La magnífica red de transporte público de Madrid-capital, mi concienciación ambiental sin resabios tecnicistas de que hay que restringir a lo indispensable la utilización del vehículo propio y, no en último lugar, la drástica reducción de mis ingresos por la engañosa jubilación activa, me han desconectado bastante del mundo del taxi como usuario.
Sin embargo, el tratamiento experimental (fármaco vs. placeb0) que recibo desde hace un año y su intenso seguimiento -sufragado por Roche y la Unión Europea-, me acercaron al funcionamiento de las plataformas VTC; es decir, de Uber y Cabify.
De esa experiencia personal, surgió la convicción de que el “gremio del taxi” tiene bastante que aprender en punto a la calidad ofertada. Los conductores de los vehículos que me atendieron en este año (más de cien viajes), todos sin excepción -españoles como extranjeros- respondían a una base de homogeneidad de muy alta gama, eran el resultado eficiente de una concienciación de que debían brindar al usuario un servicio irreprochable.
Tengo suficientes familiares, amigos y conocidos entre los usuarios del servicio público del taxi en Madrid o Barcelona para poder afirmar que el mundo del taxi no ha conseguido eliminar, sino al contrario, las ha exacerbado, las actitudes negativas, molestas, incluso desagradables, de algunos individuos que se dicen taxistas porque ocupan un auto con licencia para ese cometido.
La amabilidad, corrección en la vestimenta y cortesía de los conductores de TVC, la limpieza exquisita de los vehículos que usan (privados como de las empresas), la puntualidad del servicio (incluida la llamada al móvil si el estado de la circulación provoca el mínimo retraso), la atención general al pasajero sin la menor interferencia del capricho del conductor (temperatura, emisora de radio, velocidad, lugar de parada, etc.), la conversación respetuosa o el silencio concentrado a voluntad del pasajero, parecen ser las normas principales que rigen la actuación de quienes conducen los impecables automóviles, soportados, puede uno imaginar sin esfuerzo, por una estructura que funcionaba sin fisuras.
Qué alivio saber que el conductor del coche que me recogía en el aeropuerto, en los Juzgados o en el Hospital, para conducirme a casa no mascullaba improperios cuando le comunicaba la dirección, quejándose porque había tenido que esperar nosécuántas horas para conseguir aquel miserable viaje que yo le estaba demandando. Qué tranquilidad saber que no tenía que tapar mis pituitarias para evitar, en lo posible, el flujo del tabaco o del sudor que impregnaban el vehículo. Qué agradable sensación poder indicar, antes de iniciar el viaje, si deseaba o no escuchar esa música, o ese comentarista radiofónico o concentrarme en el silencio. Qué maravilla resultaba advertir que el conductor recogía mis pertrechos del maletero y los depositaba con cuidado en la acera e, incluso, se ofrecía a llevarlos hasta el portal.
Por supuesto, aunque no conozco a todos los taxistas de Madrid o Barcelona, doy por seguro de que una mayoría son serios, educados, responsables y cumplen con lo que cabe exigir a su profesión, como servicio público. El Ministerio de Transporte ha dado a conocer que existen 65.973 licencias de taxi en España frente a 13.125 licencias de los Vehículos de Transporte Concertado (VTC). Sabemos también que en Madrid son 15.576 los taxis frente a los 6.559 vehículos VTC(es decir, el 29,6% del total) y en Barcelona, respectivamente, 10.991 frente a 2.283 (el 17,20%). No parece que las cifras alcancen características de escándalo.
Escribo estas líneas el 25 de enero de 2019, cuando los taxistas de Madrid y Barcelona llevan en huelga de varios días. No tengo muy claro lo que piden exactamente, aunque me esfuerzo en entender que su exigencia fundamental es que se implemente una regulación que restrinja la libertad de contratación de vehículos a las plataformas de transporte concertado. La regulación del transporte es competencia transferida las autonomías, que son las que se encuentran con la patata caliente de esas reivindicaciones.
En la Comunidad de Madrid, donde aún gobierna el Partido Popular con el apoyo de Ciudadanos, la patata quema las manos de mi colega de carrera de ingeniería Angel Garrido, emparedada su capacidad de acción entre el gobierno central donde aún coaligan PSOE y las fuerzas separatistas y oportunistas y el equipo local de la supermagistrada Carmena, ocupada en la prolongación de su mandato en la alcaldía con nuevos mimbres. En la Comunidad catalana, el desbarajuste competencial ha puesto el protagonismo para resolver el conflicto en la incalificable Ada Colau y las mareas.
Puede que los taxistas tengan alguna razón, pero la razón que tienen debe ser poca, y la poca que tienen, la han perdido, para mí al menos, por la forma de reclamarla.
Porque, como ciudadano, como usuario del taxi cuando lo necesite o me de la gana y como trabajador autonómo o empleado que no tiene forma de presentar sus deseos, y argumentar sobre sus derechos más que en los tribunales de justicia o por la vía de los representantes políticos legítimamente votados, no quiero ser rehén de nadie, y menos aún de quienes detentan la responsabilidad de ofrecer un servicio público.
No puedo quitar de mi cabeza el rostro de un par de energúmenos (desconozco su posición en el gremio de taxistas madrileños, pero debe ser importante) gritando blasfemias, amenazando a otros ciudadanos, envenenando la imagen exterior del país, enfrentándose a las fuerzas del orden -que hacen su trabajo, nada fácil, de garantizarlo-, paralizando vías públicas y dificultando con ello el transporte a los aeropuertos y estaciones ferroviarias, a las Ferias y Certámenes, y, en fin, quitando tiempo para ir al trabajo, al ocio a a sus hogares a cientos de miles de inocentes, ajenos a su problemática, como los taxistas son ajenos a la suya particular.
Hay que revisar el derecho a la huelga, señores legiferantes. La huelga de los taxistas ha puesto, otra vez, el dedo en la llaga de un derecho demasiado laxo, incompatible con la necesidad de mantener servicios públicos y con la honestidad y seriedad exigible a quienes están obligados a ofrecérnoslos sin mácula. No quiero que se me utilice como rehén de ninguna pretensión, por legítima que parezca a quien la ponga sobre la mesa. Ni controladores de vuelo, ni conductores de metro o autobús, ni pilotos de aviación, ni encargados de seguridad de centros públicos, ni, sin pretender ser exhaustivo, taxistas. Como no sería tolerable -ni imaginable, seguramente- encontrarnos con una huelga de guardias civiles, militares o policías nacionales.
La huelga de taxistas ha significado un aldabonazo sobre la democracia, la libertad económica, la capacidad de negociación de los políticos y el uso torticero de medios para conseguir lo que un colectivo reivindica como justo. De todos esos factores, hemos sido rehenes, lo estamos siendo mientras dure la huelga de los taxistas.
En mi opinión, además, se han disparado un tiro en el pie. Salgan como salgan del conflicto, habrán perdido.
Este ave que sale del agua dando aletazos apresurados, es un charrán común (sterna hirundo), con su plumaje de verano, distinguible sobre todo, en este caso, dado el ángulo de la toma fotográfica, por la “boina” negra de la cabeza, que le llega a la altura del ojo; aunque no se aprecie claramente aquí, el pico del ave es rojo anaranjado, que pasa a ser de color gris negruzco en invierno. Las primarias interiores, traslúcidas, contrastando con las exteriores, más oscuras (formando una cuña) y el comportamiento cuando está pescando, pues se cierne y zambulle con brusquedad cuando detecta una presa, son otras características de este ruidoso y simpático miembro de la compleja familia de los charranes.