¿Notan, como yo, que hay demasiado ruido en el escenario de la convivencia? ¿Qué una gran cantidad de secundones, arribistas, deslenguados, corruptos, incompetentes, aprovechados, cínicos, pendencieros, necios… se han apropiado de los espacios fundamentales en los medios de expresión?
Me hartan, encorajinan, duelen. Ocupan con insolencia muchos de los mejores lugares en la letra impresa, llenan las calles con reivindicaciones egoístas, excesivas, imposibles. Se apropian de tribunas y foros y emiten opiniones infundadas desde las ondas; se alzan con voz sonora para emitir juicios bobalicones pero intocables, en los bares, las tertulias, las reuniones de empresa, los momentos para estar entre amigos.
Parecen muchos, -en todo caso, demasiados-, quienes, faltos de capacidad para discernir el alcance y consecuencias de sus dicciones y actos, se aventuran por el camino peligroso de la confrontación, usando, no la dialéctica, la comprensión o la tolerancia, sino el desprecio, la burla, el griterío y, en suma, la ausencia de respeto hacia el que discrepa con ellos.
No tengo más que una voz, no represento más que una opinión, no valgo sino un voto, pero llamo la atención sobre la forma en que se está marginando a los pacíficos, a los tolerantes, a los que mantienen como sabiduría el ejercicio de la prudencia.
En ese arca en el que se alimenta la disensión, con la estúpida pretensión de la novedad, se va directo a las bases de nuestra cultura de convivencia: se aplaude a todo el que haga burla de una religión (la católica), sin reparar en que, para la inmensa mayoría, no existe otro soporte para la -ética, faltos de formación filosófica. Sin que convenga echar en el olvido que se critica, como postura plausible, lo que provenga de esa Iglesia, sus sacerdotes y fieles, como añejo, en tanto se procede con un respeto cerval a cuanto toque a la religión musulmana, ajena a nuestra cultura y, -sin querer entrar en polémica en este punto-, más retrasada en la evolución de las religiones por reencontrar el camino seguro de la ética universal y la necesidad de encontrar una respuesta individual al misterio de la anomalía de nuestra capacidad de raciocinio en el orden cósmico.
Por ese mismo camino de hacer gracia de lo que más importa, se critica la forma de Estado que tenemos (la Monarquía) y al actual detentador de su Jefatura, con anécdotas inventadas a mala uva, acumulando menosprecios a la persona sin darse por enterados de que se trata de una institución clave de nuestra democracia constitucional, y, como paradigma del desequilibrio mental colectivo, se aplaude con fervor infantil la situación de otros países en los que, justamente, es la Monarquía la forma como se ha dado estabilidad al Estado social.
Todo me parecería menos importante, con serlo mucho, sino fuera porque se añade al desbarajuste, una dilapidación continua de caudales de conocimientos y oportunidades económicas. Ganan los que prefieren dispararnos a los pies de la estructura económica, en vez de arrimar el hombro para construir un orden institucional sólido. No es cierto que la economía se esté recuperando, porque la verdad es que tenemos una grave disfuncionalidad, una tensión no resuelta entre capital y trabajo, entre sectores de futuro y precariedad laboral y tecnológica.
No es cierto que tengamos una Universidad de élite, sino un desbarajuste formativo. No es cierto que avancemos en investigación, ni en tecnología, ni en crecimiento empresarial, ni en oportunidades de empleo.
No lo es porque no puede crecer la excelencia en el campo de cultivo de la intolerancia, la continua discusión, las huelgas reivindicativas, las pretensiones independentistas.
Pueden encontrarse muchas razones y tampoco sería justo ver un panorama negro, porque tenemos un país de oportunidades y una población capaz de ponerse en marcha hasta la heroicidad. Pero la notoria ausencia de liderazgos en España y una excesiva presencia de pretensiones de minorías y grupúsculos, dedicados a armar jaleo y propiciar el desorden, sembrando de reivindicaciones y alegatos egoístas, nos están conduciendo por el sendero de la catástrofe.
Estamos en un estado de malestar, no de bienestar. Y en ese caldo de cultivo, tenemos, otra vez, activas en su bulle bulle, la dos Españas. La que me hiela el corazón hoy es la que se mueve en la ignorancia de la Historia y en la añoranza de páginas que hicieron grave daño a los que tuvieron que vivirlas en primera persona.
Ni Casado, ni Torra, ni Sánchez, ni Iglesias, ni Garzón, ni Rivera, ni Díez, ni Perico de los palotes ni el pato Donald van a solucionarnos la papeleta. No saben, no pueden, no quieren. Necesitamos estabilidad, ya. Y esa solo se consigue con una mayoría capaz de gobernar con tranquilidad, conocimientos y criterio, asentada en lo real, no en suposiciones, inquinas o quimeras.
Conseguir esa mayoría de Gobierno no es cuestión de tiempo, sino de voluntades. Tengo solo un voto, una voz, una opinión, pero lo que yo deseo es que este país en el que vivo y al que he dedicado toda mi vida se ponga de acuerdo en tirar, en lo fundamental, hacia delante. Sin trampas, sin antojos.
Esta pareja de abubillas (upupa epops) fue fotografiada en el Pardo, en los jardines de lo que fue residencia de un Jefe de Estado que se aupó a esta posición después de una guerra civil, originada por un levantamiento militar contra el orden constitucional. Muchos de nosotros, los españoles de hoy, fuimos niños en esa postguerra.
El nombre latino de la abubilla hace referencia a su voz (un sonoro puup-puup-puup), que puede confundirse con un ladrido. Los dos sexos son indiscernibles, y de una belleza sin discusión.