Se celebraron ayer -5 de enero- las exequias de Benedicto XVI, Pontífice máximo de la Iglesia católica hasta que decidió dimitir del alto designio de ser representante de Dios en la Tierra, cediendo el báculo papal, la tiara y la delegación transmitida por medio de un Concilio, al Papa Francisco.
La figura de la representación, que tantas páginas eruditas ha venido provocando en los Códigos civilistas de todo el mundo, no tiene idéntico desarrollo en el Derecho canónico, bajo la verosímil y respetable razón en que el mandante, el principal, el representado, no se manifiesta más que excepcionalmente. Y, cuando lo hace, es por medio de signos, señales que exigen la interpretación de formados exégetas de sus hierofanías.
El Papa ahora fallecido fue un reputado intérprete de las Sagradas Escrituras, que son, para las religiones con devociones más extendidas, la expresión escrita de la voluntad divina y, por tanto, una guia irreemplazable de los designios que nos tiene encomendados a los mortales. Para su representante en la Tierra, esas páginas sagradas son un libro de instrucciones al que acudir, como orientación permanente, fuente para refresco de los credos, caudal de inspiración para enseñar y propagar su doctrina.
Joseph Ratzinger -el nombre civil del Papa fallecido- escribió muchos libros sobre teología, analizando con rigor, desde una muy profunda formación humanística, cientos de textos religiosos y filosóficos, para obtener conclusiones o propuestas sugerentes y, desde luego, sensatas.
Quisiera comentar ahora, como homenaje particular al fallecido, algunos detalles de uno de sus libros más admirables: “La vida de Jesús” (Edit.Planeta, 2012).
Es sorprendente, para quienes hemos estudiado las Sagradas Escrituras como mensaje divino en su dicción literal (particularmente, en lo referente al Nuevo Testamento) que se nos ilustre sobre el plano simbólico y metafórico de los textos sagrados.
Los Reyes Magos no existieron y son, seguramente, solo un símbolo, una referencia integradora de los tres continentes conocidos entonces: Asia, Africa y Europa. No venían de Oriente, obviamente, sino de Occidente y, posiblemente, de España (Tartessos). Sus edades también son trasunto de las tres edades del hombre, de la juventud a la vejez. No hubo una estrella fugaz, sino una confluencia planetaria que, según estudios astrológicos recientes, confirman el fenómeno hacia los años 5 ó 6 a. de C., cuando Jesús debió nacer.
El libro (escrito, sin duda, con objetivo divulgador) comenta antes, confrontando la interpretación que se ofrece con textos de profetas, santos y eruditos previos, el misterio central de la encarnación divina en María que, Ratzinger, coin prudencia, expresa que está aún por resolver. Desgrana, sin embargo, dándoles el carácter de irrefutables, las palabras cursadas entre el ángel Gabriel y la virgen. Un texto delicioso para creyentes y que mueve, también, al respeto para escépticos.
Descansa en paz, representante de Dios. Ahora sabrás, por fin, si has cumplido su mandato. A los que aún vegetamos por aquí, tierra de lágrimas e ignorancia, nos queda el trabajo de entender tus propias explicaciones.