Aquí los llamamos guardias de seguridad, y nos hemos acostumbrado a verlos en múltiples lugares. En los aeropuertos, suburbanos y estaciones de autobús o ferrocarril, en los establecimientos comerciales, en las oficinas de las entidades financieras, en las asambleas de todo tipo, a la puerta de las discotecas, en cualquier acontecimiento que suponga congregaciones más o menos multitudinarias. No pertenecen a los cuerpos armados del Estado ni a los de cualquiera de las Administraciones públicas: no son miembros del Ejército, ni policías, ni guardias civiles.
Defienden intereses particulares. Sobre todo, los de los propietarios de los locales de negocio: controlan sus entradas y salidas, realizan cacheos con arcos voltaicos o con sus manazas a los visitantes sin atender a sus razones, abren sus bolsos y desparraman sus pertenencias con morbosa ostentación y, en casos particulares, pueden retener circunstancialmente a los presuntos infractores de leyes no siempre escritas.
Su función principal no es actuar, -se dice- sino disuadir, amedrentar con su sola presencia, sus corpulentas estructuras, sus pistolones, sus gestos amenazadores, a los posibles malos para que no osen penetrar en los recintos que protegen. Pero, en realidad, están destinados más bien a llevar tranquilidad a los pacíficos, para que consuman sin temores.
Desde antes de que se hicieran habituales entre nosotros, ya conocíamos de su existencia, porque, en muchos países en los que la seguridad personal no está en absoluto garantizada y se concentra la gente de bien, -en los restaurantes, y salas de fiestas-, sobre todo, se encontraban apostados a la entrada, luciendo sus aparatosas escopetas, unos tipos a los que se llamaba vulgarmente guachimén (watchmen). Mantenían a raya a los posibles delincuentes, creando un espacio protector para los que disfrutaban en los locales, haciéndoles creer que nadie les interrumpiría en su gozo, y que, del camino de su coche blindado al interior del local y viceversa, no les ocurriría nada que hubieran de lamentar, salvo la resaca posterior para recuperarse, tal vez, de sus cogorzas.
Un reciente artículo de Manuel Vicent(EP 24 nov 2013) me trajo a la memoria a los guachimén. En esencia, como tengo dicho, especiales guardias de seguridad que garantizan, con su presencia pistolera, que las gentes que disponen de medios suficientes para disfrutar de un buen rato fuera de casa en un lugar de alterne, no serán molestados por los que, ya que no los tienen, pueden sentirse tentados a irrumpir en sus vidas aguándoles la fiesta.
El artículo, que se publica en la columna de colaboraciones de la última página, se titula “Zombis”. Los hay, escribe Vicent, “pobres y ricos”. La reflexión del articulista es sencilla, pero demoledora: Mientras en la sociedad española aumenta, a pesar de lo que ven los ojos oficiales, el número de pobres, de desharrapados, de gentes que no ganan para vivir, hay unos cuantos que disfrutan de bonanza. Estos últimos, son los “zombis ricos”, que “entran y salen de los restaurantes, joyerías y tiendas exclusivas en las millas de oro, aparentemente felices”.
Aquí está el tema. La sociedad se está separando en dos sustratos, que se están disociando, como sendos precipitados químicos, de la masa que forma la mayoría silenciosa, el disolvente en el que están embebidos. Están, por un lado, los que no ven motivos de preocupación por la crisis (al contrario), que no son muchos e incluso son algunos menos de los que ya eran; y, por otro, los más pobres, que son bastantes más de los que ya eran y que no ven finales de túneles, sino solo oscuridades hondas.
Vicent cree ver en los ojos de los zombis ricos, un asomo del temor de que, mientras ríen, felices, en los bares y restaurantes, como si nada fuera con ellos, les estén observando los ojos de los que pasan hambre, y, que “su fiesta sea asaltada mañana por una turba de mendigos”
Puede que a esos que no quieren ver la desgracia ajena, tapados los ojos por su propia opulencia, crean erróneamente que el tema no va con ellos, y estén tentados de llamar a más y a más guachimén para que los protejan mientras disfrutan, zombis, aislados de lo que pasa fuera. Podrán hacer construir muros más altos, instalar en sus bordes cuchillas y concertinas ordenar a los guardianes que repartan más mamporros.
Se equivocan si hacen eso, se están equivocando porque lo hacen ya. La solución al posible conflicto entre zombis ricos y pobres tiene que venir por otros lados, no de más guachimen ni muros de aislamiento. De esa forma no se evitará el “estallido social” del que “algunos advierten que la carga explosiva está ya en el aire a la espera inminente de la chispa” capaz de producirlo. (1)
Estamos en un país civilizado, ¿no? Hemos aprendido de la historia, ¿no?
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(1) Los entrecomillados provienen todos del texto de Manuel Vicent.