Reconozco que no estoy capacitado sicológicamente para precisar los límites del concepto de independencia en lo que se refiera a las actuaciones humanas, que se me diluye en cualquier horizonte, puesto que en todas partes veo interdependencias.
Por eso, y aunque entiendo el atractivo teórico con el que Montesquieu y sus fervientes seguidores han ensalzado el valor de conseguir que las tres funciones básicas de un Estado -legislativo, ejecutivo y judicial, delegadas teóricamente por el dócil pueblo soberano en esos estamentos-, sean independientes, lo he considerado más como un tranquilizador de conciencias que como algo realmente implementable en la sociedad.
No hay misterio. El ser humano vive inmerso en relaciones -positivas como negativas, de amistad, como de odio e incluso indiferencia-, que empañan sus actuaciones en todas las circunstancias de su vida.
En relación con la función/poder judicial, no es preciso siquiera destacar unos cuantos casos particulares para tener por demostrado que la justicia impartida no siempre ha sido, ni será, completamente independiente, sencillamente, porque no puede serlo: algún juez o magistrado, en quién sabe qué lugar, se estará guiando por la posibilidad de ayudar a un familiar o amigo con su inatacable Sentencia, habrá dictado una resolución sin haber leído, ni siquiera de través, los alegatos del letrado que defiende lo contrario de lo que a su ilustrísima le apetece que así sea, o ignorará, a sabiendas, -excelsa incongruencia- la aplicación de una ley o reglamento que hubiera cambiado de raíz el tenor de su fallo.
Que esos casos particulares existan, aunque no sea sencillo verlos detectados, no empaña, sino que permite destacar, el trabajo colectivo de la mayoría de los funcionarios de la Justicia que se esfuerzan, con toga y puñetas, en poner orden jurídico, con la espada no siempre acerada de la parafernalia legal, en las vidas de sus semejantes.
Hecha esta presentación, el lector entenderá que me haya extrañado la facilidad con la que se ha aceptado que el juez instructor del caso Nóos, culpable (es un decir) de haber imputado a la infanta Cristina -entre otros presuntos inocentes, aunque ya algo mancillados, de los que nada indico- es republicano convicto, enemigo de castas, antisistema ejerciente.
Porque resulta que el juez, ahora en jubilación activa, José Castro, titular que fue del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma, dictador del Auto del 25 de junio de 2014 que apuntó a las co-responsabilidades de la hermana del Rey Felipe VI, ignorando propuestas fundadas del fiscal Torres y ruido mediático de varios insignes juristas, ha declarado que hubiera aceptado ser cabeza de lista por Podemos si la oferta le hubiera llegado a tiempo, es decir, un par de años antes.
Y es que el dirigente máximo de Podemos, Pablo Iglesias, aunque hoy timonel de un proyecto político en deriva hacia el calor del centro, fue el responsable de haber movido, con su verbo florido, el árbol de la tranquilidad institucional, acusando de incompetencia, corrupción, latrocinio, complacencia y caspas, a todo el orden antiguo, desde el Rey hasta el nivel en donde se quiera hacer terminar ad libitum la casta que domina, hasta ahora al menos, el cotarro hispano.
Si la sorpresa con las motivaciones afectivas de Castro fue grande, la incorporación fehaciente a las listas de Podemos, del magistrado Juan Pedro Yllanes, de la AP de Baleares, que iba a presidir el tribunal que habría de juzgar a la infanta, confirma que hay un núcleo presuntamente antimonárquico en la judicatura insular.
Y supongo que el hábil letrado Roca Junyent habrá tomado nota para solicitar, respetuosamente, la anulación de toda la instrucción, por no estar acreditada la imparcialidad, -más bien al contrario, haberse convertida en sospechosa de sesgo vicioso-, de quien tuvo, entre muchos más legajos, los papeles de Manos Limpias entre las suyas.