Existe consenso en que el mundo es menos seguro desde el 11 de septiembre de 2001, en que se produjeron los atentados a las Twin Tower, cuando unos terroristas de creencia islamista radicalizada, adoctrinados para inmolarse destruyendo infieles, lanzaron aviones de transporte regular civil contra aquellas emblemáticas torres neoyorquinas.
Por supuesto, la cuestión de medir el nivel de inseguridad no es sencilla. Richard A. Clarke, por ejemplo, que fue coordinador del Consejo Nacional de Seguridad con los presidentes norteamericanos de Bill Clinton y de los dos Bush, escribió un libro en 2004 (“Against all enemies. Inside America´s War in Terror”) defendiendo que la fortaleza de Al Qaeda se construyó a partir de las debilidades e indecisiones de los máximos responsables del gobierno.
Sin someterme plenamente a su guión, voy a recordar, a grandes rasgos, lo fundamental de la argumentación del especialista norteamericano.
Se deduce de ella, inequívocamente, que las actuaciones de Estados Unidos en un área geográfica muy concreta acabarían contagiando de inseguridad a la práctica totalidad de los países occidentales. Se generaron nuevas relaciones de tensión en la que la pérdida aparente de protagonismo de la URSS derivó en una complejidad de actores y situaciones y, a esa escalada de inseguridad, han contribuido equivocadas decisiones de la parte de los amenazados .
El mundo no está en guerra abierta (toquemos madera: todavía), sino que se encuentra librando múltiples batallas, que abarcan desde lo económico hasta lo manifiestamente bélico. Sin embargo, esas situaciones de conflicto y tensión se encuentran interrelacionadas, poniendo en evidencia la conexión, real y no forzada, entre los objetivos de tranquilidad y paz de la sociedad civil y la necesidad de acomodar a ellos las respuestas militares, como una parte no separable de la gestión de las crisis.
El protagonismo obcecado de Estados Unidos, con errores terribles de apreciación, tomó derivas muy peligrosas para la paz mundial. Tomando como fecha inicial la de 1979, en ese año se producía la revolución iraní y la invasión soviética de Afganistán. El presidente Reagan envió marines a Beirut, en la idea de proteger a Israel, considerado país aliado.
En un pulso sin posibilidad de éxito, dada la desigualdad de fuerzas, el grupo libanés Hezbolá, con el apoyo de Irán, atentó contra el cuartel militar americano, con coches bomba, causando 278 muertes y, además, asedió la embajada. La respuesta, desproporcionada, e indirecta, involucró a nuevos actores y dejó a Estados Unidos sin control de la situación.
Por una parte, la alianza estratégica con Israel provocó el distanciamiento de una parte del mundo árabe. Por otra, la decisión del gobierno norteamericano de ayudar a los afganos (enfrentándose a Rusia) movilizó, sin considerar las consecuencias, como protagonistas sobre el terreno, a los servicios secretos paquistaníes. Poco después, se autorizó la formación de un ejército de árabes, que fue reclutado por los saudíes. La delicada operación se confió por éstos a un tal Osama Bin Laden.
Al retirarse los soviéticos en 1989, Afganistán quedó abandonado a su suerte y, de forma natural, estalló la guerra civil. La situación acabó de desquiciarse. Los servicios secretos paquistaníes, convertidos en árbitros delegados, fomentaron la colaboración entre Al Qaeda (los veteranos árabes de la guerra afgana) y los talibanes (nueva facción religiosa a partir de refugiados afganos).
El terrorismo de base islamista se conformó así tan cómoda como rápidamente, y el objetivo no tenía dudas. El atentado contra el World Trade Center en 1993 se sabe ahora (escribe Clark) que fue obra de Al Qaeda, pero, salvo esta acción, la serie de actos terroristas que sufrió Estados Unidos se atribuyó regularmente a “lunáticos solitarios”.
Como no se tenía consciencia de la naturaleza del enemigo, las medidas de defensa no estaban claras. El gobierno de Clinton creó y empezó a financiar un programa muy ambicioso para defender el interior del país, en el que primó la dotación económica a la clarificación de las actuaciones que deberían primarse. A finales de 1999, la Casa Blanca puso en marcha la misión de seguridad de las embajadas, enviando expertos a todas ellas que las vigilasen de la misma manera que pudieran hacerlo los terroristas, y el resultado fue que algunas se convirtieron en búnker y otras se abandonaron.
Se obvió la cuestión más importante: enfrente no había un ejército organizado. La ideología islamista radical fue en aumento, en tanto que no se actuaba sobre la vulnerabilidad real, que descansaba justamente, en la pretensión de mantener la seguridad en una civilización muy globalizada, con infinitos puntos vulnerables. La guerra contra el terrorismo creó una pesada burocracia, muy poco efectiva.
Cuando traslado estas reflexiones (que he adaptado a conveniencia de mi propia forma de entender la situación) al contexto europeo y, más concretamente, español, me reafirmo en que es imprescindible aumentar el músculo defensivo civil. Es procedente, por ello, extremar el encaje entre las Fuerzas Armadas con el resto de la sociedad y generar una estructura de comunicación, de información y sintonía entre lo militar y lo civil.
No se trata de prepararse para la guerra, ni mucho menos, sino de extremar la capacidad defensiva, que no puede relegarse solo, -ni siquiera es, hoy por hoy, el último baluarte, involucrados como están en multitud de acciones de paz- a los militares, ni subordinar la actuación de éstos al respeto fiel a la Constitución y al Gobierno legítimo. Por supuesto, esto es así, y debe ser así, pero no basta.
Como en las demás instituciones clave del Estado es preciso confirmar su dinámica propia, su independencia profesional, lo que supone que disponga de una dotación económica y una preparación logística y unos medios de respuesta y ataque modernos, efectivos, adecuados al riesgo que se desea cubrir.
La transparencia de los objetivos de gobierno es clave para entender qué es lo que desea una sociedad democrática de sus Fuerzas Armadas. Para conseguir aquella, hay que propiciar la difusión del conocimiento de sus posibilidades, ordenar y apoyar sus efectivos, dotarlos de medios y estímulos, y hacer sentir lo militar, no como algo distante al resto de la población, sino como parte de su misma esencia.
A nivel europeo, esta filosofía, mejor o peor plasmada aquí, es también imprescindible.
Algunas avecillas pasan desapercibidas, por su timidez, por carecer de rasgos claramente diferenciadores, y, también, por desinterés (decimos de ellas, simplemente, que son “pájaros”). Agarrado con sus patitas a un junco, este cistícola buitrón (cisticola juncidis), fotografiado en Tapia en el verano de 2017, se identifica por su plumaje listado, con las alas cortas y redondeadas. En la fotografía no se distingue el obispillo herrumbroso, aunque sí queda marcado el dibujo caudal y el característico ojo escrutador, anómalo para un ave, por lo demás, diminuta.