Cuando se hace referencia al proyecto de una Smart City, se acostumbra a dirigir la mirada hacia los responsables municipales. Sin embargo, aunque el ámbito de actuación sea la ciudad, los agentes que influyen sobre ella, incluso de manera determinante, son externos.
En relación con las consecuencias de los avances tecnológicos (no solo en el campo de la informática y las comunicaciones) sobre el ámbito urbano, la dependencia de las grandes empresas y consorcios es decisiva. Controlar sus actuaciones desde las corporaciones es, a menudo imposible y, desde luego, siempre difícil. No quiero dramatizar la cuestión, pero incluso en el campo de menor complejidad técnica de los servicios tradicionales que presta el municipio por competencias delegadas constitucionalmente (agua, saneamiento, recogida de residuos, etc.), o que se prestan en su territorio (distribución de electricidad, servicios sanitarios, educación, telefonía, etc.) el control de la eficacia o del coste real de su ejecución se hace muy difícil para los funcionarios municipales, por falta de medios, o de su propia competencia, cuando no del oscurantismo con que se llevan a cabo.
Se plantea la cuestión, por tanto del control y la forma de ejercerlo. Las grandes empresas tecnológicas ya han tomado sus posiciones sobre algunas de las ciudades más interesantes como candidatos a ocupar los primeros puestos en la división de las Smart Cities, y las están convirtiendo en sus escaparates para exhibición de sus propuestas. IBM, Siemens, Intel, Cisco, etc. son ya nombres que suenan en el nuevo escenario de moda. Esta intromisión en las fuentes de información de la ciudad y en la acumulación de datos de interés sobre las mismas, hará a las ciudades cada vez más dependientes de los consorcios posicionados en la gestión de los big data.
Especialmente preocupante sería la posibilidad -ya realidad en algunos casos- de que, a cambio de la gestión de esos datos se ofrezcan a las ciudades ventajas económicas o ahorros en sus cargas financieras. Los superordenadores, equipados con programas para tratamiento de la información geo referenciada, y presentar respuestas a las cuestiones urbanas, se convertirán así en un elemento de ayuda a la gestión imprescindible, pero que se escapará al control de las autoridades municipales, e, incluso de las superiores a ellas.
La cuestión no es baladí, puesto que la reciente experiencia viene a demostrar que, por eficaces que parezcan en los primeros momentos, los programas y los soportes de computación tienen una vida útil muy corta, cuando se atiende a su coste y a la potencia del tratamiento. Un programa con más de tres años se encontrará ya obsoleto, muy seguramente, y los tiempos en los que una aplicación es rentable en relación con las alternativas son y serán cada vez más cortos. Una ciudad, por muy Smart que haya sido, no podrá pagárselos, y la referencia al tamaño crítico (cuantas más mega Smart city, mejor) pasará a ser la clave para mantener la disponibilidad de la información y encontrarle un uso adaptado a las necesidades del momento.
Las decisiones de gestión, por la misma esencia de la interconectividad, se desplazarán desde la ciudad a otros estamentos. Posiblemente, no públicos, o, en el mejor de los casos, resultado de Contratos de colaboración público-privada en la que los firmantes serán los responsables de órganos superiores a los que actúan sobre la ciudad. Tal vez, incluso con el riesgo de que los datos sensibles sobre los ciudadanos y la ciudad sean utilizados por elementos ajenos a la misma, quién sabe si no potenciales enemigos de su seguridad o rivales para su bienestar.
No hay por qué llevar la cuestión a sus límites. Estas interrogantes aparecen ya especialmente evidentes cuando se trata de gestionar la conectividad de una ciudad con sus vecinas, o la óptima eficacia de los recursos que son necesarios en la ciudad, o que podrían ser proporcionados por ella, o, por abordar una cuestión aparentemente marginal a este respecto, el mantenimiento de los edificios, la conservación de los parques, etc..
El núcleo de esta idea es: si queremos una ciudad realmente interconectada, que saque el máximo partido a la información, hay que atender a la forma de acotar el riesgo de que se pierda el control, y la misma esencia de lo municipal. Los datos, sabemos ya por amplias experiencias, contienen información válida, sensible muchas veces, y que puede ser utilizada de muchas maneras, positivas como dañinas, si bien estas últimas, por la rapidez con la que se han generado los procesos masivos de tratamiento, no siempre tienen sanción penal en los Códigos.
Lo que nadie dudará es que la información es un elemento potencialmente lucrativo para quien la posee, y si se es capaz de ordenarla y se dispone de muchos valores para determinadas variables que posibiliten reducir riesgos o aventurar zonas de mayor beneficio, puede amparar actuaciones de muy distinta índole y que, tratándose de una ciudad, podrían acabar convirtiéndose en una servidumbre más que en una ventaja, si no se atiende a delimitar un marco legal preciso.
La integración de los sistemas de información y comunicación en la ciudad, para el seguimiento, control y optimización de los sistemas técnicos y de infraestructura de la ciudad está en el fondo de uno de los objetivos tenidos por esenciales en la Smart City. La movilidad, la seguridad, el ambiente de la ciudad están dependiendo de una buena resolución a esos problemas comunes a las urbes. La experiencia demuestra lo difícil que está siendo controlar la ejecución de las obras de reparación o sustitución de redes en las ciudades para los funcionarios municipales, que disponen de herramientas informáticas, generalmente, inferiores a las de las empresas de servicios (electricidad, agua, gas, transporte de mercancías, sanidad, etc.)
Es sustancial, por tanto, conseguir una transparencia y lealtad con el municipio en entre las empresas y la ciudadanía, mediante acuerdos que deberán someterse a un marco legal. Sería de lamentar que los bueyes se pusieran detrás del carro, para empujarlo, y que se aprovechara la escasez de medios de las ciudades, o la situación de insolvencia de muchas de ellas, para introducir una variable de aspecto ventajoso, pero que pronto se convertirá en una servidumre sobre la ciudad de la que no será posible sustraerse. Prudencia, pues, antes de introducirse en el camino de una modernidad que puede estar plagada de minas anti buena voluntad.
(continuará)