Aunque Su Santidad el Papa Francisco (Primero) haya hecho una gracia, el día de su elección (13 de marzo de 2013), expresando que sus fratelli cardinali fueron a buscarlo al fin del mundo, es más cierto que los designios del Espíritu Santo no se han apartado del más puro pragmatismo.
Hijo de italianos emigrados a Argentina, el cardenal Bergoglio es capaz de rezar el Padre nuestro y el Ave María en la lengua de Bocaccio con acento romano y dirigirse a la multitud de fieles que lo aclamaba en la plaza vaticana sin usar una sola palabra de español. O sea, que por esa vía, se puede considerar un Papa de transición oceánica.
Es cierto, además, que la religiosidad de base cristiana ha ido deplazando su centro de gravedad hacia América, y la cosecha de vocaciones religiosas es hoy más fructífera al recogerse en terrenos que hace pocos siglos (ayer, como quien dice) eran de considerados tierra de misiones.
No coincido, sin embargo, con la torpe referencia al influjo que hubiera podido ejercer en los misterios celestiales el difunto Presidente Chávez en su designación, como expresó el presidente en funciones de la República Bolivariana de Venezuela, Sr. Maduro, aferrado a un puesto que no se ha ganado aún y que cree apalancar a base de invocar herencias y legitimidades urbi et orbe.
La elección aprovecha, eso sí, la buena racha argentina, que hasta ahora se expresaba con rotundidad en la facilidad goleadora de Leo Messi, malabarista con el balón que despierta admiración mundial como sacerdote iniciático de esa religión transversal (por incluir a católicos, islamistas, animistas y hasta ateos), que es el fútbol. Y no debemos dudar, sin caer en la irreverencia, que si hay alguna posibilidad de que el más allá influya en este valle de crisis, habrá que admitir igualmente que los bienaventurados también disfrutarán de un buen espectáculo, mientras caminan por los caireles de la eternidad.
Pero lo que me resulta determinante, a la vista del nombre elegido por el nuevo Pontífice, es su voluntad de unificar, de una vez por todas, a los seguidores de San Ignacio de Loyola con los de San Francisco de Asís.
Que un jesuíta, por primera vez elevado a la silla de San Pedro, en lugar de decidir llamarse Ignacio -que parecería lo propio-, se decida por el creador de la congregación secularmente enfrentada con la suya, revela una mano tendida al fortalecedor deseo de tirar pelillos de pasadas rencillas a la mar atlántica, superando discrepancias pasadas sobre la mejor manera de evangelizar a los otrora indómitos indios, vistos, eso sí, como semejantes a los conquistadores.
No ha trascendido, pero posiblemente el Papa Francisco (Papa Paco para los tuentieros) descartó la tentación de llamarse Leo (León), para no suscitar malentendidos.
Me gusta, en fin, que la trayectoria como obispo del nuevo Papa haya tenido momentos estelares de defensa de los oprimidos, de los menos favorecidos, y que haya plantado cara valientemente a los Kirchner, una saga de descarriados que utilizan a las empresas españolas como saco de boxeo, olvidándose de que si Argentina está en el mapa no es gracias al fútbol, sino a que el lebrijano Juan Díaz de Solís, en 1516, abrió el camino a que los europeos consideraran aquel territorio apto para sus emigraciones.