Este verano se fue para siempre -a ese no lugar en donde ubicamos a los muertos- mi tía Inés . Era mi tía más joven y, como en la familia somos formalmente bastante ordenados, fue la última en decir adiós, por lo que, de mis hermanos y primos carnales, el siguiente en la lista soy yo.
No tengo especial emoción por las consecuencias previsibles que corresponderían a ocupar un lugar de tan hipotético privilegio, pero tampoco me preocupa en absoluto ser el que ocupa el primer lugar de los destinados a pasar al más allá, o sea, a desaparecer para siempre. Al fin y al cabo, es el destino de todo ser vivo, aunque nos lo adornen con promesas de vida eterna, transmitidas por enviados nada creíbles de los imaginarios designios de un -no lo niego- deseable poder superior pero claramente poco conspicuo de interesarse específicamente por nosotros.
La interrogación con la que titulo este comentario veraniego la tomo de un escrito procesal de uno de mis tíos más exóticos, el abogado Mario Fernández Carrio, fallecido hace dos años, también en verano.
Ante la pretendida erudición con la que un colega adornaba de latinajos su alegato jurídico, escribía, en primer lugar, que había consultado la traducción de los mismos con un viejo sacerdote, quien, después de mucho cavilar, había concluido que bastantes de ellos eran intraducibles, o estaban mal construidos o no tenían el significado que se pretendía para ellos.
Así que mi tío, rechazando los argumentos de contrario con el descrédito, que es la forma más segura (y cruel) de avanzar en una defensa, recordaba que, en el pueblo, un día que llovía mucho, una paisana del lugar (tal vez la misma que contestaba, a quien se interesaba por cómo se encontraba, con la frase feliz de “Ay, fíu, menos la regla tengo de todo”) le increpaba a un guaje que, despreciando las madreñas, se aventuraba por la caleya camino del bar:
“¿A dónde vas, rapaz, lloviendo como tá y de alpargates?”.
Pues eso. Leyendo y escuchando muchas opiniones de las que, no solo nuestros políticos, sino muchos de los que creen saber por dónde van, me pregunto qué hacen de alpargatas por los charcos.
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P.S.
Mi tía Inés era la viuda de mi padrino de abogacía, Justo de Diego Martínez, fallecido hace poco más de cuatro años. Era una adolescente cuando yo nací, y me paseó muchas veces, en el carrito aparatoso en el que se lucía por entonces a los niños bien, por el Bombé y otros lugares del campo de San Francisco, y de Oviedo. Descansa en paz.