Mucho por hacer

José Miguel Mas-Hesse, investigador principal del equipo Consolider-GTC Estallidos-CSIC, es un magnífico divulgador. He escuchado algunas de sus conferencias, todas de gran interés y efectividad. La que me causó más impacto, por lo contundente de la visión que ofrece es la que pronunció, hace ya algunos meses, en la U.P. Carmen de Michelena de Tres Cantos, que, bajo el título: “De la formación del Universo al origen de la vida” está recogida en internet en el enlace:   https://www.youtube.com/watch?v=-xn0cfgcNm0

Recomiendo escuchar esa hora de brillante erudición del Dr. Mas, a todos cuantos tienen preguntas sobre la naturaleza de nuestro Gran Entorno. No obtendrá todas las respuestas, pero se habrá enterado en tan corto espacio de tiempo de las principales conclusiones a las que ha llegado la astrofísica. Hay que advertir, claro, para los no acostumbrados al lenguaje científico, que esas conclusiones podrían ser revisadas o matizadas si varían las bases experimentales y los fundamentos de los cálculos que han conducido a ellas. Pero, hoy por hoy, son nuestra verdad.

Ese m0mento en que “el tiempo y el espacio desaparecen” sucedió hace 13.800 millones de años, según se ha podido deducir, en cálculo retrospectivo, a partir de la velocidad de expansión del Universo, dato que puede ser observado y medido con gran exactitud.  También se sabe que el sistema solar tiene una antigüedad de 5.000 millones de años y que su futuro a muy largo plazo está regido por la gran probabilidad de ser absorbido por la galaxia Andrómeda, a la que se encamina, lo que sucederá dentro de otros cuantos miles de millones de años.

Se ha llegado a predecir, con los datos y observaciones más recientes, las opciones más probables de evolución del Universo:  a) su colapso (en el caso de que la fuerza gravitatoria venza a la llamada materia oscura), o b) la expansión indefinida de las galaxias (si la energía oscura gana el pulso, aunque no será suficiente para romper las galaxias).

Si enfocamos el periscopio cósmico hacia dentro de nuestro organismo, la complejidad de nuestro cuerpo parece una réplica a escala diminuta de lo cosmológico. Casi una caricatura micro-liliputiense. Tenemos más células en él que estrellas hay  en la galaxia (40 billones). Sorprendente resulta conocer que albergamos más de 100 billones de microorganismos, si bien esta población de la que somos el soporte físico, solo representa un 2 por ciento de nuestro peso corporal.

Nuestra peculiaridad no proviene del campo físico, sino del metafísico. Somos el único organismo conocido capaz de la consciencia, esto es, de tomar conocimiento de que existe, o -dicho con palabras menos agradables-, de saber que está condenado a morir, consecuencia de nuestra condición de “ser finito” en un tiempo y un espacio minúsculos.

La brillante conferencia de José Miguel Más, me sirve para poner de manifiesto el poso de obligada reflexión que produce tomar consciencia concreta de nuestra ínfima categoría cósmica. Contemplar el firmamento en una “noche estrellada” resulta siempre muy evocador y poético, aunque es inevitable concluir que la existencia de una realidad inabarcable empequeñece, hasta hacerlas banales, nuestras preocupaciones, nuestras vidas, nuestros logros y afanes. Solo conocemos de qué está formado el 4,9% del Universo. El resto, es aún oscuro, no sabemos nada de él.

¿Será ese porcentaje similar a lo que conocemos de nosotros mismos? Pienso que sí. Aunque hemos avanzado mucho en el análisis de lo que sucede, aparecen continuos retos y el camino a recorrer parece estar recomponiéndose a medida que avanzamos. Con todo, aquí estamos, en un esfuerzo personal, pero sobre todo colectivo, empeñados en dirigir la potencia de nuestra capacidad de discernir, para adentrarnos en lo desconocido.

La consciencia de nuestra finitud nos confirma que no podremos dominarlo, porque el cosmos tendrá existencia mucho más allá de la nuestra como Humanidad. No importa. La satisfacción vendrá por el lado del conocimiento. Saber por qué. Debemos conformarnos con eso.

¿Se podrá llegar a saber en qué tenía razón Albert Einstein exactamente?

Después de ver la película de ciencia ficción Interstellar, con mi cerebro aún aturdido por las elucubraciones inverosímiles de esa historieta de redención apocalíptica, descubrí con emoción que entre los Extras incluidos en el dvd, se ofrecía una entrevista a Eric Thorne, catedrático de Fisica Teórica del Instituto Tecnológico de California.

Thorne había sido el asesor científico del guión y con convincente tono, explicaba a los legos de la cosmogonía, entre los que figuro -por padecer el síndrome de la predominancia metafísica- como uno de los más retrasados del pelotón, que lo que se contaba en la película de Chris Nolan tenía un soporte aceptable en la teoría de la relatividad avanzada.

Llegado a este punto, debiera recomendar al lector que quisiera pasar por entendido en las ondas gravitacionales que, además de leer algo de lo mucho que se está escribiendo sobre ellas, vea la película Interstellar. No le garantizo que se convierta en un erudito después de esa inmersión en las intimidades del tiempo, pero podrá alardear de estar convencido de que a Erik Thorne y a Rai Weiss (el alter ego europeo del primero) les va a conceder el próximo premio Nobel en la materia.

Ambos científicos son los principales culpables del proyecto LIGO (Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales), que está concebido para detectar los efectos sobre el espacio tiempo de la explosión masiva de energía causada por la colisión de dos agujeros negros a velocidades superiores a los cien mil km/s y a más de mil millones de años luz de la Tierra.

Pues bien: cuando aún se encontraba en pruebas el hipersensible sistema para captación de tales microefectos (por causa de la distancia a que se produjeron los fenómenos), algunos aparatos de parte de los 80 centros destinados a detectar esa anomalía cósmica, registraron oscilaciones que no provenían de las causas conocidas, que se habían, obviamente, filtrado previamente.

“Vimos en acción que la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado, la ecuación que todo el mundo conoce” -expresó, con la habitual riqueza comunicativa de los sabios, uno de los científicos que trabajan en el proyecto.

Los titulares de prensa de estos días resaltan que ese descubrimiento prueba que existen ondas gravitacionales, capaces de retrasar localmente la flecha del tiempo, aunque sea de forma mínima, respecto al reloj cósmico absoluto y, en consecuencia, Albert Einstein tenía razón.

Gran tipo, ese Albert, capaz de desplazarse con lápiz de mina de carbono sobre un papel pautado que iba rellenando con ecuaciones de máxima complejidad y que, convenientemente simplificadas, desembocaban en una fórmula que es más fácil de recordar que la de la Sachertorte.

Por fortuna para quienes necesitamos tener pruebas de su esencia humana, nos dejó también una prueba irrefutable de su cortedad emocional. Su historia de acoso moral con la científica Mileva Maric, su primera esposa, madre de sus dos hijos, compañera de Facultad y codescubridora de la teoría de la relatividad, que renunció a aparecer como coautora de los artículos que Einstein firmaba solo, con una enamorada explicación: “Wir sind ein Stein” (1), nos ofrece la evidencia.

Porque, ya obtenido el reconocimiento por sus trabajos, pertrechado en su aislamiento gravitacional, levitando sobre su ego humano, Albert escribía a Mileva una Nota con instrucciones tajantes, hirientes, precisas, acerca de cómo debería disponer de su ropa interior y sábanas, preocuparse por mantener a los hijos fuera de su despacho y, por favor, no osar dirigirse a su eminencia más que para contestar escuetamente a lo que él, dios, le preguntara, cuando y cómo quisiera.

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(1) “Somos una Piedra”