La gestión de las grandes ciudades supone especiales dificultades. La mayoría de las urbes son resultado de siglos de intervenciones -unas en el vuelo y otras en el suelo y el subsuelo- y las corporaciones municipales, al margen de los propósitos que les animen y de sus programas (si los tienen) se deben confrontar a inercias y resistencias no siempre fáciles de detectar ya que no de vencer.
El equipo de la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, se ha conformado, como es sabido, con gentes de aluvión político y social, apareciendo como una galería variopinta de personalidades e, incluso, de ideologías. Se ha presentado a Carmena como una persona juiciosa, experimentada en el trato personal y, por supuesto, bien intencionada, capaz de aglutinar con su personalidad las complejas singularidades.
Se percibe que lo intenta. No tiene el empaque de Gallardón, la capacidad impulsora de Aguirre, la popularidad de Tierno, pero mantiene incólume la credibilidad de su postura, (al menos, entre quienes no tienen cargas ideológicas contrarias). ¿Por qué? Porque aparece con la firmeza de la abuela, correctora, pero indulgente. Todo, endulzado con una capacidad de expresión verbal sorprendentemente pobre para una persona que procede de las altas cimas de la magistratura.
Las cosas buenas de Madrid lo siguen siendo, sin que pueda apreciarse que hayan mejorado: bastantes Parques, bien distribuidos por el espacio urbano, aunque algunos (el Retiro es el paradigma) terriblemente solicitados en los días de asueto, sometidos a una presión demográfica insoportable y de uso, además, consuntivo/destructivo muy importante en algunas zonas.
La ciudad está bien dotada (con excesiva concentración en zonas de paso turístico) de bares y restaurantes para todos los bolsillos, si bien no puede decirse que tengan, en conjunto y hasta en lo particular, la calidad que cabría esperar de la capital de la cocina mundial, desplazada, en realidad, al eje Barcelona-París y sepultada por la terrible inundación de Burgers, pizzerías de tres al cuarto, kebabs de dudosa factura, pollos asados para llevar, etc,
Aunque los restaurantes, cafeterías y bares han mejorado en limpieza (presionados suavemente por un Reglamento obligatorio que se incumple e inspecciones que no se realizan), el servicio es -siempre en términos de generalidad- lento, poco profesional y distraído. Los “platos típicos”, y los menús del día, destinados a oficinistas apresurados y ay turistas despistados, al mínimamente exigente defraudan por su factura convencional, cuando no están manifiestamente recién descongelados (paellas de mentirijillas, fabadas de bote, carrileras sin identidad reconocible, cocido madrileño a la trágala, ensaladas de canonigos, filetes con patatas o lubina a la plancha).
Veo un grave riesgo para Madrid de caer en el pozo de la vulgaridad, convertirse, al fin, en un poblachón sin personalidad, lo que siempre abominó. La plaza Mayor es el paradigma del despropósito, sin que la tolerancia pueda justificar ese bodrio. Decenas de figurantes sin gracia, disfrazados de Homer, Pocoyó, Charlot o lo que salga; falsos equilibristas -algunos en composición de larga elaboración en la misma plaza con dos y hasta tres pedigüeños integrados en una carcel voluntaria durante horas, ocupan los espacios públicos, apelando a la generosidad de los viandantes que quieran hacerse una instantánea olvidable.
El espectáculo de naturaleza propia que forman las carreras de los vendedores de mercancía falsificada y la policía municipal solo tiene réplica acorde con el vergonzoso letrero -¡en inglés!- que adornó durante meses, con desfachatez oficial, el falso mensaje de acogida “Refugees welcome”. Por supuesto, el complemento obligado del despropósito son los miles de pobres llegados del fondo de Africa o la otra Europa que se reparten las puertas de supermercados, restaurantes y bares, iglesias, espacios de calles con tránsito, huecos de edificios, solares abandonados, etc. y que forman ya parte del paisaje urbano de Madrid.
Como concejala de Cultura, Carmena ha echado sobre sus espaldas una responsabilidad adicional, que parece haberse decantado hacia lo alternativo, y encuentra su mejor expresión en el espacio inmenso, desangelado y frío del Matadero.
La oferta cultural de Madrid promovida desde el municipio es escasa, reiterativa y, en esencia, pobre, tirando hacia lo marginal y cutre. En lo teatral, en lo musical, y, por supuesto, en la creación literaria.
Aunque las responsabilidades no dependan solo del Municipio, la falta de subvención y apoyos hace que, por ejemplo, el Ateneo languidezca entre sus pasados laureles y en la falta de atractivo de sus actuales ofertas, escasas y desordenadas. A veces, la ciudad sorprende con la proliferación de Meninas de cartón piedra y otros monstruos aptos para ser compañeros de instantánea de pasajeros con prisa, sin gusto ni capacidad para entender o disfrutar del arte.
Madrid tiene un buen eje museístico (me refiero, claro, al trinomio Pardo-Thyssen-Reina Sofía, completado por la Fundación Mapfre y Caixa Fórum), pero su oferta se moviliza en torno a algunas exposiciones concretas, que acaparan un público numeroso que impide el disfrute de las obras e, incluso, su contemplación. El Teatro Real es un espacio escaso para una ciudad como Madrid y, por ello, sus abonos son presa codiciada y objeto de movimientos especulativos.
Alcaldesa, Madrid sigue siendo una ciudad sucia. Muy sucia. No lo era, pero entre ciudadanos irresponsables, fumadores descuidados, marranos de profesión, cacas de perro y mal uso de los contenedores, lo hemos conseguido y no será fácil quitar esa lacra sin firmes castigos. No sé por qué se tolera que camionetas con individuos la organización adecuada para abrir las bolsas de basura o asaltar los contenedores de recogida separativa, recorran a toda marcha la ciudad, dejando tras sí recipientes destripados y desechos esparcidos. Ignoro por qué no se multa a desaprensivos que utilizan los puntos de entrega de papeles o cristales, como puntos limpios (o sea, sucios), para abandonar sus inservibles.
En fin, alcaldesa, no dudo que Vd. tenga toda la buena intención del mundo, pero le fallan las actuaciones y la coherencia entre sus compañeros de coalición. Demasiadas actuaciones anunciadas y no consumadas, consumadas y fallidas. Los carril bici se han convertido en un sendero de sustos para peatones y ciclistas, por su falta de continuidad. Las calles (no solo la M30) están atascadas en las horas punta, (y no tan punta), por autos con un solo ocupante que, supongo, a algunas horas, solo pueden ir de ninguna parte a ninguna parte. Hay líneas de autobús que, a pesar de los paneles “en pruebas”, no consiguen coordinarse. Igual aparece el vehículo al cabo de 20 minutos de espera o vienen dos seguidos.
No me detengo en actuaciones independientes de alguno de sus concejales, llevados por sus pasiones sociales y su sesgo para contentar a los que les puedan aplaudir. Si se da un paseo por la ciudad, a pie, en metro o a caballo, verá que seguimos teniendo los mismos (o más) baldosines levantados, postes mal ubicados, cornisas amenazantes, terrazas irregulares, obras ilegales, etc. Supongo que la policía municipal precisa motivación (además de autoridad): a la entrada de algunos metros leo cada día escritos en la acera que exigen su dimisión, firmada por “la policía municipal”; extraños grafiteros.
No lo tome a mal, alcaldesa, pero Madrid está más fea. La culpa la tenemos todos los que la usamos, sea a diario o ocasionalmente, pero Vd. es la cabeza visible del desaguisado creciente, y, aunque sea como buco emisario, alguien tiene que pagar por las culpas de todos.
El ave que he fotografiado no me resulta de fácil identificación. Su canto estridente me recordaba al cetia ruiseñor (cettia cetti), pero su aspecto uniforme y blanquecino, sin marcas, me inclinaba hacia la buscarla unicolor (locustella luscinoides), a salvo de la cola bifurcada de esta especie, ya que el animalillo la tiene claramente redonda y oscura, con un pico de carricero.
Cuando pasé la foto al ordenador, vi que este pájaro tenía solamente una patita, y la otra estaba replegada y encogida sobre sí misma, en una deformación insólita.