Sigo con Cuentos para Preadolescentes.
El cofre de las tres llaves
Hace no mucho tiempo y en un país no muy lejano, los habitantes perdían mucho tiempo ideando formas de hacerse la puñeta. La mayor parte de sus acciones estaban regidas por la envidia.
A un pequeño grupo de expertos, eruditos y sabios, que habían viajado mucho y vivido bastante se les ocurrió una gran idea mientras estaban viendo las noticias.
-Hagamos popular un juego de comportamiento con unas normas sencillas pero no negociables -expuso el que tenía la barba con varios claros, porque se la había mesado mucho, tratando de aprender alemán-.
Después de muchas reuniones intercambiando opiniones y pareceres, revisando libros modernos y antiguos escritos en la propia y otras lenguas, redactaron un primer borrador. Cuando la inspiración se les iba, la buscaban en las estrellas y en bocadillos de chorizo. Finalmente, pasaron a limpio sus conclusiones en una libreta de argollas.
-Llamaremos a este invento, democracia -concluyó, ufano, uno de los sabios que, además, era cojo.
-Ese nombre…¿no será marca registrada? -se alarmó el más tiquismiquis de entre ellos.
-Presiento que hemos acabado la obra más importante que verán los siglos en nuestro país- dijo emocionado el más viejo, que no por ello era necesariamente el más listo-. Debemos conseguir ahora que se acepten como regla general.
Para no andarme por las ramas, resumo el asunto central del texto. En lugar de que cada uno hiciera lo que le viniera en gana en lo que afectaba o podía afectar a los demás, se debían aprobar unas reglas que todos debían cumplir. Y para evitar la mayor parte de los conflictos, se nombrarían tres autoridades, totalmente independientes entre sí. Cada una, con una función bien determinada.
Los ciudadanos elegirían cada cierto tiempo, sus representantes. Estos estaban encargados de revisar lo que había hecho el gobierno y podían redactar nuevas leyes que creyeran más convenientes para mejorar las cosas por mayoría simple. Pero no podrían tocar la Ley fundamental salvo que estuvieran de acuerdo el 75% de ellos. Esa ley era una Norma marco que tenía directrices genéricas de funcionamiento del país, desde la forma de Estado, o la elección de los jueces y representantes, hasta los impuestos y todo eso.
Era clave el grupo de los más competentes jueces y expertos en derecho, que interpretarían los casos en que hubiera conflicto de intereses, Cuando emitían su resolución no se admitía discusión. Ellos no podían modificar las leyes, solo debían interpretarlas. Para llegar a ser juez había que estudiar mucho y tener gran experiencia.
En fin, para gobernar los asuntos de diario e impulsar las actividades del Reino, se elegirían periódicamente a los más capaces. Deberían proponer lo que pretendían hacer y tendrían que convencer a la mayoría que sus propuestas merecían la pena. Podían aprobar leyes en casos muy excepcionales, porque esa labor correspondía en general al Consejo de representantes. Tampoco podían interpretarlas como quisieran, porque esa labor correspondía a los jueces.
Con este bagaje, los sabios solicitaron audiencia al consejero del Rey y, cuando se la dio, fueron a Palacio con la libreta de argollas.
Estuvieron un buen rato explicando las virtudes de su idea, tomando café con pastas y unas gotas de licor.
-A mi no me parece demasiado mal -reconoció el consejero del Rey, después de haberlos escuchado y ojeado la libreta-. Habrá que ver lo que piensa el Rey. Porque pasará a ser algo simbólico, como la bandera de los boy scouts o la fórmula de la Coca Cola.
-No le demos muchas explicaciones -sugirió el más joven, que era muy sagaz-. Porque lo importante es que la inmensa mayoría de los ciudadanos aprueben este documento.
Se pasó el texto a limpio, con letra bastardilla. Para sorpresa general, el Rey le dio el visto bueno sin problemas (“Quiero vestir de uniforme de gala cada vez que salga de Palacio”, solo exigió).
Los emisarios y voceros del Reino se encargaron luego de recoger los votos de los ciudadanos, tanto de los que vivían en la periferia de los pueblos como de los que moraban en el mogollón central. Se hizo el recuento, y el ciento diez por ciento estaba a favor.
-Ahora guardaremos el original de esa Norma general en un cofre, con tres llaves, que se guardará en el Salón del Trono, junto a la espada del Campeador y la tiara imperial que perteneció a Carlomagno. No tendrá validez ninguna copia.
Dieron una llave a cada una de las tres personas más importantes del Reino. Una, al jefe de los jueces, el doctor Maximiliano Enfiteusis . Otra, al representante de la mayoría de los representantes, Labio de la Pera. Y la tercera, se la dieron al que era entonces jefe de Gobierno, Buenaventura Alpasar.
Todo fue bien al principio. Transcurrieron cuatro decenas de años, esto es, varias generaciones. El jefe de los jueces, Enfiteusis, se había jubilado, y su sucesor, también, y luego otro y otro más. Ahora mismo había un triunvirato de jueces que no eran precisamente amigos.
El representante de los representantes fue sustituido tan pronto se produjeron elecciones y así se sucedieron varios hombres y mujeres que no duraban mucho tiempo en su posición y, además estaban convencidos de que los jueces tenían demasiado poder.
Por el mismo tiempo, el gobierno se convenció de que había que controlar a los jueces y poner coto a las interferencias de los representantes. Ellos se consideraban capaces e independientes.
Los días se pasaban en medio de discusiones, arreciaban los insultos, los descréditos, las sospechas. No era raro que se llamaran necios, antidemócratas, chorizos, imbéciles o fascistas.
Un día, uno de los jueces menores, ordenando papeles en su despacho, descubrió en un cajón del escritorio una llave con una forma curiosa que no encajaba en ninguna cerradura. Como la llave tenía impresa la corona real, se la entregó al actual consejero del Rey, que estaba entretenido pasando a limpio el discurso de Navidad de los años pasados.
El consejero del Rey no tenía ni idea de para qué podía servir, así que se guardó la llave en el bolsillo. Cuando mudó los pantalones, su mujer la encontró y, como no le encontró utilidad, se la cambió a un buhonero por un tinte para el pelo.
Qué casualidad. Unos días más tarde, la limpiadora de la Casa de los representantes, haciendo limpieza general, halló una llave muy curiosa en el falso fondo de un cajón. La dejó sobre una mesa y, sin darse cuenta, al pasar el paño de sacar brillo, empujó la llave a la papelera. El ujier encargado de meter en la incineradora los residuos, vio brillar algo, encontró la llave, la cogió y, como no tenía ni idea de para qué podría servir, se la cambió al buhonero por una campanilla antigua de becerra.
El jefe de Gobierno, que estaba recién elegido, vio en una metopa colgada de la pared una llave muy curiosa. Le pareció un regalo adecuado para el Rey (que era el nieto del primero de este cuento). Se la mandó por un motorista junto a una nota de cortesía: “Espero que le sirva para algo”
Cuando el consejero del Rey, que abría todas las cartas que llegaban a Palacio, vio la llave, entendió que era muy parecida a la que había guardado en el bolsillo hacía días. Preguntó a su mujer y ella le dijo que se la había entregado al buhonero a cambio de una bagatela.
Por fortuna, el buhonero no andaba lejos. El consejero real se puso muy contento al ver que tenía tres llaves muy iguales. Y le dijo al Rey que podían hacer con ellas un colgante o algo parecido.
-Estas llaves deben tener algún significado -murmuró para sí el Rey, que había estudiado numismática en el Oriente y estaba guardando recuerdos de la monarquía, por si venían mal dadas.
Así que las noches siguientes se dispuso a buscar por todo el Palacio alguna pista sobre la llave. Por eso encontró en el sótano, cubierto de telarañas, el cofre. Probó las llaves, dio una y mil vueltas a cada una, pero el cofre no se abría.
Con indudable disgusto, se lo dijo al consejero real.
-Encontré un cofre en los sótanos y las tres llaves encajan, pero no conseguí abrirlo.
Allá fueron el Rey y el consejero real. Como, en efecto, no consiguieron abrir el cofre, el consejero fue a buscar un bote de K2R y echó un buen chorro sobre la cerradura y las tres llaves.
El cofre se abrió. Dentro, bastante bien conservado, estaba el texto original de la Norma Universal.
-Mejor lo volvemos a cerrar y tiramos las llaves al mar -propuso el consejero.
Y así lo hicieron.
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