Israelíes y palestinos se encuentran de nuevo enzarzados en una escalada de violencia de un conflicto que no tiene solución, porque no es cuestión de diálogo, sino de principios. Y cuando los principios son inamovibles, de poco vale que los que asisten a la exhibición de intransigencia exhorten a que se pongan de acuerdo los que se confrontan.
El antiguo responsable de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, Javier Solana, actualmente Presidente de EsadeGeo (Center for Global Economy and Geopolitics), ha expresado que ese nuevo incidente en las estériles relaciones de ambas colectividades, “no conducirá a nada”, lo que ha de interpretarse, no como una frase diplomática, sino como una conclusión nacida de su amplia experiencia en asistir a empecinamientos políticos, tratando de mediar entre quienes tienen clara su voluntad de no entenderse.
¿Por qué ha de ser así? Existen, como un análisis elemental puede poner de manifiesto, discrepancias religiosas, que solo pueden servir a los que creen todavía que la religión es un fundamento y no una excusa. Los judíos se creen descendientes de Isaac y los musulmanes pretenden serlo de Ismael, los hijos mitológicos de Abraham, habidos, respectivamente, con su esclava Agar y con su esposa Sara, y a los que Jehová, o Alá, en tiempos en los que los dioses hablaban con los humanos, encomendó de manera suficientemente oscura la construcción de la genealogía para su futura encarnación en el descabellado propósito de darse un paseo por nuestras miserias, sellando ese pacto con una acción realmente singular, es decir, estrambótica: ordenando que se cortara el prepucio a los descendientes varones.
No voy a adentrarme más en la narración bíblica, salvo para recordar sin mayor énfasis que uno de los hijos de Isaac fue Jacob (Israel), que tenía un hermano gemelo, Esaú, al que le gustaban mucho las lentejas y con el que compartía, al menos, un exagerado carácter pendenciero, pues peleaban ya desde el seno materno.
Poco que ver el cuento divertido con la complicada historia geopolítica que se tejió en torno a Palestina, aunque se podría adivinar por él, pero no justificar, los cientos de años de esclavitud y persecución que sufrieron los judíos, ni se encontrarán atisbos del juego descarado al que se sometió por las llamadas potencias occidentales, el territorio del cercano Oriente, ni hay preludios del genocidio nazi durante la segunda guerra mundial y, mucho menos, del estrambótico reconocimiento como nación de Israel, dándole un trozo de la tierra prometida, fabricando un parche sin futuro en una zona rodeada por musulmanes. Hay tanto escrito sobre la cuestión que es imposible resumirlo y no menos difícil, comprenderlo.
Los israelíes han conseguido, con la ayuda de los Estados Unidos, convertirse en una potencia militar, capaz de mantener a raya a los países árabes que la circundan y, no solo eso, apta para aventurarse en incursiones bélicas gracias a las cuales ha ido ampliando el espacio de su asentamiento. Los palestinos, empujados a una mísera dependencia económica del próspero estado israelí, -adobados también, por su parte, pero en mucha menor cuantía, con circunstanciales ayudas norteamericanas y subvenciones de subsistencia surgidas de aquí y de acullá-, se han convertido en un pueblo empobrecido, dividido y aislado: sus razones se ven como apestosas, su resistencia, inútil, las discrepancias entre sus líderes forman parte del folclore mundial, y, lo que es gravísimo, sus derechos -a la libertad, a la tranquilidad, a la construcción de una economía autosuficiente-, son ignorados sin despertar el menor sentimiento de culpabilidad ajena.
Los hechos recientes no son más que una consecuencia de algo que, en 1938!, la clarividente pensadora judía Simone Weil, inteligente cosmopolita renegada de sus raíces semíticas, ya veía como la prolongación de la sempiterna conflagración por hincar banderas en ese territorio estratégico.
Para Israel, atento a cualquier excusa, el asesinato de tres adolescentes judíos atribuido -de forma poco creíble- a miembros de Hamás, justifica hoy las represalias, el lanzamiento de misiles sobre Gaza, e incluso la movilización de 40.000 reservistas “dispuestos a defenderse” de quien no tiene capacidad de ofensa suficiente. Es decir, los dirigentes israelíes se declaran dispuestos a invadir otra vez las tierras que añoran como expansión de su Estado consentido.
David esgrimiendo la honda frente a otro David armado con torpedos de cabeza atómica y cohetes antimisiles.
¡Por Dios! ¿No seremos capaces nunca de contener los impulsos destructivos de la especie humana contra sí misma, allí donde afloren? ¿A qué necesitamos apelar, no para entendernos -en Israel y Palestina como en cualquiera de los múltiples lugares del planeta Tierra en donde la Humanidad se está destruyendo a sí misma, apelando a la religión, es decir, a la economía y a la ambición de unos pocos, escudada en designios de Aquel que, cuando le hacen hablar, los que no estamos en la procesión no sabemos interpretar lo que quiere decir?
¿O es que no hay quien, como yo -y otros que tienen más elementos que yo para analizar lo que nos pasa- entienda que hay que dejarse de una vez por todas de hacer atribuciones fuera de nuestra capacidad de actuación, y reconocer que mientras los que dirigen lo sustancial de lo que nos tiene que pasar sigan, en realidad, adorando a Belcebú-dinero, no tenemos solución?
Aunque momentáneamente parezca a los que las promueven y a los que creen obtener beneficio de aplastar a otros, tantas guerras y guerras, …no conducen a nada.
Porque nada es destruir lo creado por nosotros, una y otra vez, hasta que sea la última.