Si el lector quiere provocar polémica, al mejor estilo del que se atribuye a Miguel de Unamuno cuando, al llegar a cualquier tertulia de amigos o conocidos, preguntaba: “¿De qué opináis? Yo opino lo contrario”, le sugiero una frase equivalente: “¿Quién manda aquí?”.
A mí me ha dado siempre un magnífico resultado. Naturalmente, es preciso acompañarla de una serie de frases que, a modo de cabestros, introduzcan el victorino o miura en la plaza dialéctica. No importa el momento.
Quienes oigan su frase, que puede repetir con énfasis, para estar seguro de que penetra en los cerebros de sus oyentes, se cebarán en ella, e interpretarán como les venga en gana lo que ha dicho. Tenga, eso sí, la seguridad de que le criticarán duramente y la polémica se centrará en Vd. y en su intolerancia.
He tratado de entender por qué resulta molesto que se pregunte a un colectivo aparentemente homogéneo quién tiene el manual de instrucciones para ejercer el liderazgo de cualquier asunto. En este momento emocionante de la situación española, en la que el conjunto plural de ciudadanos no sabe -no puede saberlo- a dónde seremos conducidos, si no teme poner en riesgo su integridad o ser maldecido por las fuerzas del orden interno y sus files seguidores, pregunte en una reunión política ¿quién manda aquí?
Me han contestado a veces, de forma tal vez airada por el peso de sentirse escandalizados, que manda el Gobierno, que tenemos una Constitución, que la separación de poderes funciona y funcionará. Que somos un pueblo pacífico, serio, sabio y prudente.
No tengo idea en qué se basan estos bienaventurados, porque el Gobierno está en funciones, la Constitución y la forma de Estado, cuestionada, la separación de poderes, contaminada, y la tranquilidad de nuestro pueblo -y de cualquiera-, es una falacia desmentida por la Historia.
Afirmo, y lo lamento, que, hoy por hoy, ante la ausencia deplorable de líderes, de convicciones, de propuestas coherentes, no manda nadie. La televisión y todos los medios nos han intoxicado, y ni los que hablan ni, claro, los que escuchamos, tenemos tiempo para pensar.
Improvisamos. Corremos, llenamos páginas a tanto la palabra. A izquierda y a derecha. Desde los púlpitos en donde se lanzan las soflamas, se va recogiendo todo lo que se encuentra, y se incorpora al discurso como si se tratara de una psico-obra moderna confeccionada con hallazgos, materiales de desecho, artículos de arribazón, etc. buscando provocar, más que causar evocación de la creatividad o la belleza. El escándalo se ha hecho verbo entre nosotros.
Leo que casi dos centenares de economistas apoyan el programa económico de Unidos Podemos y, me parece bien. Me parece bien, porque he defendido, con mis propios argumentos, sin ser ni Picketty ni el hijo de Galbraith, que hay que romper con la política de austeridad y propiciar el incremento de consumo.
Ah, pero no se me va a olvidar preguntar, tampoco en este Comentario: ¿quién manda aquí?. Por eso, junto a esa argumentación -y me jacto de ser uno de los pocos españoles que ha leído hasta el final centenares de libros de economía y política macroeconómica, de autores de todo signo y condición ideológica- me preocupa tener claro cómo se va a conseguir sostener el preciado estado de bienestar, bajo qué mando.
Para ello, hace falta, en mi opinión fundada, tener realizado un análisis muy completo acerca de los sectores tecnológicos que van a propiciar la generación de nichos de trabajo en el inmediato futuro, estudiar muy bien cómo se va a realizar la distribución de las plusvalías colectivas generadas, y, no en último lugar, conocer la manera en que se van a hacer llegar a los millones de desplazados por la eficiente tecnología -no es cuestión de formación, sino de adaptabilidad- los recursos imprescindibles para su sostenimiento.
Por supuesto, en el fondo, el tema no deriva únicamente de la economía, que explica mal que bien el pasado pero es incapaz de predecir el futuro. No puede predecirlo porque los intereses capitalistas -incluidos los de los países bajo teórica dicción comunista- y siento ser tan esquemático para lectores tan inteligentes como los que me siguen, están continuamente generando elementos caóticos en su propio beneficio.
Para un país intermedio, que es como vengo caracterizando a España, la solución debe huir de maximalismos: no somos un país rico, ni tenemos recursos importantes, ni alta tecnología disponible o empresas grandes, a escala mundial. No funcionará la chispa del resentimiento: detonará sin voladura.
Hay que aumentar la presión fiscal y estimular la reinversión de los beneficios, pero con tiento de no espantar a los que sostienen la generación y distribución de la riqueza generada. La participación de las empresas públicas en ese entramado ha de ser discreta y selectiva y, por supuesto, orientada hacia el mercado.
La inteligencia práctica aconseja fervientemente que el cambio pacífico descanse también en la mejora de la formación, en la eficacia de la educación para responder ante los retos y dificultades presentes y futuras. De todos, no solo de unos cuantos. A todos los niveles. Teniendo presente que la economía mundial no regala nada; se lo cobra, en moneda contante o en víctimas a lamentar.
Para España, la solución no es sencilla. Habrá que formar a miles de estudiantes con una base muy ancha para que puedan llegar a lo más alto del conocimiento. Justamente lo contrario de lo que resulta que estamos haciendo, ya que hemos vulgarizado un tanto las enseñanzas, bajado los niveles, para aumentar el número de los que tienen formación intermedia, dejando que muchos de los mejores, a los que no sabemos a qué dedicar, se vayan al extranjero.
Con los maestros adecuados, convenientemente cualificados, continuamente reciclados, que sepan de qué van las cosas que enseñan. Qué difícil hacerlo bien desde el ruido mediático, sin que nadie mande aquí.
Pero no bastaría con tener unos cuantos miles de profesionales con muy altas cualificaciones. Hay que resituar, y hacerlo con mucha frecuencia, a millones de personas en una estructura laboral y económica extremadamente inestable.
Porque no estamos solos, no decidimos en los despachos, ni en las tertulias, ni siquiera en las asambleas universitarias, ni tampoco en las reuniones en la calle, en donde se manifiesten lícitos descontentos, legítimas aspiraciones, que acabarán dirigidas hacia una escaramuza inútil en la que los directores serán un par de decenas de alborotadores profesionales que se enfrentarán a la policía.
Si vuelvo a preguntar quién manda aquí, también en este artículo, estoy seguro, por experiencia, en que no faltará quien decida que soy partidario de que las cosas sigan igual, que me asustan los cambios, que estoy en contra del progreso social. También habrá quienes me vean como un peligroso polemista que oculta su afición izquierdófila por comunistas o socialdemócratas, y quienes, si les apetece tomarse la molestia de juzgarme por lo que pienso, concluirán que soy un tipo amorfo, acomodaticio, al que importa poco lo que pase a los demás,
Estoy sentado a la puerta de mis ideas, y veo pasar a la gente muy alborotada. Hay sillas a mi lado, disponibles para quien quiera asistir al espectáculo. Volverán.