Hace unos días leía que los productores de carne de cordero abulense se quejaban de la entrada masiva de carne australiana, a menor precio y peor calidad. Según los entrevistados, el consumidor español no apreciaba las diferencias organolépticas y solo se fijaba en el precio y no en la etiqueta que reflejaba el origen de la carne. La consecuencia de la pérdida de competitividad era que se estaba perdiendo la cabaña propia ovina.
Circunstancias similares serían de reseñar en la carne de vacuno, en donde la entrada de canales procedentes de Argentina, está doblegando la tradicional supremacía de los bóvidos del Cantábrico o de las sierras madrileña y salmantina a la hora de poner un filete o un guiso de ternera al plato.
Venía yo fijándome en las etiquetas de la ropa y calzado que entra en mi casa y ya había tenido ocasión de admirarme de la procedencia de los pantalones, chaquetas, corbatas y calzados (por ejemplo) que adquiríamos en los comercios españoles, incluso aunque fueran de nombres tan acreditados por su vinculación con la piel de toro como Zara, el Corte Inglés o Cortefiel. No hace falta sumergirse en la plétora de tiendas chinas que han inundado las calles de la geografía citadina, para saber que casi todas provienen de Marruecos, India, Bangladesh, Portugal, Brasil o Túnez.
Por supuesto, tengo asumido que los productos llamados de alto valor tecnológico añadido serán, con gran probabilidad, chinos, coreanos, alemanes o norteamericanos; que los libros habrán sido editados en México o Argentina y que los cacharros de loza y las toallas serán portugueses. Pero…¿y los productos alimenticios que pueblan las estanterías de los hipermercados? ¿Habrán sucumbido también las multinacionales con sede en Francia o en Alemania al encanto de la producción más barata, pasándose por el arco de su triunfo la calidad de los genuinos géneros hispanos?
Sí. La respuesta es, sí. Las lentejas y garbanzos de la prosaica y conspicua marca “La asturiana” provienen de USA o Canadá, y no importará la denominación que debiera teóricamente servir para identificar el origen de un producto, ya sean los espárragos de Tudela, las lentejas de Andújar o las naranjas de Valencia, habrán sido recolectados sabe dios dónde, aunque probablemente “envasados en la UE”.
Puedo seguir así hasta hartar al lector. Las patatas, ya sean de freir o de asar, serán francesas; los langostinos, junto con sus semejantes, sin importar se denominen gamba, gambón o camaroncito, habrán sido criados en las piscifactorías de Cuba, Estados Unidos o Ecuador y, por supuesto, el salmón, la corvina, la merluza y los sucedáneos de pulpo, percebes y rodaballos, serán chilenos, noruegos, argentinos o de cualquiera otro lugar especializado en el nursering y hatchering de alevines de especies con buen pedigree oficial criadas en cautividad para alimentar los estómagos de los no veganos.
No pretendo romper una lanza (ni media) a favor del consumo de productos españoles. Allá se las entienda el mercado con el problema. Pero sí debo preguntarme: Si casi todo lo que necesitamos aquí viene de fuera, incluso lo que, por la mera lógica económica, aunque los costes de mano de obra fuera sensiblemente menos, sería tremendamente caro transportar desde allende los mares, ¿qué está sucediendo? ¿Puede ser admitido, sin más, que países con una renta per cápita muy superior a la nuestra, se hayan convertido en proveedores de productos básicos? ¿Qué milagro de incompetencia productiva y de distribución ha hecho posible que en un país con amplias extensiones de tierra semiárida, las pipas de girasol vengan envasadas primorosamente como “producto de USA”?
Mientras trato de responder a esta y a otras preguntas, ayudo a mi esposa a preparar una tarta con semillas de amapola -sí, esa simpática papaverácea que inunda los campos castellanos-. Miro la etiqueta del envase y leo en voz alta. “Producto envasado en Alemania”.
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Un mosquitero común (phylloscopus collybita) apaga su sed y, de paso, se libra de suciedades y parásitos, dándose una zambullida en las aguas de un estanque del Parque del Retiro, en Madrid. Este ejemplar ha elegido para pasar la invernada el centro de la capital de España, en uno de las decenas de pulmones verdes de la contaminada ciudad. Estuve observando sus evoluciones durante un buen rato, entusiasmado yo por el bello contraluz y absorta el ave en sus abluciones. De pronto, el pájaro se fue a su aire y este torpe filósofo de aparentes realidades, debió seguir con su paseo, cámara en ristre, pensamientos a la deriva.