Publica El País del 19 de julio de 2015, en la sección de Opinión, un artículo de Pablo Iglesias (Turrión), secretario general de Podemos, titulado “Una nueva Transición”. Iglesias presenta un relato fáctico de lo sucedido a partir de 1978 en el escenario político de España que no tengo mayor problema en identificar como “de parte”, es decir, interesado.
Dada la edad del firmante y su relación indirecta con los hechos que narra, tampoco se puede aceptar su declaración como testigo, aunque, dada la formación académica de Iglesias y el que hasta ahora su modus vivendi fuera de Profesor universitario, no hay razón para negarle, en principio, la calificación de perito, si bien, al no haberle tomado previamente juramento o promesa de decir la verdad, cabría tener dudas de si lo que afirma es resultado de ciencia o producto de una calentura.
No soy yo proclive a conceder títulos de experto a quienes analizan hechos que solo conocen de oídas y leídas, especialmente si tengo la sospecha de que pretenden obtener tajada del relato. Pero que el autor sea hoy día candidato a la presidencia del Gobierno de España, y que lleve la enseña de capitán de una formación política que despierta adhesiones inquebrantables como no se conocían desde los tiempos de la dictadura de Franco, confiere a sus reflexiones un carácter relevante y, dado lo colorido y ágil con que las presenta, sería de necios despreciar su influjo doctrinario.
Si a Iglesias se le puede negar el carácter de testigo neutral y hasta el de experto en prácticas políticas, dado su corto pase por la escena, distinta calificación merecería Jorge Verstrynge, rigurosamente coetáneo de quien esto escribe (ambos nacimos en 1948).
Verstrynge, en una entrevista realizada con el formato de loor de santidad y con un distendido encuadre televisivo (La Sexta, bajo el título, con divertida connotación para perversos, de “Al Rojo vivo”), en la madrugada del mismo día 19 ofreció también un recorrido pictórico sui generis sobre la política de los últimos cuarenta y tantos años de nuestro país.
En este caso, el relato fáctico cuenta con la calidad testifical y la riqueza anecdótica y semántica, de quien ha vivido los hechos en primera persona, y, además, ha experimentado en sus propias carnes, siendo él mismo un brillante resultado, una secuencia intensa de cambios ideológicos. Puede que la de Verstrynge sea la más variada, compleja e inaudita carrera política de cuantas puedan presentarse en España, tierra, por cierto, nada escasa en transfuguismos políticos ni en cambios de chaqueta.
Dijo Verstrynge, que Iglesias había sido uno de sus mejores alumnos. Lo expresó con evidente admiración, por lo que cabe interpretar que, para el maestro, pocos como Pablo Iglesias (Segundo) han captado en profundidad y en toda su complejidad, la esencia del Camino Iniciático que a él le condujo a la Verdad, al Nirvana político, a la revelación que inspira al bienaventurado a ser otro Buda.
Así lo pone de manifiesto el sendero recorrido por Verstrynge, lleno de trampas y caídas: desde el neofascismo francés, pasando por Alianza Popular -en donde tuvo el placer morboso de hallarse sentado a la derecha del padre-, … siguiendo por las frondosas ramas del socialismo felipista -en donde apenas si tuvo tiempo a una pirueta-, hasta arribar, después de un itinerario por el comunismo de cartilla, y ya casi purificado de toda mancha anterior, al círculo interior de la devoción mística por los principios inquebrantables de la revolución bolivariana.
Cierto que aún se le advierte, como una verruga, un suave aprecio hacia las esencias del comunismo teórico, que ve encarnadas hoy en Cayo Lara, cuyo aspecto y tono venerables aseguran su incapacidad para enfadarse ni con quien le haya robado los calzones. La condescendiente sonrisa con la que Verstrynge despachó el tema del futuro del viejo león desdentado, revelan que le inspira más lástima que recuerdos del terror bakuniano, superados hoy por el mensaje vertical, integrador, con la visión inspirada de que habrá, otra vez, un Partido Único, gran unificador de las inquietudes del pueblo, encajadas en un mosaico común, en el que todos se sabrán escuchados.
Mientras leía, caladas mis gafas, las frases inspiradas del erudito Pablo Iglesias, reconociendo que “llevamos un año preparándonos para ganar siendo la fuerza política que representa a las clases populares y a la sociedad civil (…)” sentí el escalofrío de quien teme encontrarse otra vez en la noche oscura de las almas, junto a otras víctimas agrestes con incapacidad para sacar el menor partido, la mínima ventaja, de cuanto saben y conocen, pobres diablos que siempre estarán del lado equivocado. Tipos que jamás se sentaron junto al poder, pero nunca les pareció una buena opción alinearse contra él.
De pronto, recordé aquellos tiempos en que la llamada Facultad de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales, hacia 1971, en los arcanos académicos de la Complutense, misteriosa para quienes habíamos estudiado en una Escuela Superior de Ingeniería, e incluso para quienes nos animábamos a investigar en los recovecos de la Filosofía pura, se escindió en dos: Ciencias Políticas y Sociología y Ciencias Económicas y Empresariales. Fue preludio de posteriores divisiones, que vinieron a demostrar la actividad generadora de esos saberes nuevos, despreciados por técnicos y los filósofos, y probaron la fuerza creativa de sus impulsores, cocineros autolaureados que introdujeron ingredientes exóticos y citas foráneas para salpimentar lo que se coció en los fogones de nuestra polis.
Comprendo bien que Pablo Iglesias, acompañado de otros muchos estudiosos de la ciencia política, se crean capacitados mejor que ningún otro para dirigir ahora el cotarro real: No han vivido el cambio, pero lo han estudiado en las aulas, lo han digerido ya explicado y condimentado, mamándolo de los pechos ideológicos de personas experimentadas como Jorge Verstrynge, navegante superviviente en todos los mares.
Para mayor facilidad didáctica con la que propagar el mensaje, lo encuentran incluso representado en secuencias memorables de películas interpretadas por Marlon Brando -la “genial Queimada de Gillo Pontecorvo”- (cito literal del artículo)… Al fin y al cabo, todo se concreta en argumentos sencillos, mandamientos irrefutables que se reducen, en esencia a dos: denunciar la corrupción de todos los gobernantes anteriores, y dejar que el pueblo se exprese, porque en él está la verdad.
No soy capaz de desentrañar lo profundo del mensaje, por más que me devano la sesera. Por eso, me pregunto, consciente de que llego ya demasiado tarde para emprender otra carrera univesitaria: ¿Qué se estudia en las Facultades de Políticas?
¿Me he perdido algo? ¿Es una rémora insalvable haber permanecido fiel a los principios éticos que me inculcaron mis padres? ¿No me servirá de nada haber estudiado Historia por mi cuenta, buceando en múltiples fuentes, sin admitir que una persona sola me la explique? ¿Es un desdoro haber conocido de primera mano muchos currícula de arribistas, salvapatrias y sabihondos? ¿Pesa en mi contra que nadie me haya considerado jamás su mejor alumno, ni siquiera en las Universidades en donde obtuve mis títulos académicos?
Y, por cierto, ¿dónde puedo homologar el recorrido experimental que me acreditaría como escéptico ante quienes se arrogan la capacidad, derivada de su presunta superior inteligencia, para otorgar títulos de expertos en legitimidad y proyectos de país?
Porque, como he escrito muchas veces, una cosa es predicar y otra dar trigo. Aunque se tenga el campo, hace falta la semilla. Y para hacer buen pan -prefiero el de muchos cereales y libre de toda mamadura-, mejor el saber práctico del panadero, que pertrecharse tras libros de cocina.