La decadencia en credibilidad de los dos partidos que habían resucitado la ilusión popular por la reconstrucción de un bipartidismo pacífico (es decir, por su misma esencia, engañoso), ha puesto el acento político sobre la incertidumbre que se nos avecina respecto a la gestión de la cosa pública.
No tengo la menor intención de entrometerme en la interesada pugna de los representantes de los diferentes partidos políticos que optan ahora (elecciones de mayo de 2015) por hacerse con una parte del pastel de los presupuestos de las Administraciones. Mi desconfianza espontánea respecto a los móviles particulares cuando se erigen en representantes de los intereses de aquellos a quienes, precisamente, han solicitado que depositen en ellos su confianza, viene de antiguo -tanto casi como mi mayoría de edad, y no quiero alardear de perspicacia temprana-.
No creo en la genialidad política, e identifico casi sin matices liderazgo con ambición personal, en ese terreno resbaladizo en el que algunos pretenden tener la solución al jeroglífico de la mejora del bienestar colectivo. Creo en el trabajo conjunto de los mejores, de aquellos que poseen las claves para avanzar en las soluciones, de quienes tienen mucho que perder y, sin embargo, se arriesgan a defender a los que nada tienen, para auparlos a situaciones de igualdad.
Es decir, creo en lo que la Historia y, en particular, la de España, se ha revelado como una rareza y en la que han sucumbido -incluso físicamente, asesinados, desterrados, marginados- una buena parte de los mejores individuos (intelectual y humanamente hablando) de los hijos de esta tierra que, en algún momento, hemos llamado Patria.
La fórmula para avanzar en la mejora colectiva es tan simple que hasta produce reparo pretender identificarla: hay que mover la situación, y de forma permanente, hacia la generación de riqueza y atender a su mejor distribución entre los que menos poseen. No tengo tampoco dudas de que la única manera de conseguir ese propósito es mediante una combinación de la economía de mercado (con mínimas restricciones, pero con vigilante control) y la gestión desde el Estado de los elementos básicos que impulsarán ese desarrollo: la educación, la sanidad, y la gestión impositiva.
La experiencia como observador me ha hecho desconfiar de algo que se suele utilizar como axioma: la separación de los poderes, judicial, legislativo y de gobierno. La teoría suena magnífica, pero en la práctica es irrealizable. Todo poder debe tener la servidumbre de ser supervisado, y la única forma de revisar algo creado por conveniencia de una colectividad es arbitrando mecanismos desde la propia colectividad, que los mantengan como independientes de esos poderes y, para lograr esa independencia, han de ser periódicamente renovados.
Sé que la palabra élite suena horrible a una mayoría de ciudadanos, que han sido, desgraciadamente, mal educados respecto al significado que debería darse a la autoridad. Hoy todos se creen con el derecho (a veces, incluso, con el deber) de opinar o poder opinar sobre todo. Y esto de la vida pública no es como el fútbol: no se trata de meter goles, de ganar partidos, de tener atletas bien pagados y con característica casi sobrehumanas en la formación a la que veneramos como macho cabrío expiatorio de nuestras limitaciones.
Me importa un comino si alguien alardea de ser honesto. Claro que tiene que serlo, pero, además, debe tener la seguridad y la tensión de que analizaremos su comportamiento. Me vale lo mismo (nada) que se presente como quien tiene la solución para sacarnos de cualquier encrucijada, con fórmulas de catecismo ideológico: menos impuestos, o más, o apoyar a los autónomos, o nacionalizar a algunas entidades, o defender la paridad de sexos en los comités, o crear mini trabajos, o reducir el salario, o presionar sobre los beneficios de los grandes grupos empresariales.
El movimiento se demuestra andando, y en esto, los españoles somos muy torpes. Copiamos del éxito de otros sin analizar si nos conviene esa medicina, despreciamos las propuestas del vecino porque conocemos a su familia desde siempre (es un decir), queremos tener hijos universitarios pero ridiculizamos cualquier opinión que provenga del saber, estamos perfectamente capacitados (alardeamos) para opinar de energía, minería, tecnología, globalización, cambio climático, labor del funcionario, capacidad para gestionar, nivel de prestaciones públicas, etc. Atendemos con vehemencia a juzgar los resultados de lo que nos interesa pero no somos capaces de analizar con objetividad lo que hace falta sacrificar para conseguirlo.
Por eso, estaremos siempre empezando, alucinados por la exhibición de cambio que prometen iluminados que no saben de Historia, ni de Tecnología, ni de Economía, ni de Sanidad, ni de Educación. Solo parecen haberse especializado en levantar la voz, chillar que son los mejores, los que pueden, los que más crédito merecen.
Me gustaría que escucháramos a las élites. No, por supuesto que no son la casta. No suelen hablar, aunque no quiere decir que estén callados. Trabajan, muchas veces en la soledad o en equipos reducidos, por conseguir mejoras. Investigan, razonan, argumentan, estudian, actúan en sus ámbitos. Son nuestros mejores.
No se dedican a la política. No están, muy posiblemente, entre los jueces, al menos, no entre los que llamamos mediáticos. No tienen renombre como médicos o ingenieros ilustres. Puede que nunca hayan alcanzado una cátedra. Es muy probable que vivan modestamente, con los dineros que su labor reposada y digna les ha permitido conseguir, a despecho de los empujones para subir de otros más hábiles para moverse entre las tinieblas.
España, por lo que parece, va a encontrarse en la situación de repartir nuevamente las cartas políticas que darán resultado a una situación de pluripartidismo, en la que el entendimiento respecto a lo que hay que hacer se hará, por momentos, confuso. Es una lástima. Porque la idea que habría perseguir, desde mi modesta posición de observador al margen de los partidos, con la mochila personal repleta de experiencias y de conocimiento de currícula ajenos, es la misma que tuve hace muchos años: solo avanzaremos colectivamente si atendemos a los mejores y solo hay una manera de avanzar con resultados: mejorando día a día, tramo a tramo, lo que tenemos para que nuestra sociedad sea más solidaria, más receptiva a las necesidades de los que menos tienen, más atenta a aupar a los mejores, a los que más saben, en las tareas de responsabilidad colectiva.