En lo que parece la vispera de una confrontación militar (escribo ésto en la tarde apacible del domingo 3o de enero de 2022), comentar sobre la seguridad desde una perspectiva general -aunque con la visión restringida de un ciudadano europeo que tiene sus únicas fuentes de información en los medios públicos-, es, al mismo tiempo, temerario y atractivo.
No quiero limitarme en estas breves notas, sin embargo, a la seguridad que pudiera derivarse de los medios para evitar o reducir el alcance en carnes propias de un conflicto bélico que se acepta como premisa que no se ha iniciado.
La historia del mundo está repleta de desgraciadas evidencias de que los Estados, los pueblos y las tribus, son capaces de enfrentarse hasta la extinción o rendición del contrario, por motivos que, en su origen, y vistos con perspectiva, parecen inexplicables o perfectamente eludibles. El libro de Margaret Macmillan, 1914, glosando con detalle la escalada de despropósitos que condujo a la primera guerra mundial, debería ser libro de lectura obligada para interesados en conocer cómo se gesta una catástrofe de gran alcance y para todos aquellos que, desde posiciones de responsabilidad, se creen capaces de controlar una incipiente tensión modulando el uso de la fuerza.
La seguridad de ciudadanos y bienes, a nivel global, es responsabilidad de los Estados, es decir de sus gobiernos e instituciones funcionariales. Si pensamos en la relación entre Estados, sus actuaciones para favorecer la convivencia recíproca y resolver por la vía de la diplomacia y la negociación, las eventuales tensiones que generen los conflictos de intereses antes que adquieran dimensiones mayores, abarcan un espectro muy amplio.
Existen las vías diplomáticas, el espionaje, la dotación de una fuerza y Ejércitos propios, los acuerdos entre Estados para actuar conjuntamente en caso de agresión de un tercero y las organizaciones de defensa, empresariales, culturales o humanitarias. Hasta las competiciones deportivas, los congresos y ferias de turismo, las exhibiciones conjuntas de armamento y los acuerdos de investigación y desarrollo de fármacos, artefactos y trasgénicos, forman parte de los instrumentos para focalizar tensiones y, por supuesto, evitarlas.
Si se diera la intención de asegurar que, en caso de conflicto que no le afecte directamente, una nación (sinónimo aquí de Estado) no se vea involucrada por disputas ajenas, la manera -bastante ingenua- de expresar que se mantendrá al margen, es declararse como neutral, pacifista o no alineado. Suiza, desde la derrota de Napoleón, se presentó ante el mundo como país neutral “de manera perpetua”. Su entrada en la ONU en 2002 y su obligación de sumarse, desde entonces, a los acuerdos sobre las sanciones que emanen de ese Organismo, (y aspiró incluso a un puesto en su Consejo de Seguridad) plantea dudas a los politólogos, especialistas en derecho internacional y a los filósofos, sobre el carácter y valor real de esa neutralidad.
Al margen de que un Estado o colectividad se declare como pacifista, ello no les exime ni libra de ser atacados. Si, dentro del mismo gobierno, una parte del mismo apoya exhibiciones de fuerza (envío de medios humanos, armamento y vehículos militares) frente a otros países que pueden desembocar en conflicto bélico y, por otra, algunos ministros y portavoces defienden mantenerse al margen, esta dicotomía patológica creará desconcierto en la ciudadanía y debilitará la coherencia internacional del apoyo. Pero no evita que la decisión se interprete inequívocamente como voluntad de participar como elemento disuasorio y, si llegara el caso, beligerante, aportando sus fuerzas al bloque al que se pertenezca y, exponiéndose, por tanto, a ser atacado directamente.
Representantes cualificados de partidos de la izquierda española, incluso desde los Ministerios que detentan, se han manifistado como pacifistas y contrarios a la voluntad expresada por el presidente de Gobierno de apoyar a la OTAN, en su contrapunto a lo que se ha dado en llamar amenaza rusa a la independencia de Ucrania, reforzando el envío de material bélico y efectivos humanos a la frontera oriental de este organismo. Esta falta de homogeneidad es inaceptable, debilita nuestra posición como país y nos presenta como socios poco fiables. (1)
España, en el terreno de la seguridad colectiva, necesitaba una revisión ordenada y urgente de prioridades, amenazas y medios. La nueva Estrategia de Defensa Nacional dará importancia a la integración de las Comunidades Autónomas en el modelo de actuación y concretará el catálogo de recursos para dejar claras las líneas de acción frente a las amenazas, cuyo creciente carácter híbrido no se le oculta a nadie. La falta de organización en el abordaje de la pandemia de la COVID ha dejado claro que es imprescindible cambiar la metodología e integrar a todos los estamentos bajo un mando único en caso de amenaza global.
No es (solo) un cometido de naturaleza militar, sino que abarca responsabilidades y medios de toda la sociedad, aunque la creciente tensión internacional, con Estados que se han dotado de medios detructivos de gran alcance e intensidad, ha vuelto a poner el énfasis -en los paises que fueron terreno operativo de la segunda guerra mundial- sobre la necesidad de tener un Ejercito propio en la Unión Europea. A finales de noviembre de 2021, el jefe de la diplomacia comunitaria, Josep Borrell, ha hecho llegar a los servicios de inteligencia de los países de la Unión un documento que presenta una nueva estrategia de defensa, impulsando una fuerza de acción rápida autónoma.
Aunque desligado de su carácter exclusivamente militar, y vinculado a la necesidad de defenderse de amenazas de naturaleza híbrida, cibernéticas, químicas, biológicas, entre otras, parece necesario volver a la formación defensiva de la población en general. Cuando en España (y otros países) el servicio y enseñanza básica militar era obligatoria, algunos jóvenes se declararon objetores de conciencia. Como sucede con casi todos los pioneros, los primeros que se manifestaron contrarios fueron encarcelados y sufrieron diversas penalidades y represalias; después, la obligación languideció y, desde hace varias décadas, el servicio militar dejó de ser obligatorio). Los Ejércitos pasaron a estar formados solo por profesionales (vocacionales o voluntarios), reduciendo su músculo personal (escuché a un general expresar que tenemos un “Ejército bosai”) y cada vez más se confía la defensa a la perfección del armamento, del equipamiento y los medios disuasorios, incluídos los nucleares y, asímismo, se potencia el empleo de medios logísticos, software sofisticado y material de inspección y ofensa no tripulado.
Urge un planteamiento general, sólido y asumido por la mayoría, de las estructuras de defensa. La seguridad colectiva exige dotarse de un músculo y una potencia de actuación propia y vincular esa facultad autónoma a los medios de que dispongan los Estados aliados. No se trata de ver a otros Estados como potencialmente enemigos (aunque, al considerar las amenazas, se deberá cualificar cuidadosamente su nivel de agresividad contra nuestros intereses), sino tener clara la manera de reaccionar ante una agresión de cualquier tipo con los medios al alcance.
Ser pacifistas no nos libra de estar amenazados ni, por supuesto, de ser atacados. No será por misiles de cabeza nuclear, sino por secuestro de claves y cuentas bancarias, ataques con virus y bacterias debilitantes o letales, generación de pánico o intranquilidad por asesinatos y atentados, suspensión de suministros esenciales para nuestra economía, etc. Lo que los militares llaman envío de “botas sobre el terreno” (fuerzas militares luchando con armas más o menos convencionales sobre el espacio físico) tienen ahora un valor reducido. Han pasado a ser exhibiciones de prudente poderío, asimilables a los bufidos de berrea o al despliegue de plumas de machos de combatientes, con pretensiones de distracción sobre los métodos más sutiles y eficaces de derrotar al enemigo.
Ojalá nunca tengamos que gritar “¡Seguridad, seguridad!” porque ya nos parezca imprescindible contar con ella, porque será demasiado tarde.
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(1) Las versiones de la situación, por parte de rusos y prorusos y proamericanos y atlantistas, difieren sustancialmente. No tengo ahora el propósito de analizar esas discrepancias. Me pregunto, sin embargo, si la OTAN ha evolucionado para ser bastante más que un organismo militar y la naturaleza de los intereses de Ucrania para integrarse en ella o en la Unión Europea.