El último día de octubre es el Jalouín, un pretexto para disfrazarse de zombi, vampiro o -como diría Sofía, una de mis nietas- de bruja mala. Es una fiesta divertida, en la que los niños se pintan ojeras, recortan ojos y bocas en calabazas para que reluzcan en la oscuridad los fulgores de las velas y reparten caramelos o gastan bromas a los mayores.
Por supuesto, quienes más disfrutan de este jolgorio colectivo son los adolescentes, siempre dispuestos a convertir cualquier pretexto en una aglomeración multitudinaria, en la que se canta, se baila, se bebe y se deja pasar el tiempo en la agradable compañía de amigos y, sobre todo, de desconocidos.
Los españoles tenemos fama de saber divertirnos, si bien nuestras raíces carpetocatólicas, siempre atentas a detectar el pecado en todo lo que hacíamos, han dotado a buena parte de las ocasiones en las que deberíamos de pasarlo bien de un trasfondo melancólico, adusto y trascendental. Tenemos una Semana Santa, un Corpus, una Sacramental, un Día de Difuntos,…casi todos los santos que veneramos son mártires, vírgenes y llevaron vidas aburridas.
Por eso, en los últimos tiempos, hemos demostrado una excepcional capacidad para incorporar fiestas ajenas a nuestro santoral despojándolas de cualquier significado, para convertirlas, pura y simplemente, en diversión. Halloween es, junto a las vacaciones de la Semana en la que celebramos la pasión de quien vino a darnos ejemplo de vida otorgándonos el espectáculo imaginero de una muerte llena de colorido, genuina demostración del travestismo ideológico.
Jalouín, es decir, Halloween, la transliteración de All Hallows’ Eve, es nuestro viejo Día de todos los santos, en el que las familias acudían a los cementerios para limpiar las tumbas de sus allegados difuntos, poner flores y rezar varios padrenuestros por su eterno descanso. Qué tiempos.