En el momento en que redacto este Comentario, 31 de mayo de 2018, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, se confirma como ganador de la moción de censura presentada por su partido contra el presidente de Gobierno, Mariano Rajoy. En consecuencia, a partir de mañana mismo -a más tardar, el sábado, una vez que los resultados de la votación en el Congreso de Diputados sean presentados al Rey Felipe VI-, será el nuevo Presidente de Gobierno de España.
No es el cambio de presidente de Gobierno, ni mucho menos, lo que mueve al análisis matizado y tiñe de incertidumbre el futuro político inmediato. Son los apoyos que ha conseguido el candidato, para hacerse con el máximo poder ejecutivo en nuestro país, los que ponen demasiadas incógnitas sobre la necesidad de estabilidad imprescindible para salir con solvencia de un embrollo de magnitud espeluznante.
Ni los antisistema de Unidos-Podemos, embarcados en una notable falta de credibilidad y liderazgo, ni los nacionalistas vascos, ni mucho menos, los independentistas catalanes, que son los que habrán aupado a Sánchez a la Presidencia, ofrecen garantía de tranquilidad ni conceden margen para gobernar con solvencia.
Las discrepancias de ideológicas entre los votantes de cada uno de esos partidos, la deriva anti-constitucionalista de los partidos separatistas y, en fin, la total ausencia de sentido de la realidad política del grupo pre-revolucionario que alimenta Podemos y sus adlátares, aseguran un panorama bronco, de contestación callejera y persistencia en la caída de la economía, que se acelerará.
¿Es que debe entenderse que apoyo que Rajoy permanezca en el Gobierno? En absoluto. El Partido Popular, confirmada la participación sustancial de miembros muy destacados de la coalición en la corrupción que ha convulsionado los cimientos sociales de España, no tiene ninguna opción de mantener un rumbo serio, estable y creíble, para la economía.
Habrá ministros que sepan -y hasta puede que quieran- hacer las cosas profesionalmente con pulcritud, pero no se puede sostener el gobierno del Partido Popular. Las cifras concretas no importan tanto como la descubierta pública de la corrupción económica con la que se alimentó parte de la fuerza electoral. Una vez que la judicatura, en un trabajo impecable pero implacable, ha puesto de manifiesto la verdad que se esconde tras las cifras del Partido Popular, y el objetivo deplorable de enriquecimiento personal de demasiados de los que se encontraron en núcleos de decisión relevantes para nuestra sociedad, el cambio, no solo de rostros, era imprescindible. El PP está muerto como partido.
Yo hubiera preferido un cambio de gobierno sustentado en una coalición PSOE-Ciudadanos, que me parece mucho más homogénea (y serena para los mercados y la sociedad) que el desbarajuste institucional, como vaticino, sin mayor esfuerzo mental, que se producirá a partir de junio.
Mi deseo voluntarista no se cumplió y, con la gran mayoría silenciosa, me convierto en espectador involucrado (¡qué remedio!) en el devenir inmediato. Mi bola de cristal, ya bastante desgastada por el uso, presenta como panorama un guirigay de manifestaciones callejeras a favor de la independencia de Cataluña (y del País Vasco, claro), soflamas identitarias que no solo ignoran la Historia real, sino que alimentan el desorden jurídico y atentan contra la noble identidad española y desprecian la solidaridad y respeto debidos entre pueblos.
No solo eso, el gobierno de Sánchez se encontrará con la necesidad de lidiar con reclamaciones desmesuradas que, surgidas del desequilibrio económico y social, no tendrán posibilidad de ser atendidas con sensatez y oportunidad.
Y no me olvido, no, de que la monarquía está hoy más débil que nunca, y se agudizará su tensión de supervivencia en un pueblo que siempre fue monárquico (religión obliga) pero no se atreve a reconocerlo, porque todos nos sentimos indefectiblemente republicanos de corazón y revolucionarios de intención. Cuando se conozca, por fin, la sentencia inapelable del caso Noós, Felipe Sexto y su consorte plebeya Letizia sufrirán un revés personal que también afectará al supuesto carácter superior y quasi-sagrado de la rancia institución monárquica.
Esto será así, porque para dispararnos a los pies y preparar eternamente la próxima revolución no tenemos competencia. En Europa, desde luego que no; ni en Italia, ni en Grecia, ni en los Balcanes.
Buena suerte, presidente Sanchezstein. La necesitas, la necesitamos todos.