Como otros años, he confeccionado este improbable Mensaje de Navidad para Su Majestad El Rey Felipe VI. Soy consciente de las tremendas limitaciones constitucionales, políticas y prácticas que impiden que el Monarca y la Casa Real construyan y difundan un discurso que refleje, con libertad, la valoración de Felipe VI sobre la situación actual del país y las instituciones, incorporando aspectos de su propio estado anímico y de las complicadas relaciones familiares.
Esta es mi propuesta:
Ciudadanos:
Este año que ha sido bastante malo para casi todos, no lo ha sido tanto para mí. Es cierto que tuve momentos delicados, pero debo agradecer a mi sicóloga y a los ejercicios de distensión oriental el que me ayudaran a ver las cosas que me suceden y suceden a mi alrededor como si se tratara de una película, de la que fuera espectador y no agente.
Esta técnica del distanciamiento, aplaudida también por expertos juristas constitucionalistas a los que consulté -y cuya efectividad confirmaron algunos gurús y videntes- supone el estricto cumplimiento de lo que está indicado como comportamiento adecuado para la Jefatura del Estado, según la Constitución.
Reconozco que me costó algo entenderlo, aunque finalmente, lo comprendí y tengo asumido. Soy un personaje etéreo cuando represento al Estado. Existo, pero no existo para nada de lo que se quiera ver en mí fuera de mi papel institucional. Soy como un ser extraterrestre, una imagen de lo divino o extraterrenal, lo que, como sucede con Dios, algunos me quieran ver como una figura innecesaria, prescindible, inútil.
Se que algunos de vosotros os alarmasteis e incluso disgustasteis cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez -Perico para los amigos-, pareció ningunearme cuando, hace días, en la inauguración de un nuevo trayecto del ave, entró en un vagón mirando su móvil, pasando por delante de mi. No fue tal. No quiso ofenderme ni, mucho menos, a lo que represento.
Tampoco es que no me haya visto. Me vio, claro. Quiso dejar claro ante todos vosotros esta idea: que yo soy etéreo, de naturaleza impropia, que no existo como mortal, sino solo como personaje de los cuentos de hadas y que no sirvo para nada, salvo para dar lustre a los actos con uniforme y bandera.
Fiel al mandato constitucional, soy un Jefe de Estado de una monarquía parlamentaria en la que cada partido defiende cualquier idea que se le pase por la cabeza a sus dirigentes, ya sean separatistas, republicanos, liberales, comunistas o revolucionarios. Yo los represento simbólicamente a todos, luego no existo.
Debo aclarar, para quienes no estéis muy duchos en la Historia de España reciente, que la invisibilidad del Rey no es consecuencia directa de la Constitución, sino de su cabal y progresiva interpretación por eminentes exégetas y, últimamente, por los independentistas catalanes y los terroristas vascos.
El primer intérprete, fue mi padre, hoy exiliado, viviendo en un pequeño país, a cuerpo de emir. El fungió como Jefe de Estado simbólico hasta que decidió abdicar en mi persona, suicidándose oficialmente y abriendo la oportunidad de que se le pusiera a caldo.
Mucho antes, aconsejado por expertos que buscaban lo mejor parael país, admitió que, en lugar de los poderes omnímodos que le corresponderían como hijo adoptivo y sucesor de Franco -el primer ganador de la guerra civil, al que siguieron otros, en otros bandos-, estaría en la cúspide de un sistema democrático, parlamentario, representativo, plural, en el que los poderes de las instituciones del Estado -de gobierno, judicial y legislativo en particular- fueran independientes. Le dieron un gorro grande y una patada en el culo.
Mi padre sigue siendo, para mí, un modelo. Siempre se tomó los sucesos a la ligera, por graves que fueran y supo disfrutar de los mejores placeres de la vida, que ya imagináis cuáles son.
Cuando le pidieron participar en un golpe de Estado, preparado para que los militares tomaran otra vez el poder -porque la situación se había complicado y estaba amenazada la unidad sentimental del Reino-, consolidó lo que sería su norma de actuación: hacer como que no se enteraba de nada hasta que las aguas volvieron a su cauce. Es decir, aparentar que era transparente, oficialmente inexistente. Vaya si lo consiguió. Quienes lo veían, aparentaban no verlo. Como en el cuento del Rey que va desnudo, pero vestido.
No quiero hacer un juicio sobre mi padre, porque admito que nunca estaré a su altura. Lo intenté. Como ya comenté en otros Mensajes, quise acercar la Monarquía al pueblo, cuando mi augusto progenitor me confesó que pensaba abandonar la Corona para construir una nueva familia y, por eso, me casé a tiempo, por amor y por convicción con una plebeya, a la que daba gusto oir hablar. Por cierto, gracias a ella, manejo el telepronter de manera formidable…ya quisieran Sánchez y Bolaños tener esa destreza.
Me preocupa, como a vosotros, la guerra en Ucrania. Me han dicho que Putin tiene un misil apuntando hacia la Zarzuela y he enviado un mensaje claro a sus asesores de que, si quiere causar algún impacto real, llegado el caso, apunte hacia la Moncloa. Como soy etéreo, simbólico, no tengo efectos terrenales. Quien concentra todos los poderes visibles, carnales, del Estado es Sánchez, por su gracia.
No tengo problemas económicos, ni los preveo. Somos muy ahorradores, y reciclamos mucho. Siendo la familia real más pobre del planeta, si hubiera necesidad, podríamos emplearnos en una multinacional. Mi esposa y mis hijas saben idiomas y tenemos experiencia en nadar y guardar la ropa. Varios jeques se han ofrecido a acogernos, si vinieran mal dadas y dejaran de consignar nuestra asignación, anual para mantenimiento de la Casa Real , dedicando el dinero crear un nuevo Ministerio.
Este Mensaje de Navidad es algo más corto que en años anteriores, porque la Reina y yo hemos decidido que ya está bien de paripé. Si queréis leer los lugares comunes y los consejos melifluos de siempre, repasad cualquiera de los anteriores.
Me vuelvo al estado de confort. Mío y vuestro. El tipo alto y guaperas que acompaña al ministro de turno, acude a la Pascua Militar hecho un pincel, saluda a las banderas (y espadas) de los países a donde me llevan y aguanta con una sonrisa los insultos de algunos catalanes aparentando, con mi presencia, que este país está en orden.
¡Salud y cerveza, amigos!