Algunass frases tienen importancia capital para cualquier humano, pero no serán pronunciadas por él.
La más relevante se pronunciará por un allegado -cónyuge, hijos, familiares próximos, amigos- y surgirá como nota de alivio ajeno, cuando nos hallemos en prolongado estado calamitoso. Habremos sufrido un grave accidente sin posibilidad de recuperación clínica; llevamos varios meses de deterioro fatal por una enfermedad incurable. Nos hemos convertido en una carga insoportable. “Es mejor que se muera. Para él y para todos”.
Otra frase, aunque menos relevante, se emitirá a nuestras espaldas. Nos sentimos bien, creemos que nuestra capacidad se mantiene incólume, que la belleza de antaño resiste, que la gracia es la misma, pero alguien pontificará: “Ya no es el que era”. Pronunciada en el trabajo, en un despacho, en la reunión de amigos o clientes de la que somos ausentes, la descalificación tendrá difícil enmienda. Es precursora de caída sin límite por el agujero del olvido, del desprecio; significa la pérdida de algo: amor, empleo, posición, prestigio.
Pobre diablo aquel que no se percate de que “Apesta a sudor” o “Le huele el aliento”.
No desearíamos que cayera sobre nosotros la maldición de la conjura: “A este, ni agua”, “Dale caña” o “Que no saque cabeza”.
Antipodas de: “Nombremos a Fulanito, que es hijo de Mengano” y pariente de “¿Vamos a elegir a este al que no conoce nadie?”
Frases, en fin, que no escucharemos salvo filtración no deseada por quienes las emitieron y que no deberíamos pronunciar si no tenemos la solución en nuestra mano o, al menos, el antídoto que nos libere de la mala conciencia.
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Un grupo de grullas, graznando desaforadas, cruzó varias veces el espacio sobre el Parque de Juan Pablo Segundo, en Madrid, el pasado domingo. Supongo buscaban donde detenerse para reposar y pastar. Dieron decenas de vueltas y, finalmente, se fueron de la vista, al parecer, desengañadas
La mejor frase la pronunció nuestro Padre: “Tu eres mi hijo, te amo”.
Hermosa frase imaginada por una humanidad en busca de autor.