La señora que ocupaba el asiento de al lado en el autobús que nos conducía a la Plaza de Castilla, aprovechó que yo había levantado los ojos de los papeles que estaba leyendo, y me preguntó, con educada dicción: “¿Va Vd. a alguna parte?”
Estaba aún bajo los efectos de asimilar la insólita cuestión, cuando mi acompañante circunstancial me dio una explicación acerca de su propio viaje: “Yo no voy a ningún sitio. Por la mañana, como tengo tarifa de la tercera edad y no me cuestan los viajes, cojo el primer autobús que pasa por mi parada y me voy cambiando de uno en otro hasta la hora de la comida. Así paso el día entretenida y conozco gente”.
Supongo que el propósito principal del “viaje a ninguna parte conocida” que vienen haciendo nuestros representantes en Cortes desde diciembre de 2015, es el de pasar una temporada entretenida y conocer gente. Su exposición pública nos ha ayudado, también, a conocerlos a ellos mejor lo que, lamentablemente, y hablando en general, no significa que hayamos incrementado nuestro aprecio hacia sus personas, capacidades y actitudes.
Está claro que han confundido la trascendencia del momento. No se está negociando un cambio de las posiciones astrales, ni siquiera del paradigma tecnológico (si es que esta combinación de palabras significa algo para el lector), ni la solución global y definitiva a los problemas de la Humanidad. No. Lo que se pretende es que alcancen un mínimo consenso para que un equipo de gentes asuman el Gobierno de los temas de este país, y se conforme una oposición leal y constructiva que actúe de acicate y vigilancia de aquél.
Vamos ya. A mi no me parece que haya que rasgar las vestiduras del templo para aceptar que se abstenga el PSOE, en todo o parte de su bancada, y que siga gobernando el PP, incluso con Rajoy a la cabeza, unos meses más. No veo opciones para un acuerdo precario de coalición Unidos Podemos, Ciudadanos y PSOE que haga a Sánchez presidente por algunos días. Y no me parece serio abocar a la ciudadanía a que repita la manifestación de sus preferencias.
Es deplorable el espectáculo de corrupción y amiguismo que, durante años, han estado representando el PP y el PSOE allí donde les correspondió gobernar. Nos avergüenza a todos. No ha sido tan grave como el contubernio de muchos alemanes con los nazis o de no pocos españoles con el franquismo, ni nuestra sensibilidad colectiva se ha vuelto tan casposa como la de esa mitad de norteamericanos que dicen apoyarán a Donald Trump hacia la presidencia de su país. Seguramente lo que nos pasa, como otras veces, es que nuestros delincuentes, nuestros listillos, nuestros paniaguados y tramposos son menos hábiles, más confiados, más cutres, que los de los países que nos aventajan en defender su civilización y su orden establecido, y le sacan colectivamente mejor provecho.
Sea por lo que fuere, tenemos el país patas arriba, el empleo por los suelos, la economía a la deriva, las instituciones a la greña o en hibernación placentera. Aquí y allá, observamos cómo se abren nuevos casos judiciales que se acumulan a los existentes-incluso algunos afectando a personas próximas a la Jefatura del Estado-. Tanto desorden ha conseguido trasladar al pueblo llano la certeza de que España es/era un cortijo en el que unos pocos se repartían/reparten las prebendas principales. Claro que los demás, por aquello de la subsistencia, procuraban/procurábamos/procuramos hacerse/hacernos con algunas migajas. Qué le vamos a hacer, la crisis económica ha hecho inocultables nuestras profundas deficiencias colectivas.
Si tuviera la solución definitiva para los problemas de nuestro microcosmos hispano, prometo que la aportaría de inmediato. No la tengo y, por más que leo y escucho, no conozco a nadie que la tenga. A veces contemplo con cierta envidia a los que manejan el martillo. Qué gusto tiene que dar, machacar desde el suelo una estatua caída por vencimiento de sus pies de barro, quemar una bandera convencido de que alguien se sentirá ofendido, romper un escaparate y saquear su contenido o plantear una batalla a las fuerzas del orden, con piedras, barras y botellas incendiarias, amparados en un grupo que ha sido convencido de que ha llegado el momento de reivindicar su derecho pacíficamente.
Solo que yo vengo con mi mochila a cuestas, curado de espantos, escéptico como la tabla de lavar. Mi vida, ya larga, me ha enseñado que para conseguir modificar las cosas hay que combinar habilidad, inteligencia y sentido de la oportunidad. He visto caer -sí, también en las garras de la corrupción que previamente habían vituperado con ardor- a unos cuantos que parecían puros, acomodarse a no pocos que habían prometido no cejar, sufrir y padecer a los mejores, abandonados a su suerte por los que los jaleaban.
Jóvenes, verdaderos jóvenes, y aquellos ancianos que los hostigáis, animándolos a que se lancen a una opción de acuerdos contra historia y natura en el deseo de cambiarlo todo, atentos. Aunque no le sepáis expresar bien, lo que intuís es correcto. Tenéis razón, el mundo está corrupto, las instituciones tienen en sí la semilla de la autoreproducción, los controles no funcionan como deberían, las mejores opciones no salen al mercado, etc., pero… por doquier las trampas proliferan para los ingenuos e incautos.
Es muy lógico que creáis imprescindible actuar con decisión, romper las cadenas, cambiar modos y métodos. Incluso entiendo que deseéis probar un antídoto fuerte, y apetezcáis lanzaros por el camino de la revolución. Ha de ser agradable -me repito- destruir cuanto apetezca destruir. Salirse del mercado, del orden, de cualquier doctrina.
Por ese instante de sumo placer algunos visionarios han entregado sus vidas en el pasado. Aunque, si os fijáis bien, la mayoría de los que encendieron las mechas fallecieron en sus lechos, tan campantes.
Y hoy, porque aprecio su trayectoria y su inteligencia, quiero invocar a un asturiano que fue víctima de una conspiración combinada de los que le envidiaban, los que le temían, los que no supieron o no quisieron protegerlo teniendo la fuerza para hacerlo, y aquellos no sabían nada de su vida y talante, pero creyeron que matándolo se libraban de un enemigo: Melquíades Alvarez. No es una calle, no. Fue todo un personaje, un intelectual sensato, un político sincero, un caído en la vorágine de una contrarevolución sin objetivos, y la ponzoña de un levantamiento militar con santo y seña.
La foto que ilustra este reportaje es la de un papamoscas cerrojillo. Está inspeccionando la posibilidad de instalar su nido en el agujero de un tronco de árbol. En otras fotos, he captado a su pareja. Imagino la ilusión con la que se asentaron en lo que creían el adecuado lugar. La proximidad a mi ventana me permitió vivir su tragedia completa. Unos días más tarde, cornejas y urracas tomaron posesión del sitio, deshicieron el emprendimiento, desbarataron la previsión de nidada. No volví a verlos.