Como todo lo que guarda relación con el subconsciente, las diferencias entre lo cómico y lo ridículo no pueden llevarse a una teoría general. Los payasos profesionales consiguen aparecer normalmente como cómicos porque no tienen temor a ser ridículos.
Los personajes secundarios con pretensiones de protagonismo -especialmente, en lo sobreactuado- que deambulamos haciendo aspavientos por nuestra propia vida y la de los demás, nos quitamos raras veces la coraza. Con ella, por un lado intentamos protegernos del daño potencial que pueden causarnos los otros; por otro, nos sirve de careta para tratar de ocultar aquello de lo que somos que reservamos para los íntimos o, incluso, para solo nosotros.
Estos relatos, entresacados de mis propias vivencias, no pretenden llegar a conclusión alguna. Tampoco me apetecería se vieran como un ejercicio de exhibicionismo. Si algo me propongo con ellos, es poner de manifiesto que la vida de todos está repleta de momentos cuyo recuerdo elaborado conviene tener a la mano. Para poder sacarlos a la conversación cuando nos parezca oportuno o…justamente lo contrario, en la inoportunidad.
Cuando fui destinado a las galeras del flamante Centro de Diseño de Asturias, la recién rehabilitada Casita del Príncipe de los Guisasola -cuyo pago significó una carga adicional al precario invento-, se encontraba en medio de un complejo industrial ruinoso. En el inmediato futuro del ilusionismo oficial se pensaba instalar, recuperando las ruinas, una Factoría Cultural. Corría el año 1986 y, si el lector quiere saber más sin que yo pierda el hilo de lo que quiero contar ahora, puede investigar -entre otros sitios- en lo que escribí en 2009 sobre el tema (http://alsocaire.blogia.com/2009/012501-sobre-factorias-culturales.php)
Una vez tomada posesión de mis grilletes en la nave, y no existiendo un cuaderno de bitácora, mi primera actuación de emergencia fue encargar un portón de cierre, instalar un sistema de detección de intrusiones conectado a una central de alarmas, e incorporar un perro guardián, al que confiaría la responsabilidad de actuar como disuasor principal de cacos y merodeadores.
La delicada función se la encomendé a Cadine (la bauticé con este nombre, derivado de CAD, y que significaba, por tanto “Guardiana del Diseño Asistido por Ordenador”), una cachorro de pastor alemán. Como estaba recién destetada cuando me la regaló mi amigo Juan R. Quirós, la tuvimos en casa unas semanas. Todos nos encariñamos con ella, y el disgusto familiar cuando la llevé a su lugar de trabajo, que era también el mío, fue profundo. Creo que ella nunca olvidó las carreras por el salón y, aunque nos dejó huella, mandamos a la lavandería la tapicería del sofá y un par de colchas para eliminar las más visibles .
Cadine se reveló pronto como una celosa cuidadora del territorio que le asigné. Por las noches, andaba suelta por el recinto. El primero de los empleados del Centro en llegar a la mañana siguiente, la ataba a una larga cadena que apenas le restaba movimientos y así permanecía todo el día, salvo que no tuviéramos visitas ajenas programadas, en cuyo caso, como el equipo era muy sensible a las menores formas de maltrato animal, la soltábamos.
No se me puede borrar la cara de pavor de Fernando Izquierdo, que había sido también colega sufridor en la SRP, y que, de paso por Oviedo, había decidido venir a visitarme para darme una sorpresa. Se la llevó el.
Cuando me avisaron que “un señor había sido atacado por Cadine”, Fernando tenía el pantalón desgarrado por ambas perneras, en una de las cuales Cadine había hecho presa permanente. La defensora del CADCAM no le había mordido, pero las huellas del celo de Cadine eran evidentes y su mirada orgullosa nunca me pareció más impertinente.
Fernando tardó unos cuantos minutos en recuperarse, minimizó con su exquisita educación el incidente, y tras algo de porfía, admitió que le pagáramos (le juré que el importe correría a cargo del seguro, que no teníamos) un traje nuevo. Aunque me esfuerzo, no recuerdo nada del resto de la conversación que mantuvimos.
Cadine fue también una madre prolífica. Cada poco -a impulsos de su naturaleza y como consecuencia de que no nos decidíamos a castrarla para no coartar su libertad- nos obsequiaba con una decena de cachorros, de raza mezclada, que nacían débiles, muchos no aguantaban los primeros días y los supervivientes eran conducidos por Violeta, la diligente limpiadora del Centro, que vivía a dos pasos, a mejor vida.
Siempre sospeché quiénes eran los padres. En la llamada Casa del Reloj, que iba a ser el edificio principal de la Ciudad de la Cultura, vivía de forma permanente, acompañado de toda una jauría, un enigmático individuo que pasaba por ser el celador de los restos arqueológicos de Cerámicas Guisasola. Imagino que, aprovechando la ausencia de sus vecinos intelectuales, el buen hombre organizaba para sus animales fiestas nocturnas con nuestra celosa y encelada guardiana canina.
Cadine fue atropellada aún joven, mientras se dedicaba a la persecución obstinada de alguna motocicleta con escape abierto y aprovechando que el portillo estaba abierto para que saliera algún empleado con su coche. La vigilancia del Centro quedó entonces a expensas solo de la central de alarmas.
Funcionaba bien, al parecer. La alarma se activaba por ratas que interferían con los detectores, con caídas de hojas y ramas, con el viento fuerte o el paso de ñus por la pradera. Me llamaban cada poco para avisarme de una posible intrusión, y pensé incluso en acostarme vestido. Me acerqué muchas veces de madrugada a la Casita del Príncipe, y siempre hallé todo en orden. Cansado de ver mi descanso interferido con falsos avisos, di de baja al servicio. ¿A quién podría interesarle un hiperordenador?
Cuando por fin nos entraron a robar, lo que único que echamos de menos fue un portátil. Si buscaban algo más, no lo encontraron: el único despacho en el que revolvieron los intrusos, fue en el mío. La mesa que diseñara Chus Quirós estaba despanzurrada, mis libros de Cálculo de tuberías y diseño de chimeneas, por el suelo. Pobres cacos. No teníamos ni caja fuerte, ni un duro en los cajones.
¡Si hasta llegué a pagar las nóminas del personal del Centro, adelantando varios meses con mis propios ahorros!
En las montañas de Covadonga, allá donde los lagos Enol y Ercina, existe una colonia de chovas piquigualdas (Pyrrhocoras graculus). Aunque los manuales de avifauna las definen como habitantes agrestes, la habitual presencia de montañeros y turistas las ha hecho atrevidas, por lo que suelen acercarse a disfrutar de los despojos de comida.
Mi abuela materna pontificaba, cuando en el cielo de final de otoño veíamos surcar a bandadas de córvidos, “vai chovere vai nevare, van as chovas a la mare”. Supongo que recordaba el dicho de los tiempos de estancia en Galicia, allá cuando la guerra incivil que la llevó a escapar de Asturias.
En la foto se distinguen bien, tanto el pico amarillo (característico de la especie), como las patas rojas (indicativas de que se trata de un adulto), ya que en las piquigualdas, a diferencia de en las piquirrojas, los jóvenes las tienen negras. Parece un trabalenguas, pero así son las cosas a veces en ornitología.