Muerte, no te enorgullezcas. Para quienes no conocían o, conociéndolo, no lo querían, el que Luis haya muerto como consecuencia de una caída en una calle de Oviedo, puede convertirse en una anécdota que enmascare el empeño de una vida que discurrió por caminos de la sobriedad, la seriedad y el ejercicio honesto de la inteligencia.
Martínez Noval tenía, exactamente, mi edad. Ambos nacimos en julio de 1948. Nuestros caminos se cruzaron varias veces, en momentos que la casualidad convirtió en intrascendentes, pero que podían haber sido fundamentales, al menos, para mí.
Fuimos ambos penenes en la Facultad de Económicas de Oviedo, cuando era apenas un proyecto, allá por 1976-77. El se encargaba, como profesor asociado, de Teoría Económica. Yo, era ¡encargado de cátedra! de Producción. Eran tiempos, cómo no, convulsos para la Universidad y para la sociedad española. Prometedores, que es tanto como decir, estupendos.
Teníamos muchas reuniones en aquel claustro de urgencia, para definir un futuro cabal para todos aquellos esforzados profesores que apechugábamos con enseñar economía a alumnos que, en su mayoría, casi tenían nuestra edad. Aprendíamos al tiempo. Porque todos disfrutábamos queriendo saber más.
Luis era sensato; batallador, pero coherente. Serio: un serio con sentido del humor.
Luis trabajaba en la Cámara de Comercio y, como otros colegas inolvidables de aquella época gloriosa, hacía estudios pora SADEI, magníficas herramientos de trabajo para conocer bien la realidad empresarial y social de Asturias.
Cuando tuve que elegir entre la Universidad o la empresa, me quedé con la segunda, lo que nunca llegué a lamentar. Me fui a Alemania y allí estuve cinco años intensos, convirtiéndome -así lo creía, al menos- en especialista en temas del Mercado Común.
Por circunstancias que conté en otra ocasión, yo deseaba volver a España. En junio de 1984, Luis me pidió -por intermedio de otros amigos comunes, así era de discreto- un informe urgente sobre la situación siderúrgica en Europa -“para una reunión con Marín”-, que me apresuré a mandarle, encantado de que, después de tanto exilio, en Asturias alguien se acordara de mí.
Pocos días después, recibí la llamada de un desconocido.
Era Pedro de Silva, presidente entonces de la autonomía del Principado de Asturias, que me proponía hacerme cargo de la Consejería de Industria y Comercio, que venía ocupando Jesús Valdés. Acepté sin darle vueltas, convirtiéndome en el Consejero aúlico más breve de la historia de las Autonomías, porque nunca llegué a ocupar ese puesto, al haber sido objeto de una necia conspiración abortista.
Como las crónicas reflejan, el ministrín sería otro buen amigo, Julio Gavito, compañero en la ingeniería de minas, mucho mejor dotado que yo para soportar zancadillas.
Luis pertenecía a un grupo de profesionales asturianos que no será fácil que vuelvan a producirse ni ellos a juntarse, porque las circunstancias que se dieron han desaparecido. De aquella época, algunos ya han caído, acompañados de ese olor de santidad que se concede fácilmente a los que se van primero, pero que se les suele negar mientras vivían, encubriéndolo de tufos y humaredas. Otros, están/estamos dispersos y distantes, aunque no se nos pueda calificar, sin más, de distanciados.
De las generaciones más nuevas, se sabe poco, salvo que se les ha persuadido de vivir en un país en crisis. ¡Novedad bajo el sol!
Me imagino, al leer algunas necrológicas que le dedican los que quizá conocieron a Luis más y mejor que yo, que estaba dispuesto para hacer muchas más cosas de las que hizo. Era una de las cabezas más visibles del grupo de los fabianos, defensor de la actividad socioeconómica impulsada desde el sector público, un principio activo al que los asturianos sabemos bien que no se puede renunciar sin que se nos caigan los palos del sombrajo.
Estoy seguro, con todo, de algunas de las tareas que Luis llevaba preparadas para el futuro. Disfrutar más de su familia, gozar de la charla con los amigos. Paladear el mérito de una tesis doctoral tardía, pero que será útil para muchos. Enseñar, seguir enseñando, desde la experiencia de quien ha tenido una larga trayectoria política -ministro, diputado, vocal del Tribunal de Cuentas, portavoz parlamentario- e incluso empresarial -últimamente, era miembro del consejo asesor de Hidrocantábrico – a los que no saben e incluso, con paciencia, a los que no quieren saber.
Murió por una caída fortuita. De otros muchos empujones, estos figurados, había conseguido sobrevivir.
Descansa en tu paz, Luis. Allí te habrás encontrado con otro compañero de talante muy similar, Emilio Murcia, al que tampoco podré olvidar. Y, si hay más allá, habrás empezado a relacionarte con los que saben para, con discreción, tratar de mejorar la situación. Que todo es perfeccionable, si se atiende a descubrir las fortalezas de cada uno.