La silla de San Pedro en el Vaticano quedará libre en la tarde del 28 de febrero de este año singular, cuando S.S. El Papa Benedicto XVI se retire a Castelgandolfo, haciendo efectiva la dimisión que anunció hace un par de semanas. Y la iglesia católica quedará sin representante de Dios en la Tierra hasta que el Cónclave de los cardenales encuentre, por inspiración del Espíritu Santo, un sucesor.
Han sido muchas las conjeturas en torno a esta dimisión papal, construídas sin dar credibilidad a la razón expresada por el propio Pontífice: avanzada edad y falta de salud, imprescindible para llevar a buen término la encomienda de máximo director espiritual de los católicos, que lleva aparejada otras obligaciones -más incómodas y cuyos fallos son de difícil ocultación, por ser terrenales-.
El Papa emérito se propone, al parecer, meditar y estudiar hasta el fin de sus días, enclaustrado en el convento de su retiro. Seguramente, concluirá un nuevo libro sobre la singular vida de Jesús -en este caso, sobre su madurez, ejemplo de vida adulta y apostolado- que dará mucho que hablar, entre fieles e infieles. En ese volumen, escrito con la finura del analista teológico que siempre dió muestras S.S. de llevar dentro , no faltará, siempre como hipótesis, algún comentario o análisis sobre las razones del descenso brutal de las vocaciones religiosas en Europa.
Según me han dicho, solo 500 seminaristas siguen los estudios para alcanzar el título hasta hace muy poco, prestigioso, de sacerdote en los centros de toda España. Nada que ver con los tiempos postguerreros de aquella España heroica, católica y grande, en la que, por ejemplo, solo en Comillas más de 3.000 jóvenes estudiaban los entresijos de la palabra de Dios, escudriñando su significado, junto a otras enseñanzas más de andar por casa, a la espera de alcanzar algún día el privilegio de la tonsura.
Las consecuencias de las escasas vocatios se pueden ver en casi todos los pueblos de este país que ha dejado oficialmente de ser católico, (e incluso, lo que ya es gravísimo, de apreciar lo ético). No hay servicios divinos más que quizá una vez al mes; un mismo sacerdote tiene que atender, obviamente a la trágala, seis o diez parroquias, repitiendo una y otra vez cada día los ritos y pláticas correspondientes ante un público mínimo, tantas veces compuesto de solo cuatro ancianas y un par de beatos de puchero.
Solo en los funerales -y en las fiestas patronales- se llenan las iglesias. Ante el cuerpo presente del vecino fallecido, el único mensaje que escuchan impávidos tantos incrédulos, mientras pasan frío y miran los desconchados abiertos en las paredes y el techo, es un recetario sobre la inmortalidad del alma, el episodio de Lázaro y esa teoría esotérica de la promesa de resurrección de la carne el día del Juicio final.
La ausencia de vocaciones patrias ha propiciado que los sacerdotes nativos se concentren en las grandes ciudades (1) y quienes ocupan hoy mayoritariamente las sedes vacantes parroquiales en los miles de pueblos mínimos de España, sean latinos. Sacerdotes hondureños, nicaragüenses, ecuatorianos, etc., que han cruzado el charco con su fe a cuestas y que, con sus acentos ceceantes y sus expresiones variopintas , hablan, en las iglesias que les han puesto en las manos, de dioses, vírgenes y deberes religiosos con tonos y modos que suenan a país de misiones y a película con tribu multicultural.
Porque estamos en tierra de misiones. Misiones imposibles. Elí, Elí, lama sabactani?
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(1) Debo decir que estos curas citadinos no tienen garantizado vivir mejor que los de aldea. Conozco quienes malviven, ocultando como pueden su penuria y sometidos a un trabajo atroz, haciendo labores de ayuda social y consuelo síquico y físico, que les separan de otros de su misma carrera, éstos preocupados por problemas alejados de la realidad (y, si se me permite, también del espíritu)