Continúo con mis reflexiones sobre las consecuencias de la globalización de la tecnología sobre el empleo.
2. La población potencialmente activa mundial crece en tanto que disminuye la cantidad de trabajo disponible
Aceptando, como valor aproximado, que la población potencialmente activa mundial es de 3.150 millones de los que solo 650 millones se encuentran en los países desarrollados, se deduce de inmediato que la capacidad potencial laboral (medida exclusivamente en horas de actividad disponibles) es de 4:1 a favor de los que, en este momento, tienen menor capacidad tecnológica.
Si consideramos que las horas de trabajo potenciales por persona son de 2.000/año, llegamos a la cifra abrumadora de 5 billones (millones de millones) de horas/año disponibles en los países menos desarrollados en tecnología, de los que, desde luego, China, India y Brasil concentran la mayor parte. Mucho potencial y, también, un gran campo para valoración de las consecuencias de las políticas locales de empleo y de los efectos de la globalización.
La cuestión a dilucidar, -en principio a escala global-, pero, sobre todo, dado que no existe un líder mundial, lo que demanda una valoración y estrategias locales, es si resulta posible mantener ese número de horas laborales en un país o una zona geográfica, al incorporar los avances tecnológicos -los actuales y los que se vayan produciendo- a los procesos (antiguos y modernos), y cuál debería ser el ritmo de esa incorporación para que los desfases -tanto en necesidades de cualificación de los empleados como en la acomodación del reparto de las horas disponibles entre las familias-, de manera que todos (o la inmensa mayoría) obtengan por esa vía los recursos económicos para su subsistencia.
En mi opinión, la ecuación a resolver es muy difícil (eso no es nuevo: todos los análisis macroeconómicos implican atender a variables extremadamente complejas), pero el problema principal es que ni siquiera se ha planteado como dilema.
Tomemos como ejemplo las ventajas y carencias de un país del tamaño de España (en situación tecnológica media-alta) en relación con modelos de éxito que evidencien ventajas respecto a nuestro modelo actual de producción y consumo. Algunos son competidores (Alemania, Francia, en especial, a los que cabe añadir, a su escala, Suecia, Noruega, Holanda o Dinamarca, por no hablar de Estados Unidos o Canadá).
Como es bien conocido, Alemania y Francia compiten con éxito tecnológico respecto a nuestras empresas, pues son nuestros principales proveedores extranjeros de mercancía con mayor valor añadido.
Otro grupo de países, estaría conformado por quienes tienen necesidades tecnológicas importantes en relación con sus expectativas de crecimiento, que se podrían cubrir desde nuestro nivel tecnológico, y que constituyen y constituirían el principal destino exportador de nuestras mercancías (China, India, Corea del Sur, Indonesia, Brasil, Chile, Colombia, México, por ejemplo).
Aquí aparece ya una cuestión inquietante. China, país que aparece como interesante destino de nuestros productos tecnológicos (por supuesto, en competencia descarnada con los demás productores, incluidas las propias empresas chinas), se está convirtiendo en principal productor de mercancía de baja y media tecnología, que desplazan, por falta de competitividad, a las empresas españolas.
Finalmente, existe un tercer grupo de países para los que resulta necesario analizar la dimensión y alcance de medidas de “ayuda” a aquellos otros países que, por proximidad, relaciones históricas u otras razones –incluso humanitarias- puede ser la base para cimentar una tercera línea de crecimiento exportador, con beneficios a medio o largo plazo (Marruecos, países centroamericanos, la región del Sahel, Etiopía, Bangla Desh, Pakistán, etc.)
Todos estos países necesitan recursos financieros y técnicos para mejorar sustancialmente sus economías productivas, además de, como valoración general, poner en marcha reformas administrativas y políticas. El Caso de Marruecos es, naturalmente, especial, tanto por proximidad geográfica a España como por las conectividades empresariales, culturales y políticas que existen entre ambos países. Sin embargo, la experiencia muestra las dificultades de generar líneas de colaboración intensas y rentables para las empresas españolas, dada la francofilia de las administraciones marroquíes, por tradición, educación y al ser el francés la segunda lengua del Reino alauí.
Si superponemos el enfoque demográfico con el tecnológico, en cada país advertiremos que las tensiones que provocarán en cada uno de ellos son muy diferentes.
Existen, desde la visión de los países desarrollados, tecnologías y desarrollos empresariales que están al final de su período de vida útil, y otras que se encuentran en sus comienzos e incluso cabe entender, por la celeridad de los avances científicos y técnicos -la ley de Moore, que no ha encontrado contradicciones prácticas, cifra este ritmo como exponencial-, que continuarán apareciendo otras nuevas, cuya dirección general puede ser, en ciertos casos, detectada o intuida y en otros resulta totalmente desconocido.
De las primeras, hay que analizar el apoyo a las que resultan imprescindibles para sostener el modelo productivo, al menos a corto plazo, hasta que puedan ser sean sustituidas; a las segundas, debe impulsárselas con apoyos fiscales, facilidades a la financiación, y estímulo con beneficios económicos y proyección social por la creación de empleo y riqueza.
No se puede alimentar un sistema tan complejo confiando únicamente en las iniciativas individuales. Ni siquiera se puede tolerar que sean las ideas de los grandes grupos empresariales los que controlen las decisiones.
Por una parte, el apoyo con información y conocimiento es imprescindible para los pequeños inversores: la sociedad debe avanzar en conjunto en su modelo productivo. El individuo está desvalido frente a esa vorágine tecnológica. No se puede confiar, como durante el siglo XX y anteriores, en que las iniciativas individuales servirán, actuando independientemente, para generar un modelo estable y autosostenido.
Existen más condicionantes. La consciencia de la necesidad de conseguir más recursos para atender a las necesidades del estado del bienestar y sostener, con inversiones públicas, la mejora y mantenimiento de las infraestructuras y servicios generales, supone la permanente revisión de la estructura impositiva.
En el caso de España, se necesitan recursos y movilización de los mismos para adaptar las estructuras productivas y generar nuevas líneas de desarrollo. El momento no será idóneo, pero la prioridad es evidente. Con la mirada puesta en la estructura impositiva y en las capacidades tecnológicas del resto de países de la Unión Europea -y particularmente, de Alemania, Francia e Inglaterra- es imprescindible estudiar el rediseño de la gestión fiscal, que podría orientarse (no veo otra forma) hacia una mayor presión fiscal de los que más tienen y, en especial, hacia el incremento de los impuestos sobre el beneficio empresarial, ofreciendo reducciones fiscales y ventajas de financieras o crédito en caso de su reinversión, con apoyo a los sectores preferentes y a las iniciativas creación de empleo, dentro de un marco general de control y transparencia.
No es un tema de solidaridad, sino de supervivencia colectiva. El rediseño de la presión fiscal debe afectar también a los ingresos más altos, aumentando sobre ellos la presión impositiva, en beneficio del mantenimiento o mejora de las prestaciones sociales de la mayoría. En suma, se trata de implantar un modelo mucho más solidario, en el que el reconocimiento a las medidas sociales o altruistas sea visto como algo natural y prestigioso.
Se ha puesto énfasis, en multitud de trabajos económicos, como si se tratara de un objetivo de alcance inmediato, en el aumento de la productividad, como esencial para incrementar el valor añadido de las producciones. Es cierto que un incremente de la eficiencia afecta positivamente a las actividades tradicionales como a las de tecnología avanzada. Pero, y especialmente en las primeras, genera pérdida de puestos de trabajo. Y si estos no se recuperan en las actividades nueva, aumentará el desempleo, que significa, obviamente, el incremento de los índices de pobreza y de dependencia de las ayudas sociales.
No resulta difícil buscar los referentes. Son las empresas más competitivas de cada sector -españolas o extranjeras-. La construcción de la pirámide de competitividad en el sector no es un ejercicio inútil, ni a escala del sector ni para determinar la viabilidad individual. Es cierto que se puede subsistir como empresa con un cierto grado de ineficiencia (se puede suplir con mano de obra más barata, materias primas de peor calidad, precios más bajos), pero hay que considerar que la situación de equilibrio de un proyecto de ese tipo es inestable: solo los más altos de la pirámide competitiva subsistirán, y hay que plantearse si se debe apoyar a los actualmente menos eficiente, y de qué forma, o abandonarlos a su suerte.
Estas consideraciones no contradicen que la producción española tenga que ser dualizada en mayor grado –en el sentido de actuar en dos direcciones aparentemente contrapuestas-, compatibilizando lo tradicional y clásico con lo nuevo o innovador. Hay , buscando nichos tecnológicos, y procurando estimular la repetición de los resultados de éxito, siempre que se detecte la existencia de mercado suficiente, pero sin que las ayudas, si se ofrecen, sirvan para destruir empleo local existente: el objetivo fundamental ha de ser la ampliación de mercado en países emergentes (o la competencia con productos de alta calidad en los países consolidados), no la reducción de oportunidades en el propio.
Aunque parezca una paradoja, el mantenimiento de ciertos niveles de ineficiencia a escala local –en comparación con el óptimo del mejor saber hacer o de la más avanzada tecnología- se puede convertir en garantía, en no pocas ocasiones, para sostenimiento de empleo en zonas deprimidas, lo que obligaría a tomar en consideración el efecto indiscriminado de las ayudas públicas a determinados desarrollos tecnológicos o de distribución, cuando actúan en detrimento de los artesanos y comercios tradicionales. Con otras palabras, el mensaje propagandístico de que “todo lo nuevo es mejor”, puede condenar a la desaparición a industrias y empresas basadas en la calidad del producto y la mano de obra individualizada, que no serían capaces de competir en cantidad.
La globalización, unida a la orientación masiva hacia el consumo inmediato y sin baremos de calidad (porque la moda y la oportunidad sustituyen a los criterios de calidad y durabilidad), supone, por tanto, una amenaza intrínseca, que es imprescindible evaluar, también desde la perspectiva de la educación para el consumo responsable.
(continuará)