El debate sobre la gestión pública o privada de los servicios asistenciales apasiona. Cada vez que una Administración anuncia la intención de “privatizar un servicio público” se organizan manifestaciones sindicales y políticas de protesta, huelgas de los funcionarios y laborales afectados, y expertos interesados ofrecen sus obviedades para pasto intelectual de la concurrencia.
Hace tiempo que, por propia experiencia, me posiciono en la metafísica del debate. La buena gestión de una empresa o de cualquier actividad humana (es decir, también de un servicio público) no depende de que la propiedad sea pública o privada, sino, para una inversión dada, de cómo se ejerza en control.
La madre del cordero de los servicios públicos está, salvo quizá en el caso de la recogida de residuos urbanos, en las muy altas inversiones en infraestructura que son imprescindibles. La amortización de esos desembolsos iniciales hace que los emprendedores particulares renuncien a asumir tal riesgo, salvo que se le ofrezcan especiales garantías de recuperación de la inversión y, obviamente, de rentabilidad.
Realizar un estricto control de la gestión -ingresos, gastos, priorización de las inversiones, estímulos al personal, publicidad del producto, etc.) es especialmente importante en un servicio público. Porque la presión desestabilizadora viene de muchas vías: recomendaciones para aumentar la plantilla muy por encima de la funcional, parásitos laborales, inversiones de exhibición, compras derivadas de amiguismo, malos usos de los equipos, dejación en el cobro de los servicios, mala imagen general. idea de que lo público ha de ser gratuito, etc.).
La privatización de la gestión es distinta de la de enajenar el control. Ahí es donde debe concentrarse el énfasis de los responsables políticos. Y es ahí donde se les notan sus carencias. No saben controlar; y en lo que controlan, la experiencia amarga de lo que se ha descubierto en demasiados casos -una minoría, por supuesto, pero clamorosa-, es que priorizan su enriquecimiento personal o el de sus amigos.
Lo que es clave en la gestión de un servicio público es quién tiene la propiedad de las infraestructuras y de los equipos básicos. Si la tiene el empresario privado, si se le ha enajenado lo existente (y hay que ver a qué precio, porque su valor puede ser incalculable, debido a la imposibilidad de sustitución inmediata), malo. Si la mantiene la administración pública, a mí, la verdad, no me importa quien lleve la gestión, con tal de que lo haga bien.
Y para saber que lo hace bien, tengo que tener muy claro qué deseo que haga, y controlar que lo cumple con toda atención y rigor.