De momento, mantengo con mi nieta el ritmo de escribir un Cuento cada día (de madrugada). Ella, agradecida porque la distraigo en el trayecto desde casa al Colegio, me dice que “le encantan”. Y esas escuetas palabras suenan a gloria en mis oídos.
Desmontando la Torre de Babel
En el reino de Cantoprimo, vivian felices. Al fin, tenían un proyecto común y solidario. La historia de ese país era muy compleja y, por ello, interesante. Si nos remontáramos a unos cuantos siglos atrás -tampoco muchos, porque los acontecimientos que forman parte del progreso de los pueblos, son relativamente recientes- los eruditos podrían sacar la conclusión de que, cuando sus habitantes estaban unidos, todos avanzaban. Unos más y otros menos, pero avanzaban todos. Si, por cualquier razón aparecían discrepancias, reales o inventadas, podían incluso enzarzarse en controversias interminables e, incluso, habían llegado a meterse en guerras terribles. No faltaban vecinos que les animasen a pelear, seguros de que así sacarían -ellos- provecho propio.
Seguro que sabéis el relato de la Torre de Babel, que es uno de los más curiosos de la Biblia. Los descendientes de Noé querían construir una torre muy alta que llegase hasta el cielo. Estaban en ello, y ya habían avanzado unos cuantos pisos (hay un cuadro muy bonito de un pintor holandés, Brühgel el Viejo que trata de recoger esa escena), Yahveh, que es como se llama a Dios en el Antiguo Testamento, se enfadó de la soberbia de aquellos a quienes había salvado del diluvio y lanzó un maleficio, o algo parecido, por el que empezaron a hablar lenguas diferentes y no se entendieron más, por lo que tuvieron que abandonar su proyecto y separarse.
Podéis pensar que este asunto de la Torre de Babel es un cuento, y no os faltará razón. La Biblia tiene bastantes cuentos o historias sacadas de la fantasía, lo cual no quiere en absoluto significar que sean inútiles. Al contario: se pueden sacar de ellas consecuencias muy interesantes. Son metáforas, parábolas, fábulas.
En Cantoprimo tenían una lengua común, que hablaban todos sus habitantes y, además, compartían con millones de personas de otros países. En algunas regiones de Cantoprimo había unos pocos habitantes que hablaban incluso dos lenguas: una, la común, que dominaban y otra, especial para el territorio que, sobre todo por tradición familiar, se transmitía de generación en generación.
Aparecieron de pronto varios estudiosos sin mucho que hacer, algunos de ellos, con ganas de pasar a la posteridad como historiadores y decidieron que esa lengua especial del territorio, que hablaban muy pocos, había que convertirla en obligatoria en las escuelas, porque era el mejor reflejo cultural, una huella clara, de que sus antepasados habían sido sojuzgados y esclavizados por quienes habían impuesto una lengua común. Era una idea descabellada, pero encontró el apoyo de bastante gente y, sobre todo, de quienes aspiraban a tener el poder.
Así que se obligó a que todos los niños estudiasen y hablasen en esa lengua que estaba a punto de ser olvidada para siempre, salvo por los estudiosos de la evolución de las lenguas, como pasa con el latín, el griego y el sánscrito, por ejemplo. Si querías conseguir un empleo en la administración regional, además, deberías hablar perfectamente esa lengua, a la que como le faltaban muchas palabras, se le añadieron varios miles, inventadas, que se recopilaron en una gramática.
Al cabo de unas pocas decenas de años, en esa región particular de Cantoprimo, muy pocos en ella hablaban la lengua que habían tenido en común con el resto del territorio. Estaban contentos, de momento. La lengua actuaba de muralla, como una defensa para que ninguna persona de fuera de la región ocupara puestos de trabajo en ella, si no aprendía a la perfección ese idioma, parcialmente inventado.
Pretendían los dirigentes de esa región, conducidos por un extraño espejismo, convertirse en un país independiente. Y estaban a punto de conseguirlo. Después de todo, argumentaban, había países aún más pequeños y con menos habitantes que eran reconocidos como uno más, en el concierto internacional.
Pero sucedió algo terrible. El impulso de la región decayó de pronto. Faltos del apoyo del Estado central, no tenían el mismo crédito que antes, no recibían los mismos importes de subvenciones. Sus productos pasaron a ser más caros y no competitivos. Además, cuando tenían que negociar algún contrato con otros países, incluso con empresas de otras regiones de Cantoprimo, debían hacerlo a través de intérpretes, lo que resultaba muy caro. Aún peor: sus profesionales, que tenían merecida fama anterior, la perdieron. Los mejores profesores de Cantoprimo renunciaban a trasladarse a esa región marginal, para no empeorar sus currícula.
Era la fábula de la Torre de Babel, solo que construida al revés. Los propios habitantes de la región habían decidido separarse de los demás. En un mundo en donde es importante la solidaridad, el entendimiento entre los pueblos y, también, en un escenario muy competitivo en el que, cuanto más fuerte el músculo, mejor, aquella región había decidido cortar amarras con el buque más grande.
Este es un cuento abierto. No tengo claro cómo terminará. Pero sí cómo desearía que terminara.
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