Cuando terminaba el día 14 de julio de 2016, un francés “de origen tunecino”, se lanzó, conduciendo un camión que había alquilado dos días antes, haciendo zig-zags, contra la multitud que veía los fuegos artificiales con los que se conmemoraba la toma de la fortaleza de la Bastilla, declarada el día nacional francés. Hasta el momento se han contabilizado 84 personas asesinadas, y hay varios heridos muy graves.
Mi solidaridad sin resquicios, con las familias de las víctimas, con el pueblo francés y mi repulsa con corazón compungido contra esta nueva barbarie. Je suis très touché, me trouve proche et tout à fait solidaire.
Con ocasión de tan dramático suceso, dirigentes, autoridades y comentaristas noticieros de todas partes, han emitido manifestaciones en las que, con monótona regularidad, combinan las palabras: amenaza global, terrorismo islámico, estrategia global. En orden: Ante la amenaza global del terrorismo islámico, es necesario ofrecer una estrategia global.
Son varios los elementos que concurren en el perfil de este atentado, en coincidencia con otros, que no se puede decir sean pocos (desgraciadamente) que se han producido tanto en zonas de cristiandad como de devoción musulmana.
Las organizaciones de persuasión, extremadamente crueles, de quienes son animados a cometer estas acciones, se confiesan empeñadas en una guerra santa (yihad), siguiendo designios de Alá, para lograr que los seguidores musulmanes se reconviertan a lo que consideran doctrina ortodoxa y el mundo entero acabe sometido, por las buenas o por las malas, a sus arcaicas normas sociales.
Para hacer efectivos tan elucubrantes propósitos, han elegido realizar llamadas de atención brutales. Atentados, incluso con autoinmolación de sus autores, con los que buscan conseguir el mayor número de víctimas: mercados, fiestas populares, medios de transporte, son los espacios preferidos. La difusión mediática de sus actos, en especial si se realizan en territorio occidental y han conseguido algunas decenas de muertos, está así garantizada.
De los ejecutores de los atentados que se producen en ciudades de mayoría musulmana, no sabemos mucho: que pertenecen a una etnia o rama doctrinal diferente de la dominante en el país, o que han actuado contra una asamblea de fieles judíos o cristianos, o contra embajadas o centros en donde se concentran mayoritariamente extranjeros. También, en algún caso, pretendiendo conseguir altos rescates, han apresado miembros de ONGs o periodistas, a los que no dudaron en ejecutar, difundiendo imágenes impactantes en las redes sociales.
Cuando los atentados se producen en territorios occidentales, las investigaciones posteriores -mucho más activas- acaban poniendo de manifiesto, ya de forma recurrente, muy parecidos elementos, que no dejan de producirme perplejidad porque, en su fondo, reflejan la descoordinación o la falta de profundidad con la que se ejecutan los protocolos de “máximo riesgo terrorista” : tipos jóvenes, mayoritariamente varones, de la llamada segunda generación, habitantes en zonas específicas de la ciudad en donde se concentran musulmanes, radicalizados personalmente al Islam en fecha reciente, fichados por la Policía por algún incidente anterior, y cuyas familias y entorno eran ignorantes de sus últimas andanzas, que involucraban entradas y salidas del país o asistencia a centros de adoctrinamiento (léase, “lavado de cerebros”). (1)
Como todos los creyentes/devotos en el ser humano y en el máximo valor de la libertad y el respeto al otro que actúa sin voluntad de herir, como cualquiera respetuoso con la vida humana, abomino de estos guerrilleros, de sus ideales y de su estrategia. Son miserables.
Pero no considero que respondan a una amenaza global, porque su objetivo es irrealizable, sino que forman parte de amenazas concretas, detectables y, por tanto, que se pueden abortar con la adecuada investigación, control, seguimiento; sin ridículas ni ingenuas confianzas.
Tampoco creo que sus actuaciones forman parte de una estrategia global, sino que está, en su misma esencia, improvisada. Esta característica, justamente, le dota de su peculiar fortaleza aparente: cualquiera con un instrumento de matar (un vehículo cualquiera, lo es) y la voluntad de sacrificarse él mismo, puede provocar un atentado.
Esta cuestión tiene, para mí, su importancia, pues desliga los atentados de la necesidad de ayudar a los países menos desarrollados a que salgan de su pobreza (también la intelectual), con ayudas en destino. Ese asunto no tiene ya nada que ver con el yihadismo: ahí los países occidentales han perdido, sí, la batalla. Los fanáticos que han encontrado en una sinrazón de imaginaria base islámica su punto de apoyo, no piensan ni actúan en términos de desarrollo, cultura, bienestar. En su caso, esos términos solo son de interés para sus dirigentes, para los que se ocultan detrás de las negras bambalinas del terror.
Finalmente, no me parce que se trate de un terrorismo islámico, en el sentido de exterior a las naciones occidentales. No lo es, desde luego, porque, como se encargan de poner de manifiesto los dirigentes de las comunidades musulmanas, ellas también sufren los efectos de los atentados y, por supuesto, su doctrina defiende la paz y el respeto al otro como corresponde a una religión evolucionada.
Los terroristas que actúan en nuestro territorio son nuestro problema, son nuestros fanáticos, son producto de la podredumbre que se ha incrustado en nuestra manera de segregar a los otros, a los que piensan distinto, a los que no disfrutan de las mismas opciones de bienestar, conocimiento y búsqueda de placeres que nosotros.
No son terroristas islámicos, aunque les demos ese nombre, para tranquilizarnos. Son terroristas producto de nuestra sociedad, de nuestro credo. Y los tenemos, por tanto, que combatir en nuestro territorio. Sin ir más lejos.
(1) Quiero destacar un cierto parecido con el perfil de esos jóvenes enajenados que, armas en ristre, se lanzan a disparar contra sus antiguos compañeros de escuela, maestros o quienes paseen por delante de sus ventanas, en la muy civilizada nación norteamericana.