He tenido a lo largo de mi vida profesional, que discurrió tanto por andaduras públicas como privadas, más de dos docenas de despachos.
Salvo en aquellos casos en que abrí oficinas y tuve que acotar por primera vez espacios y adquirir todo el mobiliario, prescindí de hacer reformas y de hacer adquisiciones. Me senté allí donde se habían sentado mis antecesores, seguí utilizando la misma mesa y armarios que ellos, y si me pareció que el despacho era demasiado grande en relación con el que correspondía a mis más directos subordinados, no tuve el menor problema en reducirlo para beneficiar a otros.
No pretendo presumir de austeridad, pues no viene a cuento. Pero quiero resaltar que no parece que la idea de mantener lo que hicieron los anteriores, y auparse en ello para mejorarlo, sea el método que se utiliza por los nuevos encargados cuando vienen a sustituir a otros.
Cambiar el espacio asignado para realizar la gestión, cambiar la pintura, ordenar la compra de nuevo mobiliario y hasta ensanchar, incorporando metros cuadrados, el marco en el que uno asentará sus reales, parece norma general.
Vale. Cada uno ha de sentirse libre para recargar con algunos miles de euros y dólares los gastos imputables a su gestión, si se siente capaz de superar ese extracoste con creces, gracias a la ventaja teórica de encontrar ideas felices en una habitación más amplia.
Lo que ya no puedo entender es la obsesión de todo político encaramado en novedad al puesto de la gestión pública, por poner su huella digital enmendando lo que hizo el anterior, especialmente, si es de signo ideológico contrario. La cantidad de parques tecnológicos abandonados, edificios que han quedado sin uso a pesar de las costosas reformas y todas las esplendorosas promesas de ventajas mágicas explotadas como globos de feria, los monumentos a la fantasía y vanaglorias propias, etc. que jalonan el territorio español (y, por lo que tengo visto, también el de predios extranjeros) es casi tan innumerable como las arenas del mar.
Por eso, cuando leo que los nuevos alcaldes, como lo han hecho, desde luego, sus antecesores, siguiendo un aberrante comportamiento consuetudinario, censuran de cabo a rabo los planes anteriores, prometen a boca llena nuevas actuaciones que suponen, bien poner picas en Flandes como recuperar añejos planes sin chicha, incorporándose a una noria de despropósitos sin fin, me pregunto qué otra cosa les guía, salvo el instinto vanidoso de intentar resistir a la maquinaria implacable del olvido, dejando una placa en algún sitio en la que figuren como promotores de cualquier chisme urbano.
Pocos lo conseguirán, porque faltarán recursos, fracasarán los propósitos al toparse con los dientes acerados del paso del tiempo y los problemas perentorios, se confundirán los medios con los fines. Dejarán la huella descarnada del esqueleto de un edificio interminado o inútil, de una estatua sin gracia, de una fuente sin agua.
Perderemos tiempo y dineros de todos.
Si pensamos en cientos o miles de responsables de empresas públicas, de encargados de ministerios, de todos cuantos, desde su puesto de gestión o control de lo que afecta al erario general, que están actuando, no ya reformando sus despachos, sino dejando tierra quemada a sus sucesores, llevándose conocimientos y contactos preciosos, cuando no dineros efectivos, y dejando tareas a medias que nadie continuará, puede que tengamos algo de luz acerca del gran despilfarro que supone ignorar lo que debería ser acervo colectivo y patrimonio de todos.
Qué pena que no sepamos o no queramos construir sobre lo que hacen los demás, que nos cueste tanto reconocer méritos al contrario, que fallemos en la clave de crecer, aumentando lo que sabemos con el conocimiento de los predecesores. Tenemos un pueblo creativo, pero terriblemente indisciplinado, terco, individualista y necio.
Cada uno, a su nivel, se complace en cambiar los muebles del despacho, tirando los que había, porque no nos gustan los colores, el diseño o el contraste de la alfombra con el tapizado de las sillas de querencia.
Una de las aves más simpáticas y cercanas de nuestro paisaje, tanto rústico como urbano, moviéndose siempre con agilidad de equilibrista entre los árboles, es el herrerillo común (cyanistes caeruleus). Inconfundible con su caperuza de azul celeste, es un acróbata que gusta de una alimentación variada, pues liba el néctar de los amentos de los sauces y de las flores de los frutales, golpeando incluso los tallos de los carrizos para abrir aquellos que contienen larvas e insectos.