Si bien no puedo afirmar que haya tenido que dedicarme profesionalmente a la informática, si es cierto que ésta ha ocupado un espacio colateral en mi vida, de cierta importancia.
A finales de los años 69, se pusieron de moda los programas de simulación y, entre ellos, la cima se la llevaba el GPSS (General Purpose Simulation Systems). Recién incorporado al Departamento de Investigación Operativa como “ingeniero de sistemas”, me encomendaron estudiar en profundidad las posibilidades de aquel lenguaje -que ya se vanagloriaba de ser “user-friendly”- y, en su senda, realicé decenas de simulaciones, sobre todo, en relación con la gestión de colas -tiempos de espera, número ideal de puestos de atención, etc.-y la optimización de recursos.
Una vez realizado el estudio de campo (al que, pasado tanto tiempo, no me duelen prendas en afirmar que contaba con las máximas reticencias de los “responsables de producción”, celosos de que un tipo de “servicios” metiese las narices en su feudo), los programas que debía confeccionar para cada caso, constaban de centenares de instrucciones,y cada una, se correspondía con una ficha perforada. Como la ejecución de aquellos diabólicos ejercicios de simulación consumía gran parte de la memoria del potente IBM 360 (luego sustituido por el 370), tenía que entregar las hojas por la mañana con las instrucciones a las perforistas -había unas cuarenta mujeres en una única sala, dedicadas a teclear durante toda la jornada-, recoger el paquetito de fichas cuando me avisaban del Departamento de Proceso de Datos, y dejar que durante el turno de noche”se corriera” el programa que había preparado.
Si una ficha se descolocaba, o había un error en la mecanografía y, por supuesto, si yo me había equivocada en la programación, a la mañana siguiente recogía, no la esperada solución a las diferentes variantes planteadas, sino varias resmas de hojas inservibles, junto a la dolorosa explicación de alguno de los colegas de bata blanca que se movían como sanitarios por el recinto de la sala de ordenadores: “Hemos tenido que parar el programa cuando llevaba cuatro horas de running. Debes tener algo mal, porque aunque lo que tú nos dejas suele consumir mucha memoria, no nos pareció normal”.
Ha pasado tanto tiempo que no me duelen prendas en afirmar ahora que más de una vez, viendo que el tiempo se me echaba encima y que la informática no me permitía ofrecer resultados presentables, inventé las conclusiones. Como suena. Lo arropaba con varias hojas de lenguaje erudito, un anexo con las fallidas instrucciones, y una docta explicación respecto a lo que procedía. Nadie advirtió nunca nada (o no me lo dijeron). Seguramente, nadie había pretendido utilizar aquellos informes, o se decidió adoptar lo que el sentido común dictaba.
En fin, fui reconocido por mi capacidad para realizar simulaciones, y con ese aura me destinaron a investigación metalúrgica de laminados.
El GPSS no fue, por supuesto, el único programa informático a cuyo aprendizaje dediqué intensas horas de juventud. Varias versiones de Fortran (desde la IV hasta, por lo menos, la XIV), de AutoCAD (he llegado a dar clases sobre alguna de las variaciones del programa base), de procesado de textos, de manejo de base de datos (¡Ah, las maravillas de los .db!) , de Excel, etc. han tenido su momento de gloria en mi cerebro. Cuando fui nombrado Presidente del Centro de CAD-CAM-CAE de Asturias, tuve que aprender el lenguaje del superordenador de los ochenta, un Cyber de Control Data, y gracias a la dedicación de Juan Lejarreta y Miguel Angel Muñoz, fundamentalmente, se hizo en aquella empresa alguna programación de máquinas herramienta, y hasta pasamos a tres dimensiones una prótesis de cabeza de fémur que nos encargó Alejandro Braña.
Cuando hoy advierto lo fácil que es obtener resultados de complejos problemas de contorno por parte de adolescentes y jóvenes en su primera edad madura que no saben lo que es una raiz cuadrada, me pregunto qué creerán estar haciendo cuando con tres instrucciones intuitivas calculan una estructura de varios pisos, obtienen las isotermas sobre una pieza sometida a varios focos de calor o resuelven en segundos bases de datos interconectadas que hace menos de tres décadas nos llevaban meses de afrontar complicadas ecuaciones.
Tengo varias reglas de cálculo inútiles, dispersas por mi despacho de nostalgias-alguna de longitud superior al metro, capaz de obtener exactitudes de centésimas; con éstas, desde luego, nunca pensé en llegar a cumplir el aforismo que el catedrático de Ampliación de Matemáticas nos recordaba: la regla de cálculo es el peine del ingeniero”- . También acumulo, tablas de logaritmos, libros de cálculo tensorial y análisis numérico y colecciones de arduos problemas de naturaleza metafísica que no tengo la menor idea de cómo pude llegar a resolverlos. Parece ser que había que combinar, en algunos, integrales triples, dobles curvilíneas y ecuaciones diferenciales de segundo orden.
He abierto un libro, dedicado por su autor (Carlos Conde), sobre las máquinas de Turing, que explica los pormenores de los primeros ordenadores mecánicos. Con él en mi regazo, me acomete la pesadumbre de lo que podría suceder si un día, esos móviles de bolsillo que hacen todo tipo de operaciones y búsquedas, gracias a los enanitos sapientísimos que tienen dentro, y que cualquier ignorante se jacta de saber manipular en su última cara versión, dejasen de funcionar por algún hipervirus y las generaciones educadas en la ignorancia digital tuvieran que volver a empezar desde cero, sumando, restando y dividiendo con dos decimales.
El hermoso pájaro del que hoy ofrezco su fotografía, en actitud de canto, es un mito (Aegithalus caudatus). La variedad de esta especie que aquí presento es la propia de la Europa occidental, que tiene las cejas negras. Es característica su larga cola, que le hace parecer algo más grande: en realidad, es un ave diminuta.
La fotografía está tomada a contraluz y poco después del amanecer. Que esas dificultades disculpen la calidad de la toma de la que, perdóneseme la vanagloria, estoy orgulloso.