, en el sentido de más uniforme, habrá que dotar a los barrios más pobres y menos equipados de mejores equipamientos de servicio, elementos de disfrute gratuitos y atención pública que a los más ricos, para que esta oferta distorsione -justamente, no potencie- el foco de atracción previo.
Por el contrario, si se desea, como así parece (perdóneseme el aparente cinismo) que profundicen en su marginalidad, abandónense a su suerte, descuídese el cuidado de sus servicios públicos, restrínjase la vigilancia policial, tolérese como inevitable la implantación de la prostitución, los clubs de alterne, hágase caso omiso de los lugares de reparto de droga, del chabolismo y, por decir más en la misma dirección, llévense a los barrios más distanciados de lo smart, las escuelas públicas con bajo presupuesto y sobreocupación, póngase los hospitales y centros de sanidad, lo más lejos posible de ellos, instálense rotondas con monumentales esperpentos en lugar de parques y zonas verdes y, por supuesto, anímese -haciendo la vista gorda a la inoperante legislación- a que los talleres y fábricas contaminantes se mantengan en las cercanías de los edificios colmena con vistas a las chimeneas.
(continuará)
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