El caso de la ex comandante Zaida Cantera, que en realidad es el caso del coronel Isidro Lezcano-Mújica, condenado a dos años y diez meses de cárcel por acoso sexual, ha abierto al público en general la cuestión, de resolución en absoluto trivial, en torno a tres asuntos que guardan una relación entre sí que tampoco es sencillo calificar: a) si debe existir un Tribunal de Justicia Militar, b) si existen delitos que solo puedan ser cometidos por militares o, excepcionalmente, por civiles en casos concretos y c) si delitos comunes -recogidos en el Código Penal general- pueden ver agravado el tipo de lo injusto cuando el sujeto o la víctima son militares y, en ciertos supuestos, cuando el lugar, el medio utilizado o el objeto afectado, pertenecen a la esfera militar.
El debate lleva abierto desde hace décadas, y es bien conocido por los especialistas que no existe una línea uniforme entre los Estados, incluso entre los considerados democráticos y, de entre ellos, los supuestamente más avanzados en el respeto a los derechos y deberes. No voy por ello, en este breve comentario, más que a referirme -y sin profundidad- a dos características muy relevantes, en mi opinión, del caso Lezcano-Mújica.
Que un supuesto delito o falta común, suficientemente caracterizada en su tipo y agravantes, por el Código Penal español vigente, como es el acoso sexual, sea analizado por un Tribunal Jurídico Militar, es, sin duda, una anomalía conceptual y un exceso de segregación jurisdiccional. En principio, podría suponerse que el atraer un caso de justicia común al ámbito militar, para juzgar el acto hipotéticamente ilícito cometido por un superior contra una inferior, es indicativo de que se pretende juzgar con mayor benignidad -protegiendo al mando de mayor grado- la cuestión.
No ha sido, sin embargo, éste el caso. Lo afirmo, independientemente del efecto mediático conseguido por el talante personal, la fuerza expresiva y la credibilidad emocional de los argumentos, ingredientes expuestos públicamente, para consumo y análisis general, por la comandante Cantero. Me abstraigo de la escasa, y cuando la hubo, posiblemente merecedora del calificativo de deplorable, intervención por parte del Ministerio de Defensa, que solo aportó leña a la subjetividad del tema. Y lo hago, en fin, al margen de otros factores, como pueda ser la confusión popular respecto al papel de las fuerzas armadas en tiempo de paz, heredera en mala parte del comportamiento chulesco de algunos de los militares levantiscos en la postguerra, y sometida, entre militaristas y pacíficos, a esquizofrenias o maniqueísmos que precisarían urgente revisión social.
Desde la serenidad, y la comparación con otros procesos judiciales, el esfuerzo de instrucción en el caso que pretendo comentar, ha sido importante…y, sin duda, excesivo. En el ámbito civil, ese caso no hubiera alcanzado especial relevancia -seguramente, ninguna-, sepultado por centenares de otros similares, de los que -sospecho, a falta de mejores datos- la mayoría son sobreseídos o archivados sin el menor progreso procesal, por falta de pruebas y testigos.
En la jurisdicción militar, sin embargo, a la que llegan pocos asuntos de este cariz, y dado el efecto de apetitosa difusión en los medios que alcanzó, la instrucción resultó altamente pormenorizada y, además, los juzgadores se encontraron sometidos a una indudable presión, observados con lente de aumento. No solamente el tribunal, sino, y sobre todo, el acusado se convirtió en sujeto de una disección en toda regla.
Puede que, observado en esa situación incómoda, de tener que defenderse de la acusación de un inferior jerárquico -¡y mujer!-, a salvo del círculo de amigos y conocidos, que se expresarían comprensivos con su relato, el coronel no haya sido capaz de despertar la menor simpatía. Dio la imagen de un tipo más bien zafio, al que se le podrían atribuir -por sus infaustas declaraciones en el proceso- los adjetivos de prepotente, machista y petulante…
Elegido como buco emisario, macho cabrío expiatorio de la necesidad de humillar, de vez en cuando, a algún superior como redención de lo que tenemos que soportar de toda autoridad, la pieza resultó excelente. Hay que admitir, sin embargo, que su perfil no se diferencia un ápice del de tantos y tantos individuos que andan por ahí, que están a nuestro lado, tocando al disimulo muslos, rozando como si tal cosa carnes contra carnes, echando miradas con intenciones que podrían entenderse como rijosillas, y, cuando se encuentran en lo que creen auditorio adecuado, presumiendo de haberse ligado a secretarias, subordinadas, esposas ajenas y colegas, animando a los suyos a evadirse a un burdel para festejar un logro, y aprovechando cualquier ocasión para lucir sus dotes de contador de chistes e historietas -reales o inventadas- en las que el héroe es el villano, la mujer el objeto, el homosexual o el diferente, el objetivo de la chanza.
Que el caso haya sido tratado en la jurisdicción militar y por un tribunal constituido por militares (independientemente de que le corresponda la última revisión al Tribunal Supremo), ha perjudicado al encausado. Su condena es excesiva, porque se tuvo en cuenta, y de forma especial, la gravedad del prevalimiento como superior militar.
Pero, además, el que el caso se haya visto en un Tribunal jurídico militar ha perjudicado a la víctima. La comandante Cantera, cuya vocación militar es evidente, y así lo ha reconocido ella misma y su brillante historial, ha visto su carrera abortada. Y puedo sospechar que su esposo, también militar, no tendrá un camino precisamente de rositas hacia el generalato.
Un caso, por tanto, para meditar, hurgando entre todos sus matices, analizando los condicionantes, extrapolando sus consecuencias.