Una fábula sobre las vecindades y sus riesgos.
Las águilas perdiceras y sus vecinos, los carboneros comunes
Ya sabéis que del comportamiento de los animales se puede aprender mucho. En realidad, de todo lo que nos rodea. Cada planta, cada animal, tiene una historia detrás, que habla de su evolución y sus adaptaciones para subsistir. Incluso los minerales y las rocas pueden transmitirnos enseñanzas muy valiosas, aunque desarrollar esto lo dejaremos para otro momento.
Acaeció que en una de las encinas más altas de la dehesa, anidó una pareja de águilas perdiceras que, como su nombre común indica, se alimentan sobre todo de perdices. Eran comienzos de la primavera, y la hembra estaba incubando dos huevos con los que confiaba cumplir con su obligación natural de prolongar la especie.
Un carbonero común -pajarillo que habréis visto multitud de veces, con plumas de un bonito color azul verdoso en cabeza y alas, contrastado con el color amarillo del pecho en el que parece llevan una corbata-, que andaba buscando un buen lugar para instalar su propio nido, se fijó en el de las águilas, y se acercó para preguntar:
-Qué nido más hermoso y más bien construido tienes, compañera. ¿Te importaría si hago yo el mío junto al tuyo? Esta rama en la que está parece muy resistente y no te digo nada de las vistas que se pueden disfrutar desde esta atalaya.
-Haz como quieras -le contestó el águila-. Espero que no molestes mucho con tus cánticos. Mis pollos están a punto de salir del huevo y quiero que crezcan sanos y sin molestias.
El carbonero lo comentó con su pareja y, como eran jóvenes y sin experiencia, a ambos les pareció una oportunidad estupenda, tener tan fuertes y poderosos vecinos.
Así que se instalaron en la misma rama de la encina, entendiendo que su nido quedaba perfectamente camuflado detrás del de las águilas. Se sentian, además, bien protegidos de cualquier acechanza o peligro, pues el gran nido del que eran vecinos actuaba de elemento disuasorio. Los linces, los ratones de campo, los zorros y hurones, entre otros animales que eran un peligro para los carboneros, ni siquiera osaban acercarse a la encina.
Pasó algo de tiempo, y los dos pollos del águila perdicera salieron de sus huevos y estaban creciendo muy bien. Sus padres, con un trabajo y dedicación encomiable, traían perdices y codornices al nido regularmente, que sus cría desollaban y engullían ávidamente.
La pareja de pájaros carboneros crió siete avecillas que, gracias al denodado quehacer de sus padres, se desarrollaban también rápidamente. Se alimentaban de moscas y mosquitos y algunos coleópteros y ya empezaban a saborear los granos de trigo y avena que les aportaban al nido.
Los papás carboneros no desaprovechaban ocasión de presumir de sus vecinos y de las buenas vistas que, desde su nido, tenían de la dehesa.
-Son muy simpáticos y amables -argumentaban a los amigos que vivían ocultos entre las zarzas y los matojos-. Desde nuestro nido en lo alto, no se nos escapa nada de lo que pasa abajo.
-No sé, no sé -replicaban algunos, revoloteando rápidos tras las mariposillas y polillas, que se apresuraban luego a llevar a sus nidos en la espesura de los matorrales.
Cuando los volantones de perdicera estaban ya suficientemente grandes para abandonar el nido en un par de días más, sucedió que los humanos propietarios del campo, que era una reserva de caza, organizaron una gran batida. Los disparos de las escopetas sonaron desde el alba hasta después del atardecer, haciendo un ruido ensordecedor y continuo.
Era imposible dormir con tanto estruendo. Quizá lo peor fue que liquidaron casi todas, por no decir, todas, las perdices y codornices del campo.
Las águilas perdiceras, en consecuencia, no tenían nada que dar de comer a sus crecidos pollos, que tampoco estaban plenamente fuertes para volar por sí solos.
Así que tuvieron una conversación muy seria con sus vecinos, los carboneros.
-Sabéis que nos hemos comportado hasta ahora como buenos vecinos -argumentó el macho de las perdiceras-. No tenemos tampoco queja de vosotros. Pero estos días son de grave crisis para nosotros. Por mucho que volamos de aquí para allá, no encontramos una sola perdiz ni codorniz con la que alimentar a nuestros hijos, a los que falta solo un último empujón de carne para que vuelen por sí solos y así vayan a otros campos alejados, donde encuentren con qué alimentarse por su cuenta.
Los carboneros vieron los nubarrones que se cernían sobre ellos.
-¿Habéis probado darles ratones, hurones o conejos? Hay muchos en este terreno-dijo la hembra carbonera. Al mismo tiempo, ordenó a su prole que dejara de piar por unos momentos.
-Lo hicimos, pero no les gustan. -fue la respuesta de una de las águilas al pertinente comentario-Están tan acostumbrados a las perdices que solo les apetecen aves. Y, la verdad, como nosotros mismos estamos débiles porque llevamos unos días sin comer, nos es muy difícil cazar a jilgueros, pardillos o trigueros, que son tan ágiles.
Y, convencidas de que no había por qué emplear más palabras para justificarse, con un violento movimiento de sus garras y picos, las águilas perdiceras cogieron las siete crías de carbonero y a sus padres y se los entregaron sin remilgos a sus hijos, para que comieran.
Deja una respuesta