A partir del momento en que se cumple cierta edad, y más especialmente, llegada la de jubilación, es habitual en estos tiempos que alguien más animoso o especialmente desocupado convoque a los antiguos compañeros de estudios a una comida o cena “de la promoción”.
La característica que aglutine al grupo es lo de menos, puesto que, cuando ya la curva de los años entre en su declive final, pretextos habrá a montones. Puede tratarse de reunir a paisanos de patria chica que coincidieron en un mismo batallón comiendo los ranchos de milicia, miembros de extintas sociedades deportivas o benéficas de las muchas que en nuestro mundo han sido, catecúmenos que se prepararon para su primera comunión en idéntica parroquia, pandilleros de vacaciones en veranos, o ex-militantes de la Liga Comunista Revolucionaria.
El objetivo normalmente expresado para justificar esas exhibiciones de bonhomía y disponibilidad de tiempo libre es que así se estrechan los vetustos lazos, al recordar anécdotas de aquellos tiempos idos y se disfruta, en fin, de la felicidad de encontrarse otra vez entre aquellos con los que se compartió algo y de los que se perdió la pista.
Cuando el viejo profesor recibió la invitación para asistir a una cena de promoción de sus antiguos alumnos de Paleontología y Estratigrafía, que habían terminado su carrera hacía treinta y tres años, según rezaba el tarjetón, su primera reacción fue de incredulidad. ¿Qué motivo llevaba a aquellas personas, a las que cabría sin esfuerzo imaginar sexagenarios, para incorporarlo a él, casi nonagenario, a esa celebración, sin haberlo hecho antes?
Vencido, aunque no convencido, por una mezcla de satisfacción, vanidad y curiosidad, ratificó su presencia en el acto gastronómico, y el día previsto, compareció, apoyándose en el bastón con empuñadura de plata que ahora le facilitaba andar con más presteza.
Un sonriente ser de cabeza monda y unos mostachos parcialmente amarillentos por la nicotina, se abalanzó sobre él, tan pronto entró en el comedor, abrazándole con la energía que solo se utilizaría con un hermano de sangre recién salido de la cárcel:
-¡Querido don Protasio! ¡Amado profesor inolvidable!¡Qué alegría!¡Está igual que entonces! ¿Se acuerda de mí? -y, sin esperar respuesta, el parlante aclaró: ¡Soy Rogelio Narváez!
Se acordaba, desde luego, de Rogelio Neopilina galatheae, un monoclapóforo al que se consideraba un fósil viviente, clave para conocer cómo estaban dispuestas las partes blandas de sus ancestros del paleozoico. Volvió a ponerle cara, y lo remitió al silúrico mental, de donde no debería haber salido.
La memoria del profesor había sido privilegiada, y la facilidad para asociar nombres de los alumnos y alguna de sus características físicas, a los yertos sujetos de la Paleontología, era un juego imaginativo al que se prestaba conscientemente.
Las diversiones al alcance de un paleontólogo son mas bien escuetas de figura, y, aunque había dedicado muchas horas a estudiar y analizar fósiles, solo había creído descubrir ciertas irregularidades morfológicas en las tecas de los Rhombifera, que facilitarían su identificación, y que la comunidad científica había desestimado por irrelevante.
Gracias a su memoria prodigiosa, Protasio Calzón Ceratites semipartitus, un tipo sencillo, liso de tez, a salvo de una costura que le había dejado la varicela infantil, había podido obtener la cátedra de paleontología en la Politécnica de Corpinduncia con solo veinticinco años. Aún ahora podía jactarse de recitar, sin confusión, todas las opciones de identificación basadas en la migración anal de los equinoideos, dieciséis años después de su jubilación como emérito.
-Por supuesto que sí. No eras precisamente de los mejores. Aprobaste mi asignatura en la convalidación final de carrera, porque era la única que te quedaba pendiente -le aclaró el venerable profesor-. ¿Qué haces ahora?
-Soy consejero delegado de una multinacional que exporta alta tecnología de comunicaciones al sudeste asiático -contestó, sin perder su sonrisa, el interpelado-. Me va bien, aunque jamás he vuelto a ver un bicho de ésos que a Vd. le parecían tan importantes, en mi vida, ni al natural ni en pintura.
Todos se presentaron, sucesivamente, y el profesor los fue recordando, situando en el casillero morfológico, y, puesto que ya nada le importaba, les explicó los apelativos con los que los había tenido asociados en su memoria. Allí estaba Marcelo Pérez Pricyclopyge binodosa, un tipo grande y de tórax fortachón, con sus ojos enormes, ahora -según aclaró el exalumno- ocupando la secretaría general en el Ministerio de Cultura, y reconociendo, de paso, que el último libro lo había leído hacía diez años, y era una novela de Mika Valtari.
El encuentro con Javier Pteraspis agnato, pequeño y afilado, torpe en el andar, pero el más listo de la clase, le resultó especialmente emotivo:
-¿Qué haces ahora, Javier? -le preguntó.
-Se me acabó el paro hace unos meses y ahora me dedico a arreglar electrodomésticos, para ir tirando. -fue la tímida respuesta.
Un silencio había acompañado a esa explicación, y el maestro paleontólogo sospechó que la mayoría de aquellos que estaban festejando el aniversario de haber terminado su carrera no habían vuelto a verse desde entonces.
El viejo profesor fue tratado con máxima deferencia, y le ofrecieron el sitio de cabecera en la mesa, sentándolo junto a Primitivo Tarancón Taxocrinus coletti, que aún evidenciaba su tendencia a engordar, aumentada por el gusto a la cerveza, y que había sido el delegado de curso. Se dedicaba a la política, confesó, y le apasionaba coleccionar minerales radioactivos. Por él se enteró de la razón por la que le habían invitado a aquella cena de celebración: era el único profesor que aún quedaba vivo.
Cuando ya había servido el postre y, todos estaban ya medio chispas por lo mucho que habían bebido (pues así suele hacerse, que se bebe de más cuando se paga a escote), trataron de convencer al profesor para que dijera unas palabras.
El anciano, doblando la servilleta, que dejó sobre la mesa, se excusó por un momento, alegando que debía ir al baño. Agarró su bastón con mano algo trémula.
-Ah, sí, por supuesto. Hay que cuidar la próstata, don Protasio -le saludó, con un guiño, desde el fondo de la mesa, Marcial Diez Cornuproetus, cuyas orejas desproporcionadas sobresalían del cefalón, haciéndolo especial entre los Trilobites, que eran Tamargo y Tovar; éste último se había casado con la hija de un magnate colombiano de la seda y llevaba contabilizadas cuatro vueltas al mundo, e incluso estaba apuntado desde hacía años para viajar a Marte, tan pronto se pudiera.
No volvió. Salió a la calle y, dándose prisa, antes de que cualquiera lo advirtiera, tomó un taxi y se volvió a la residencia.
Puede que hubiera habido más cenas o celebraciones de aquella promoción, pero no volvieron a llamarlo. Ni siquiera se interesaron por su salud, que empeoró.
Y el caso es que aquella noche llevaba preparada su disertación, porque había supuesto, correctamente, que le pedirían que hablara en aquella cena. Pero, de repente, se había sentido muy cansado.
¿Qué les había enseñado? ¿Para qué les había servido?
-¡Y, al menos -razonó para su coleto, en el taxi- yo traté de introducirlos en la Paleontología, que estudia seres que vivieron hace más de 280 millones de años y nada han cambiado en estos últimos 33! ¿Qué pensaría, si viviera, el profesor de Electrotecnia? ¿Tendría remordimientos por las veces que les había hecho aplicar la ley de Ohms a sus educandos, en problemas imaginativos que combinaban conexiones de resistencias y capacitancias en serie y paralelo, largas como riestras de pimientos choriceros?
Un sueño profundo le invadió aquella noche, y soñó, como no podía ser de otra forma, con trepostomados, platyceras y peronopsis. Fue muy relajante. Se había sentido un Siluraster perfectus, inalterable a pesar del frío glacial que empezaba a cubrir de escarcha los cristales. Pero dentro, en la habitación con derecho a baño de asiento, se estaba calentito.
FIN