No había amanecido aún y ya se oía el gorjeo y trinar de un pájaro, tan cerca de la casa, que el sonido del canto parecía inundar la habitación como si se estuviera en medio de un concierto. Parcelino Leondoiro estuvo un rato escuchando, manteniendo la luz del cuarto apagada hasta que, sin poder contener la curiosidad de saber quién era el autor de tal despliegue cantor, abrió suavemente la ventana.
El frío de la noche entró de pronto en la habitación. Por efecto del brusco cambio de temperatura ambiente, Parcelino, que estaba solo protegido por un somero pijama, sintió un escalofrío.
Allí lo vió. En un arbusto cercano a la casa, recortado su perfil contra las tenues luces del día que apenas comenzaba, descubrió su silueta. La ausencia de claridad no permitía distinguir los colores del plumaje; solo advirtió que se trataba de un ave muy grande. Demasiado grande para ser un tordo malvís; demasiado grande para asemejarse a una oropéndola, que, además, no dispone de un canto tan variado; más grande, incluso, que un cuervo, cuyo graznido le hubiera resultado inconfundible.
El pájaro no se movió de donde estaba, aunque, interrumpió su canto.
A Parcelino Leondorio le pareció que le miraba. Lo que ya no estaba tan seguro era de haber escuchado con nitidez lo que creyó haber escuchado:
-Hola.
La primera intención de Parcelino fue cerrar, asustado, la ventana. ¿Habría entendido bien?. Como tampoco estaba seguro de lo que estaba viendo, con curiosidad que superpuso al temor, retrocedió sigilosamente, para no asustar al animal, y recogió las gafas de la mesita de noche, poniéndoselas con la misma discreción y lentitud de movimientos que tendría quien estuviera al acecho de una valiosa pieza de caza.
Puede que este sea el preciso momento de indicar que Parcelino Leondorio se encontraba en un caserón que acababa de heredar de un pariente, emigrante en La Martinica, en donde había conseguido hacer, al menos, dinero suficiente para comprar el terreno y mandar edificar un curioso edificio en aquel preciso lugar.
Ese lugar debía haber tenido para ese pariente de Parcelino una importancia especial, que, sin embargo, nunca le llegó a explicar a él ni, por lo que llevaba investigado desde que se instaló en la casa, a ningún otro lugareño. Porque, siguiendo con la verdad de la historia, la única persona de su familia a la que Parcelino conoció había sido a su madre, quien lo había traído al mundo, como se suele decir “de soltera” y no se había casado con nadie -también en sentido figurado-, aunque no le habían faltado pretendientes.
No tuvo Parcelino oportunidad de preguntarle a su santa quién era ese pariente sobrevenido, pues solo conoció de su existencia por ese testamento que se le comunicó cuando ella ya había fallecido, años antes. Y lo que puede resultar aún más sorprendente, el emigrante tampoco llegó a habitar la casa que había mandado construir en un sitio cuya importancia, sentido o valor sentimental, se había llevado con él a la tumba.
No era, en efecto, el apellido Leondorio el que correspondía a su desconocido progenitor, sino el de su venerada mamá, que había sido echada de casa de sus padres cuando se manifestó embarazada de un estudiante de veterinaria, rico en imaginaciones calenturientas, al que no volvió a ver, escapado de su aventura sentimental. Tampoco la Sra. Lendoiro había tenido mayor relación con sus mayores, luego de aquel despido improcedente. Y en cuanto a lo de no casarse, si el lector tuviera curiosidad por qué no había caído en esa tentación, sírvale esta frase:
-Mejor tira la yegua sola que mal acompañada por cabestro en una yunta –era su respuesta a los que se acercaban a requerirla o le preguntaban por qué seguía, siendo de buen ver, sin tener pareja.
Tanto desconocimiento de sus razones genealógicas, le había causado a Parcelino, cuando era niño, una severa reprimenda en clase de Historia Sagrada, por una metedura de pata inocente que aún era recordada por los compañeros de escuela. ¡Pues no había comparado a su madre con María Santísima!
-¿Qué quiere decir que la Virgen tuvo a Jesús sin concurso de varón? –había preguntado al maestro Don Jeremías, en clase de Historia Sagrada.
-Quiere decir que tuvo a su Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, que la mantuvo como doncella sin mácula –le explicó el venerado maestro. Y, para mayor aclaración del curioso discípulo, había añadido:
-Todo ello fue posible porque Jesús era Hijo de Dios.
A lo que el niño Parcelino, atando cabos, añadió su convencimiento:
-Como yo. Mi madre también me dice que soy hijo de Dios.
Así que la vida de Parcelino estaba rodeada de misterio, de silencios, de ignorancias supinas. Un mundo de oscuridad respecto a sus orígenes que le había llevado, en busca de una expiación por un pecado que, desde luego, no había cometido, a seguir un camino que se le había revelado equivocado. Porque Parcelino Lendoiro era sacerdote. Un sacerdote sin fe, renegado de las enseñanzas que le habían inculcado. Un hombre sin rumbo, sin afectos, ahora sin aquella madre que, durante tantos años, fue único sostén de su virtud, una santa que le exhortaba a difundir la verdad entre los feligreses, y amarlos con el cariño que solo los devotos pueden cualificar certeramente.
Hacía dos semanas que había recibido una carta desde La Martinica, firmada por el cónsul francés en la isla, y que, por las anotaciones del sobre, había seguido un largo camino hasta llegar a él, cuando le fue entregada por un agente del Registro Civil Central.
Por esa carta se le comunicaba que D. Sebastián Dosegado Carbonero, fallecido en tierras tan alejadas, le reconocía como su único heredero, por ser hijo de D. Sebastián Dosegado Carpentier, fallecido soltero, sin hermanos ni más parentela.
Miraba ahora Parcelino aquel ave parlante que le había saludado, y, con mayor temor que el que antes había manifestado, la oyó decir, claramente:
-En este lugar, para expiación de mis pecados, he pedido a mi abuelo que haga construir esta casa en la que estás, y que, a su fallecimiento, te la donara en herencia.
Parcelino se persignó, arrodillándose.
-Hay, sin embargo, una condición, que debes cumplir.
Parcelino no pudo, sin embargo, escuchar esa condición. Había, por la emoción, fallecido.
He pasado, por casualidad, por el lugar, y comprobado que el caserón estaba abandonado. La yedra cubría, densa e indómita, las paredes y ocultaba parcialmente las ventanas, muchos de cuyos cristales se hallaban rotos. Sobre un árbol descuidado y bastante frondoso, había un gran nido de una especie desconocida.
FIN