Todos conocéis bien el Cuento del mozo del martillo, porque os lo he contado varias veces, como ejemplo de lo cuidadoso que hay que ser a la hora de seleccionar las normas para conceder un premio, para evitar tener que otorgárselo a quien no tiene mérito alguno, pero cumple las condiciones mejor que nadie.
Puede que esa sea una de las razones principales por la que muchos incompetentes han llegado a puestos de mucha importancia. No han quedado claras o la forma de selección de los más capaces o se han escogido las condiciones que deben satisfacerse de tal forma que solo uno de los posibles candidatos las cumple. Se puede decir que la decisión estaba tomada de antemano.
Así pasa en no pocos concursos públicos de méritos, o en adjudicaciones de contratos o para elegir a alguien para detentar un puesto muy relevante. Hasta no hace mucho tiempo, algunos de los cargos más importantes del Estado se otorgaban por el apellido, se heredaban de padres a hijos, generación tras generación.
El Cuento que voy a contar no va exactamente en esa dirección, pero sucedió realmente y eso lo hace más divertido.
El mérito del culpable
Había una vez, en un pueblo no muy remoto, una familia muy pobre que, además, como suele suceder, era numerosa. Malvivían como podían, aprovechando las menores oportunidades para ir tirando.
Las temporadas mejores eran el verano y el otoño. Había frutas y hortalizas más que suficientes, que eran abandonadas al cierre de los mercados o podían ser recogidas, sin problemas, del suelo o de aquellas fincas cuyos dueños eran más tolerantes. El padre podía trabajar ocasionalmente de jornalero en las operaciones de siega o ayudando para realizar chapuzas a los vecinos.
En el pequeño huerto que era propiedad de la familia, se recogían algunos nabos, cebollas y patatas que ayudaban a formar, con bastante agua y mucha buena voluntad, un puchero del que todos recibían su porción a diario.
Tenían una vaca que proporcionaba leche para sacar adelante los más pequeños y que, aunque algo coja y harto huesuda, aún servía para traer al mundo un ternero cada año y medio, más o menos.
A final del otoño, recogían del bosque castañas y ramas y en el invierno calentaban el cuerpo y el estómago con esos elementos que les proporcionaba gratis, la naturaleza.
La joya más preciada de esa precaria situación la constituía un cerdo al que nutrían, mal que bien, con los mondos de las patatas, los desperdicios del campo y cuanto entendían, por experiencias pasadas, que podría servir para engorde del agradecido animal.
Cada tarde, alguno de los niños mayores, por turno, sacaba el animal a pasear por los bordes de los caminos, atado con una cuerda. Por San Martín, como corresponde, el marraco, ya talludito, era sacrificado. Con su cuerpo se fabricaban los chorizos, morcillas, costillares y jamones que darían más sustancia al caldo y juego con el que combinar, en días extraordinarios, tubérculos y hortalizas.
Sucedió que, en un desgraciado día, Roberta, la niña que estaba entonces al cargo del paseo del animal, cuando aún no era apenas más que un recién destetado lechón, se hizo un lío con la soga que lo tenía sujeto y el cerdito se ahorcó con ella.
Hubo en la casa el disgusto que os podéis imaginar. Después de los lamentos, las recriminaciones y los gritos, se impuso el pragmatismo y asaron el lechón.
Todos se sentaron en torno a la mesa, mirando con avidez el tostado cuerpo el animalillo, mientras la madre procedía a separar un trozo para cada uno.
Apenas había iniciado la operación de disección, se oyó, rompiendo el silencio, la voz, alta y clara de Roberta:
-Para mí más, que fui la que lo maté.
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