El buscador de metales
Se levantó muy temprano. Aún era de noche. Había esa claridad tenue, propia de los amaneceres de verano, en los que parece que la luna se resiste a abandonar el protagonismo, con su disco casi completamente perfilado presidiendo el firmamento, en solitario.
Se vistió rápidamente -zapatillas deportivas, pantalón encima del bañador y camiseta- y, renunciando de momento al desayuno (había guardado un trozo de pan del menú de la cena), dejó el apartamento, que tenía en alquiler desde el lunes por toda la semana.
La decisión de alquilar en ese lugar no había sido suya. Había sido de su mujer.
Abrió el coche (un BMW Serie 3 320d Drive Automatic) con el mando a distancia, arrancó, y salió a la carretera acelerando suavemente. Tal vez fue entonces cuando notó que la mañana venía fría, y lamentó no haber tenido la precaución de coger un jersey o algo de abrigo. El cristal delantero se empañó con el vaho. Encendió el aire acondicionado, que funcionó como calefacción. Había una diferencia de casi diez grados entre el exterior, a trece grados en ese momento.
Condujo varios kilómetros, sin cruzarse con nadie, persona ni vehículo, y aparcó casi el borde de la playa, en el lugar reservado a minusválidos. Se quitó el pantalón, que dejó en el asiento de atrás. Había previsto pasar allí las próximas dos o tres horas. ¿Qué iba a hacer, si no?
Hacía solo dos meses que había muerto Irene, y su recuerdo no solo estaba vívido, sino que se entremezclaba con la realidad, en un juego de confusión que a veces conseguía sobresaltarle. Por ejemplo, y podría ser valorado como una tontería, le parecía que, detrás de un árbol, en el cruce de un camino poco transitado, perfilándose entre las sombras, distinguía una silueta que bien podía ser la de su esposa, a punto de decirle algo.
¿Qué podría decirle? ¿Qué secreto, qué anécdota nunca referida tendría sentido ahora? Alucinaciones sin explicación, una demostración de que su temperamento, antes recio, flaqueaba.
Sacó del coche el aparato y los accesorios. Un detector de metales de alta precisión, profesional, con el mejor poder de discriminación del mercado, sumergible, con auriculares. Algo sucio en el aro de captación de señales, pero indiscutiblemente nuevo. Irene se lo había regalado por Reyes, fecha simbólica en la que tenían costumbre de intercambiarse un solo regalo con la condición de que fuera original y supusiera obligación de actividad. “Te servirá de distracción, te hará caminar. Es mejor que un perro y más barato de mantener”.
Había sido una compra cara, pensó, cuando le confesó el precio. Ella lo había encargado por internet y lo había guardado protegido de su vista durante varias semanas, con el apoyo de una de las cuidadoras. Qué importaba, ahora. Lo que parecía una nimiedad, un capricho sin objetivo verdadero, sin uso claro, se había convertido en un elemento de unión con la difunta, una referencia común.
Irene y él no habían tenido hijos, y, viudo, su vida por delante no tenía muchos alicientes.
El le había regalado un libro de autoayuda: Convivir con el cáncer. Y una silla de ruedas mejor que la que ya tenía, con motor incorporado. La tarjeta de minusválido que portaba en el coche era de ella. El apartamento, en un piso bajo, tenía accesibilidad por rampa.
Se echó al hombro la mochila con la pala, el pinpointer -un afinador-, y cogió las bolsas de plástico en las que pensaba guardar sus hallazgos. Habría sido mejor haberse vestido con las bermudas de bolsos, más cómodas para meter cachivaches y mantener separado lo que fuera encontrando. Anotó mentalmente que la próxima vez se vestiría, no importaba el lugar, de auténtico explorador.
Se proponía también recoger las latas, los clavos, ganchos y otros desperdicios de metal que descubriera en su paseo, pues no renunciaba a cumplir una función ecológica. Un servicio gratuito a la colectividad.
Buscaba monedas y objetos perdidos en la arena por los bañistas. La playa adonde le había conducido hoy su actividad era una de las más concurridas de la región, según le habían dicho. La tarde anterior había confirmado que se llenaba de gente, y que se concentraba, con la marea alta, en una franja larga y estrecha.
La luz se había hecho más intensa. Era el momento de la bajamar, y decenas de gaviotas se encontraban picoteando los pequeños moluscos y crustáceos que quedaban al descubierto sobre la arena. Había aves de varias generaciones de gaviota patiamarilla y las juveniles de primero y segundo año, se resistían, corajudas, cuando uno de sus congéneres adultos pretendía disputarles el alimento. Sus graznidos y chillidos resultaban desagradables a oídos humanos. Tal vez había algún gavión entre las aves, pero no se fijó.
Pablo, con mentalidad ingenieril, se proponía batir el espacio de playa que no había sido cubierto por la marea, sistemáticamente, siguiendo un reticulado ficticio. Pero no pudo resistirse a iniciar el paseo de detección justo en el borde de la arena, junto al muro. Confiaba en que donde la escalera se hundía en la playa, habría más opciones de encontrar alguna moneda, quizá una medalla.
Después, seguiría su recorrido por la zona paralela al muro, allí donde suponía que los bañistas más apresurados dejaban los efectos personales para entrar al agua, concentrando el riesgo de sufrir un olvido, o padecer cualquier descuido al retirar ropas y bolsas.
A lo lejos, en un extremo de la larga playa, descubrió, sin importarle ni poco ni mucho, a un hombre que se acercaba. Era un operario de la limpieza municipal, que manejaba sin con parsimonia un rastrillo de largos dientes y un recogedor. Pasaba el rascador sobre la arena, y acumulaba en una bolsa, que arrastraba, los residuos visibles de la playa. No había muchos, en verdad.
Pablo estaba distraído ante una señal que, por la experiencia adquirida, conseguía identificar como una moneda, y excavaba con una pequeña paleta de acero el hueco necesario para alcanzarla. Era más sencillo extraer estos hallazgos minúsculos de la arena que de tierra, pues la excavación resultaba cómoda, y el hueco se volvía a llenar de forma natural, y sin necesidad de apelmazar.
No se dio cuenta de que el operario se allegó a su altura, y tampoco que le observaba con curiosidad. Era un hombre gordo, vestido con un mono azul en el que se podía leer, serigrafiado en color amarillo naranja, “SERVICIO MUNICIPAL DE LIMPIEZA DE PLAYAS”. Advirtió un olor a orujo y a sudor, desagradable.
Por fin, el testigo rompió su silencio, poniéndosele casi encima:
-¿Qué? ¿Se encuentra mucho?
Pablo torció la vista sin dejar de excavar con la paleta, y, con la mano izquierda, del terruño de arena algo apelmazado que había dejado a la luz, liberó la moneda (dos euros), que guardó mecánicamente en una bolsita de la faltriquera.
-No, la verdad. Esperaba más de una playa tan concurrida, contestó.
-¡Qué me va a decir a mí, que la recorro todos los días de verano, limpiándola! En cinco años solo encontré un bañador y una radio que no funcionaba.
El operario no se iba. Su siguiente pregunta reveló que sabía más de lo que expresaba.
-¿Discrimina ese aparato?
-Sí -respondió con desgana el buscador-. Es uno de los mejores del mercado. Pero no creo que nadie venga a la playa con joyas. Por eso, solo busco monedas y, preferiblemente, de uno o dos euros. Como verá, también retiro latas y trozos de metal.
-Ah, sí, de eso tendrá bastante. La gente deja mucha suciedad enterrada. Yo solo trabajo la superficie.
Los graznidos de las gaviotas llenaban el espacio. Aparecieron algunos viandantes. Una chica que hacía footing, un hombre ya entrado en años que recorría la playa junto a la orilla del mar a paso de marcha, una pareja propietaria de un perro de lanas, cogidos ambos de la mano, mientras el animal vagaba a sus anchas.
Empezó a recorrer la playa a lo ancho, batiéndola sistemáticamente. Rechazaba la mayor parte de los sonidos que evidenciaban hojalata o hierro, aunque de vez en cuando se engañaba con un sonido que le parecía que ocultaba una moneda, y resultaba una vez puesto al descubierto, una argolla, un clavo, una anilla de una lata de cerveza o refresco.
No había sido una buena idea venir hasta aquella playa, aunque no tenía cosas mejores que hacer. Su difunta esposa había reservado una semana en aquella población del norte, que no conocían, pensando en disfrutar de una temperatura más relajada que los calores de Madrid.
El plan podía haberse frustrado definitivamente cuando Irene falleció, como consecuencia del cáncer que se le reprodujo de forma brutal y la llevó de forma fulminante al mundo de los que fueron. Estuvo unas semanas desorientado, entre el alivio de la tensión por una enfermedad que se había portado cruel pero efectiva, y el desconcierto que perder a la persona con la que había compartido casi todo en más de treinta años de casados.
Era un momento injusto, al fin y al cabo. El año pasado le habían echado de la empresa. Un despido improcedente, por supuesto.
El viernes a última hora de aquel día, un desconocido esbirro del director de personal se acercó al despacho, le saludó cortésmente, y le entregó la carta con el mensaje, firmada por el ausente: “Por tres faltas seguidas de puntualidad y la reiterada negligencia en cumplir sus cometidos, la dirección ha decidido, por grave indisciplina, su despido inmediato. Reconociendo, sin embargo, la improcedencia del despido, se le ofrece la compensación a que tiene derecho debido al tiempo trabajado, de veinticinco años y siete meses. Debe devolver su ordenador, aunque, si lo desea, puede mantener su número de móvil. A partir de este momento deberá abstenerse de utilizar cualquiera de los poderes que tiene concedidos”
Cuando llegó con la carta de despido y el rostro lívido, a casa, a Irene le entraron ganas de llorar. Quizá ella se dio cuenta mejor que él de lo que significaba aquello. Con cincuenta y tres años nunca encontraría trabajo otra vez. Se puso mucho peor. Pablo tenía la seguridad de que ese golpe bajo había acelerado el curso de su enfermedad.
Recogió otra moneda, ésta de un euro. La inversión en el buscador de metales no tenía el aspecto de haber sido rentable, al menos, hasta el momento. Había detectado que los mejores sitios para encontrar cosas eran aquellos donde la gente se retiraba para hacer sus necesidades. Los llamó los “caladeros”.
– ¡Señor, señor! ¿Me puede ayudar? -oyó que le decía una voz infantil.
Era un niño rubio de unos once o doce años, vestido con camiseta de tirantes y un bañador, al que acompañaba un perro de pelaje blanquinegro. Lo identificó como un border collie, un animal nervioso y que pasa por ser inteligente, que meneaba la cola en reconocimiento inmediato de simpatía.
-¿Qué quieres, muchacho? -contrapreguntó Pablo, levantándose. El collie se lanzó a escarbar en el hueco abierto, como si hubiera captado el mensaje de que se trataba de cavar más hondo.
-Mire -explicó el niño- Le he visto con el detector y pienso que tal vez con él pueda descubrir donde mi mamá perdió ayer un anillo de oro. Si viene conmigo, le indico el sitio.
Pablo accedió de buena gana, y con curiosidad. Siguió al joven hasta el sitio que le señaló (“Es más o menos por aquí. Estuvimos buscando durante un buen rato, pero parece que se lo tragó la arena.”)
Le cedió el aparato, ajustándole la empuñadura. “Busca tu mismo. Solo tienes que mover el detector de un lado a otro, y localizar cuando suena. Lo he puesto en modo oro”.
El niño movió el disco con excesiva brusquedad.
-No, házlo más despacio, y tienes que batir toda esa área donde crees que tu mamá perdió el anillo. Sin resquicios.
Fue una suerte, porque apenas unos minutos después, el aparato empezó a sonar. La señal electromagnética prometía. Cavaron y, en efecto, apareció el anillo. Pablo lo recogió y, mientras lo limpiaba de arena, acertó a ver un nombre y una fecha grabados en el interior: “Elena. 12.08.96”
– ¡Qué contenta se va a poner mamá! -gritó el niño.
El collie ladró, con un ladrido seco, único.
Dando apresuradamente las gracias, el pequeño se fue, corriendo, seguido por el perro, para perderse entre las casas del paseo marítimo.
La playa empezaba a llenarse de gente. Pablo recogió el equipo, lo metió en el coche, y, volviendo a la playa, se concedió un baño. El agua estaba fría. No había sido un gran ejercicio, ni la cosecha de monedas había sido buena. No necesitaba el dinero y aquello solo era un pasatiempo, una distracción que le enfrascaba durante algunas horas. Pude que hubiera alguien que lo considerara infantil, pero la vida tiene una gran dosis de juego de niños.
El baño resultó relajante. Le entró un apetito feroz, recordando que estaba en ayunas. Con el pantalón mojado, se acercó al chiringuito junto a la playa, que había abierto hacía poco, y pidió al camarero un café y un bollo. Cogió sin mucho interés un periódico local. Leyó los titulares, sin que ninguno consiguiera captar su atención para conocer más detalles. Accidente en la autopista bloquea el acceso al Norte durante tres horas. Seguimos sin verano verdadero. La reactivación económica se hace esperar. El Jefe de Estado inicia sus vacaciones familiares. El Inter busca delantero centro en España.
-Ese es el señor, mamá. -Oyó que decían a sus espaldas.
Era el niño de la playa, que venía acompañado de su madre. La mujer era delgada, alta, con una mirada dulce, que traslucía madurez e inteligencia. Llevaba un vestido ligero. Es muy atractiva, pensó Pablo, que se volvió con una sonrisa.
-Jorge me ha contado que le ayudó a buscar el anillo que perdí ayer y que lo encontró. Se lo agradezco muchísimo. -expresó la mujer, con un acento que se le antojó extranjero.
-Ha sido suerte -se excusó, humilde, Pablo. El chico me indicó el sitio con gran exactitud y, por fortuna, la arena no había sido muy removida. La zona estaba tan cerca de la línea de pleamar que, en poco tiempo, se hubiera ido mucho más hondo y entonces ya no sería fácil de detectar.
La mujer, sin reparar al parecer en que Pablo se encontraba en traje de baño y aún le goteaba, le estampó un beso en la mejilla.
-No tiene idea de lo que este anillo significa para mí.
Pablo esperaba una concreción, pero se produjo un silencio.
-Lo supongo, porque vi que tenía una fecha grabada en él. Imagino que es el recuerdo de su boda o un acontecimiento feliz. Ya ve que estoy desayunando. ¿Quiere Vd. tomar algo o tal vez el chico? Yo no tengo ninguna prisa.
-Tomaría un café descafeinado, pero, si no le importa, invitaré yo. Estoy muy agradecida.
Pablo no pudo contenerse más, y aventuró ser objetado de indiscreto.
– ¿Se llama Vd. Elena, que es el nombre que se leía en el anillo?
La mujer pidió el café antes de contestar, e invitó al chico a dar un paseo con el perro. El muchacho se resistió solo verbalmente (“Ya paseamos hoy bastante”), y se fue.
Ella puso la taza sobre una de las mesas vacías, y le pidió que se sentara, señalando la silla de enfrente a la que ocupó de inmediato.
-Me llamo Elena, es cierto, pero no soy yo la persona a la que está dedicado ese anillo. Y, como se habrá dado Vd. cuenta, el anillo no es solo de oro. Es de oro y diamantes. Ese anillo está hecho con las cenizas de mi suegra, que se llamaba como yo, y la fecha es la del día en que falleció. Después de incinerarla, se envió a una empresa suiza un kilo y medio de cenizas y al cabo de dos meses nos devolvieron dos anillos, cada uno con un diamante engarzado de ese azul tan bonito. Me queda algo grande, porque no está hecho a mi medida, sino a la de mi ex, su hijo. Por eso me lo pongo en el dedo gordo del pie.
Levantó el pie izquierdo para que pudiera admirarlo. Era un pie pequeño y hermoso. El anillo lucía, con su piedra enigmática, en su dedo grueso.
– ¡Ah! -solo acertó a decir Pablo.
Y luego:
-Supongo que hay poderosas razones de afecto y solidaridad para llevar el anillo hecho con cenizas de la madre de la persona de la que Vd. se ha separado y que, por lo que me cuenta, ha sido, además, el poseedor y destinatario de esa joya tan peculiar.
-En efecto, -ratificó Elena- hay poderosas razones, aunque no son fáciles de explicar, ni las he comentado con nadie. Pero Vd. ha rescatado ese anillo cuando lo creía perdido para siempre y le siento acreedor a conocer algún detalle de la historia que lo rodea.
Pablo pidió otro café, y se lamentó de hallarse en traje de baño, sintiéndolo impropio para una confesión que se vislumbraba solemne.
La mujer dejaba enfriar el suyo sobre la mesa, sin haber probado un sorbo.
-Mi exsuegra, la Elena del anillo, era una mujer singular. Tenía poderes especiales. Era, en realidad, una visionaria, capaz de predecir el futuro e, incluso, de hablar con los muertos, pues estaba en contacto permanente con su esposo, fallecido hacía años.
Pablo trataba de escabullirse mentalmente. Miró detenidamente a la mujer y no advirtió asomo de falsedad, mentira o tomadura de pelo en su rostro, aunque el relato empezaba a parecerle pura fantasía.
-Cuando falleció en la fecha que figura en el anillo, hicimos con sus cenizas dos diamantes y los engarzamos en anillos. No fue un capricho nuestro, sino el cumplimiento de su deseo expreso. Quería estar con nosotros de esa manera. Uno, el que ahora tengo en mi poder, se lo quedó mi esposo, del que me divorcié hace tres años. El otro, hecho a mi medida, lo tenía yo, y lo guardaba como lo que es, una joya que refleja, al mismo tiempo, presencia, afecto y valor.
-Ya me está Vd. intrigando. ¿Cómo fue que intercambiaron los anillos?
-No nos los cambiamos. El anillo a mi medida yo no me lo ponía, porque me cansé de dar explicaciones, pero lo guardaba en una cajita. Le tenía devoción. Cuando necesitaba algún tipo de ayuda o me veía en una necesidad, le pedía a mi suegra su intervención, y, lo crea o no, lo conseguía todo. Era un talismán.
La mujer prosiguió.
-Un día, al abrir la cajita, descubrí que el anillo no estaba allí. Le pregunté a mi marido y me dijo que lo habría perdido, que quizá lo había guardado en otro sitio. Pero no podía ser así, porque yo nunca había sacado el anillo de la caja.
Tomó un respiro.
-Para no hacer la historia muy larga, le contaré que, unas semanas después de la desaparición del anillo, me encuentro con que mi mejor amiga, Luisa, lleva en su dedo índice ese anillo. El brillo de la piedra es inconfundible. La talla es espléndida. Ese azul y ese fulgor no existen en la naturaleza. Lo detecté sin error alguno.
La llamada Elena torció el gesto.
-Mi amiga se estaba entendiendo con mi marido y, el muy cretino, en un arranque de ingenuidad mezclada con desfachatez, había retirado mi anillo de la cajita en donde lo guardaba y se lo había regalado a su amante.
La historia parecía a punto de terminar.
-No perdoné la traición y pedí la separación. El divorcio no fue sencillo, porque teníamos un hijo. Miguel tenia entonces nueve años, y había un fuerte patrimonio en gananciales. Los abogados hicieron su agosto. Mi ex defendió que los dos anillos formaban parte de su herencia, porque eran cenizas de su madre. Pero el juez le condenó a restituirme el anillo. Como su novia, de la que se separó rápido, había desaparecido entretanto, llena de vergüenza, supongo, con el anillo y quién sabe qué otras cosas, se me adjudicó éste.
Pablo miró a la mujer y la encontró, en su aparente simplicidad, coherente y, desde luego, atractiva. Por un momento, acarició la idea de quedarse más tiempo y ser más interactivo, pero el bañador húmedo le estaba molestando. No quería sufrir un resfriado. Además, el niño entró con el perro, pidiendo un refresco.
Se levantó, pues.
-Me disculpa, pero me estoy sintiendo incómodo con el bañador mojado, y no estoy acostumbrado a este ambiente frío.
-Oh, si quiere, le puedo ofrecer mi casa para que pueda secarse y cambiarse. Está aquí cerca.
No era eso.
-No, no. Me ha dado Vd. una prueba magnífica de sinceridad y confianza, que no se si merezco. Le agradezco su relato que, no por insólito, deja de parecerme apasionante. Me gustaría haber estado vestido de una forma más adecuada a su altura dramática.
La mujer le miró con aquellos ojos melancólicos que tanto parecían decir. Calmó a su hijo, indicándole que pidiese en la barra lo que quisiera.
-Pero mi historia no termina ahí, al contrario. Puede decirse que empieza. Porque, cuando me encontré propietaria del anillo que perteneció a mi ex y que contenía la esencia corporal de su madre que, como le dije, era algo bruja, sucedió que…
Pablo se levantó sin aparentar la menor contrariedad, pero demostrando decisión.
-Mire, le propongo que me siga contando su relato en otro momento. Voy a estar aquí varios días. Le sugiero que nos veamos otro día, a la hora del almuerzo, o de la cena, si le conviene mejor. Puedo pasar a recogerles a Vd. y al niño. Tendré mucho gusto en invitarles a un restaurante de los alrededores. Me ilustraré de cuál es el mejor.
-Se lo agradezco mucho -verbalizó la mujer-. Por el niño. Y por mí claro. En este pueblo tan pequeño no hay muchas posibilidades de la menor distracción para una mujer divorciada y su hijo, que, además, están viviendo en la casa que perteneció a la familia de su ex. Todo el mundo nos conoce.
-Este es mi número de móvil -escribió ella, en una servilleta de papel.
El garabateó varios números en otra servilleta, equivocándose adrede en una cifra, y se lo entregó.
Se despidieron con un apretón de manos, muy efusivo, incluso pareció que ella hizo ademán de besarlo otra vez. Pablo se dirigió al coche, se quitó el pantaloncito de baño mojado desde el asiento de atrás del vehículo, se enfundó los pantalones secos, arrancó y, cuando ya llevaba conducido un buen trecho, arrugó la servilleta en la que ella había escrito su número de móvil y lo arrojó a la carretera abriendo un poco la ventanilla.
No tenía intención de volver.
FIN
—
Nota
Presenté este Cuento, bajo el Lema Bonasa Bonasia (el nombre científico del grévol, cuya foto ilustra esta entrada) al XI Concurso de Escritores Ingenieros de Minas. Obtuvo Mención de Honor, diploma que recogí el 20 de noviembre de 2018 en la Ceremonia organizada por el Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste de España.