Me parece preocupante que crezca el número de los que se abstienen. En las votaciones para decidir sobre cuestiones políticas o económicas, incluso muy relevantes, me he preguntado siempre qué significado exacto reside detrás de la abstención ante un tema de importancia.
Entiendo que no puede ser interpretado como “no me interesa en absoluto lo que se debate” y sería pernicioso igualmente identificarlo con “me da lo mismo que se haga lo que se haga, todo me parece bien”. Particularmente demoledor sería atribuir al que se abstiene la opinión de que “como el sistema está corrupto y dominado por intereses que no comparto, ni siquiera con los que están en contra de la propuesta, me declaro al margen”.
Sospecho que una buena parte de los que se abstienen, al menos en las votaciones normales de nuestra vida corriente y moliente, lo hacen para no enseñar su posición, esto es, para no comprometerse. Si la votación es a cara descubierta, y puede identificarse al autor de la opinión o juicio, el número de los que se abstienen, crece.
Me ha intrigado, desde que era niño, el silencio de los que callan su opinión sobre lo que se debate. ¿Por qué están allí, si aparentemente, no les interesa lo que se dice? ¿Para aprender, para vigilar a otros? ¿Tal vez para informar a alguien que no quiere aparecer visible, actuando como sus confidentes o espías, dispuestos a proporcionar munición a un poderoso ausente contra el que se ha expuesto, al decir lo que piensa?
En las reuniones, cuando me tocó y toca dirigirlas, procuro animar, especialmente a los que parecen más retraídos, a que se manifiesten. Generalmente, me encuentro con un regalo producto de ese empeño: los que guardaban silencio, son quienes tienen las opiniones más interesantes, las ideas más novedosas.
En cambio, los que hablan mucho, acaparando los espacios, raras veces tienen algo nuevo que aportar o decir.
No te abstengas. Habla. Y, después y en todo momento, escucha. Sobre todo, a los que callan. Y desentraña las causas de su silencio.