
El 4 de diciembre de 2018, como cada año, celebran los mineros y artilleros la festividad de Santa Bárbara, una santa cristiana singular y controvertida. Este año cumplí mis setenta, y el Colegio de Ingenieros ha establecido la norma de obsequiar a quienes ya franqueamos esa frontera, con una insignia conmemorativa. A mi se me dio la oportunidad de pronunciar una alocución, que transcribo a continuación.
Queridos compañeros y amigos; familiares y amigos de compañeros:
El decano del Colegio de Centro, Rafael Monsalve, me ha pedido que pronuncie unas palabras en este acto-me ha orientado que debían ser unos quince minutos- en representación del colectivo de quienes cumplimos setenta años en 2018. Es decir, de aquellos ingenieros de minas que nacimos en 1948 y estamos colegiados en el Colegio de Centro en este momento de nuestra vida.
Es un honor, desde luego, pero también una responsabilidad. Cuando repaso la relación de quienes vamos a recibir la insignia de la profesión, advierto que los nacidos en el 48 son una representación fiel de la versatilidad de la ingeniería de minas, y de la capacidad evidenciada por estos hoy ya setentones, para buscar el camino del éxito en la vida.
Tener setenta años parecería, en principio, una frontera. Solo que es una franja artificial, simbólica, que se puede saltar: no significa verse ni que nos vean viejos, ni dejar de haber sido más o menos capaz, física o intelectualmente, por más que es evidente que el paso dela edad va produciendo, inexorable, su función de deterioro.
Una vida ya amplia implica, sobre todo, haber acumulado experiencias, es decir, satisfacciones y reveses, gozos y sinsabores. La vida nos ha enseñado, con su proceder natural, a ver las cosas de forma más reposada, a desconfiar de los extremismos, a mirar con lupa los adornos y plumas de quienes pretenden engañarse y engañar con virtudes y méritos de los que carecen.
Nacimos en un momento en que España había superado hacia menos de una década la guerra incivil, no sus consecuencias. El 2 de septiembre de 1945 terminaba la segunda guerra mundial, con la firma de la rendición por Japón, pero, aunque España se había mantenido al margen, ello no nos libró de sufrir los efectos de la crisis, acumulada a las heridas por cerrar de la guerra propia y de la marginación internacional al gobierno de Franco. Por eso, a los bebés que éramos entonces, se nos había dotado de una cartilla de suministro, para proveernos de Pelargón y leche.
Nacimos en un año bisiesto, en el que asesinaron a Mahatma Gandhi, en el que entró en vigor el llamado Plan Marshall -que a España no tocó-, y se inventaron el videojuego y los transistores. Somos coetáneos de Marisol y Lluis Llach, de los actores Jeremy Irons y Gerard Depardieu, del eterno príncipe heredero Carlos de Gales. En el 48 nacieron Al Gore y el científico catalán Jorge Wagensberg (recientemente fallecido) y la premio nobel de medicina Elisabeth Blackburn.
Y tal como os veo ahora y aquí, creo que nos conservamos bastante mejor que la mayoría de ellos vivos; y si miro a vuestros currículos, manifiesto el orgullo de ser contemporáneo estricto de un grupo de ingenieros de minas tan prestigioso como vosotros.
Teníamos 18 años en 1966, pero aún no habíamos alcanzado la mayoría de edad, que en España se otorgaba a los 21, es decir, la alcanzaríamos en 1969. Para poder ver películas hoy reputadas de inocentes, aptas para todos los públicos, incluidos niños de siete años, necesitábamos acreditar la edad con un carné que celosos vigilantes de nuestra formación moral exigían a la entrada de los cines.
En fin, cayeron cuatro bombas atómicas en Palomares, cerca de Almería; se inauguró El Calderón, y se cerró la frontera con Gibraltar para no peatones.
Ah, y sí, estudiamos Historia Sagrada, Formación del Espíritu Nacional y la mayoría, después de aprobar un sicotécnico, realizar unas acrobacias gimnásticas y superar una revisión médica, hicimos la milicia universitaria, bien como IMEC o como IPS, a en los Campamentos de MontelaReina o en la Granja, en Robledo, por la que obtuvimos despachos militares como alféreces o sargentos provisionales.
Estamos aquí, obviamente, por ser ingenieros de minas. Como quizás sabéis, aunque llevo ya muchos años en Madrid, estoy colegiado en el Colegio de Centro, mis hijos estudiaron aquí y mis nietas son madrileñas, no estudié en la Escuela de Madrid, sino en la de Oviedo, en donde terminé la carrera en 1971.
Podía referirme concretamente a los años de la Escuela, y seguro que, a pesar de la distancia entre las dos únicas Escuelas de Minas que había entonces en España, encontraríamos muchas coincidencias. Durante el primer año que pasé en la Escuela, los exámenes de algunas asignaturas se hacían simultáneamente en Madrid y Oviedo, y los profesores abrían ceremoniosamente sobres lacrados que llegaban de la capital, como manera de garantizar que la formación era la misma.
En los años de Escuela, coexistían quienes seguían el Plan de 1957 y el de 1964, o Plan yeyé. Tuvimos que bregar con dos cursos selectivos en donde todas las asignaturas eran importantes, especialmente el Cálculo, la ampliación de Cálculo, la Física, la ampliación de Física, la Mecánica racional, el Dibujo Técnico, la Química Física. Algunas de esas disciplinas, como el Algebra lineal o la Mecánica Racional, las estudiábamos con libros en francés.
Estudiamos mucho, de todo, para superar exámenes difíciles que nos obligaban a estar concentrados meses enteros sin salir de casa, como si fueran unas oposiciones. Pocos teníamos novia entonces, porque cualquier distracción nos quitaba tiempo para cumplir con el único objetivo importante de los años de Escuela: aprobar para obtener el título, de una carrera con pasado prestigioso que, aún sin ser conscientes de ello, estaba ya amenazada de pérdida de imagen.
El estudiar tanto no nos privó, una vez superados los años selectivos, de relajar algo la intensidad, y poder asistir de vez en cuando a alguna fiesta del SEU, aceptar la invitación a algún guateque en la casa particular de padres con hijas casaderas y, en mi promoción, ir de viaje de fin de carrera a Polonia y Hungría, a visitar las minas de carbón de aquellos predios y desempolvarnos un poco el pelo de la dehesa.
Las asignaturas que cursamos en Madrid o en Oviedo eran las mismas, los libros y los apuntes, idénticos. Tuvimos incluso profesores comunes, pues entonces la vis atractiva de la capital era intensa, y cuando se convocaba una cátedra en Madrid, y el titular de la asignatura en Asturias conseguía la plaza, hubo cambios a medio curso. Tal fue el caso, por ejemplo, de José Luis Díez Fernández, Agustín Suárez, Antonio Lucena y algún otro.
Buena parte de lo que estudiamos no nos sirvió nunca para nada. Es parte del juego de la selección, de la necesidad de separar pruebas difíciles para prepararse para lo desconocido. Aprendimos cuestiones muy curiosas, entre las que suelo citar el análisis detallado de la emigración del ano en los equínidos, fundamental para saber si un fósil pertenecía al período ordovícico, al Cámbrico o al Silúrico.
Con veinte años, y aun estudiando, vivimos con pasión los movimientos estudiantiles de mayo del 68, las asambleas de largas peroratas y discusiones de procedimiento no siempre inteligibles, las votaciones a mano alzada, la persecución detrás o delante de los grises. Faltos de personal femenino en las aulas, se nos iban los ojos y los pies tras las chicas de filosofía, químicas o derecho. Nos afiliamos, para poder disfrutar de un lugar de encuentro y laboratorios de fotografía y futbolín, a la Acción Católica, al Sindicato Español Universitario y a lo que hiciera falta.
La entrada del marxismo leninismo en las Universidades no nos cogió con el paso cambiado, y leímos mucho a Marx, a Bakunin, a Gramsci, para poder discutir de tú a ti con las bellezas de otras Universidades, seducidas al parecer por los vientos de extremismos de salón.
Digo esto y aquí para reclamar que es falso si se cree que los estudiantes de minas de entonces hacíamos una vida aislada de la sociedad. De nuestra preocupación al margen de la técnica, pero relacionado con la formación integral del ser humano, dejo constancia de que muchos de nosotros tenemos dos carreras, y, desde luego, intensar aficiones al margen de la ingeniería. Cuando desde la revista Entiba nos preocupamos de presentar a compañeros que tienen dedicaciones al margen de la ingeniería, nos encontramos con músicos, excelentes billaristas, abogados, coleccionistas de arte, inversores, restauradores, escritores, enólogos…
Pero… ¡cómo ha cambiado casi todo! No, no nos creímos jamás la frase que circulaba entre malintencionados por la que creíamos ser superiores, y que, después de Dios, estaba el ingeniero. Vencimos muchas inercias, algunas solo por el paso del tiempo. Hicimos muchos ejercicios con reglas de cálculo de casi un metro, con precisiones de centésimas, porque había algún catedrático que opinaba que la regla de cálculo era el pañuelo del ingeniero. Nos levantábamos cuando entraba el profesor, que pasaba lista y si tenías más de tres o cuatro faltas sin justificación arriesgabas no poder presentarte al examen.
Nos suspendían y, a veces, la razón argumentada era la adquisición de madurez, un arcano que aún tengo sin resolver. Por ello, era normal repetir alguno de los primeros cursos y sacar un notable en una asignatura, resultaba cercano a un milagro.
Cuando terminé la carrera, el mundo comenzaba otra crisis. El presidente norteamericano Nixon decretó el abandono del patrón oro. La economía avanzaba hacia una recesión y, por supuesto, España también estaba en crisis. Un informe alertaba de que sobraban ingenieros en España, porque no había necesidad de tanta técnica. Varios compañeros de mi promoción y las siguientes tardaron meses en colocarse y muchos tuvieron que buscar empleo fuera de Asturias, y salirse de los sectores tradicionales para la ingeniería de minas; el carbón y la siderurgia.
En el 72, empezó a construirse Lemóniz y la industria nuclear española cobraba auge, lo que abrió excelentes perspectivas para quienes habían elegido la especialidad de energía y para bastantes otros, ya que el título que adquiríamos era común a todas las especialidades. Éramos, simple y orgullosamente, ingenieros de minas.
Los ingenieros de minas nos sentimos entonces, ingenieros industriales con el plus de la minería.
Esta versatilidad, ese buen fondo de preparación queda puesto de manifiesto en los currícula de los colegas que hoy se sientan aquí conmigo para recibir esta insignia. Hay, junto a especialistas en minería, y no solo del carbón, catedráticos de Universidad, gasistas responsables de obras subterráneas, directores de ingeniería y proyectos, técnicos en petróleo, en perforación, en organización de empresas, en biomedicina, en ambiente, en aguas. Algunos, se distinguieron y distinguen en el ejercicio libre de la profesión, otros, como empleados de élite, también hay entre nosotros, empresarios propiamente dichos.
A lo largo de los más de cuarenta años de ejercicio profesional, hemos sido supervivientes de varias crisis. Hemos visto en primera persona la superación de una dictadura y disfrutado de una democracia, al principio, ilusionada y esplendorosa y hoy, algo perjudicada y con aspecto más bien ajado.
Hemos votado en relación con la entrada en la OTAN, y, sobre todo, por una Constitución que ya dura 40 años y, en mi opinión, ha funcionado muy bien salvo en haber favorecido, en contra de sus principios de solidaridad y coherencia, como una trampa interna, las desigualdades autonómicas.
En contra de lo que puedan creer los jóvenes, incluso nuestros hijos, que parecen convencidos de que lo tienen más difícil, el camino no estuvo nunca fácil. Pero estábamos preparados sicológica y técnicamente para afrontar un mundo cambiante.
Y vaya si cambió.
Cuando entré a trabajar en Ensidesa, como ingeniero de investigación de operaciones, el director de Metalurgia, el ingeniero de Minas Luis Suárez Pazos, que era amigo de la familia, me dijo: “Angelín, no te voy a decir cómo tienes que trabajar, porque te conozco y se que lo harás bien. Pero te daré dos consejos: Ven a trabajar siempre con corbata y trata a los facultativos y peritos de Usted”.
No cumplí ninguno de esos dos consejos y, con el paso de los años, he llegado a comprender que tenían un serio fundamento. Las distancias, cuando no se reconocen de forma natural, hay que construirlas de manera forzada. El Papa lleva tiara. La corbata era un símbolo no de superioridad, sino que evidenciaba el tipo de trabajo que hacíamos o deberíamos hacer los ingenieros: tareas de planificación, de cálculo, de investigación, de gestión, para la que no necesitábamos llevar más que circunstancialmente el mono de trabajo.
Los peritos y facultativos, especie laboral desgraciadamente en extinción, eran el enlace eficiente, imprescindible, entre el ingeniero y los capataces y resto del personal. Tratarnos recíprocamente de usted era una forma de respeto mutuo, y una demostración del comportamiento que sería exigible al resto del personal. Era, también, una barrera de contención ante reivindicaciones sin fundamento y, debo reconocer en mi caso, en agradecimiento a magníficos facultativos con los que tuve el honor de trabajar, una manera discreta y eficiente de contar con un apoyo leal, experimentado y sabio, para corregir, desde el respeto, nuestros posibles errores de falta de práctica, admitiendo en nuestra formación básica más sólida, la manera de incrementar la eficiencia del grupo, en el objetivo común de ayudarnos a mejorar todos.
Hoy día todos quieren ser ingenieros, sin distinción. La administración, y hasta la Universidad, desconociendo la necesidad de las cualificaciones, regala denominaciones que crean desconcierto a la sociedad y a la empresa y generan falsas expectativas laborales y riesgos de seguridad.
Habría que recuperar, donde se halle perdido, la necesidad de ingenieros con estudios superiores y, al tiempo, confirmar la dignidad y la necesidad de ingenieros de grado medio, así como de buenos especialistas en formación profesional, sin regalar títulos ni falsificar las trayectorias curriculares.
Hemos vivido cambios sustanciales en el rol de la mujer, en la familia y en la sociedad. Desde los tiempos en la Escuela de Ingeniería en los que las mujeres eran vistas como rara avis, y en las que se argumentaba sin fundamento alguno, que su cerebro no estaba preparado para carreras técnicas, hemos recibido sin recelo la incorporación de la mujer al mundo del trabajo, y podemos reconocer, con orgullo, que tenemos colegas femeninos de más que probada eficiencia, por no decir que, en la actualidad, se admite como natural que los mejores expedientes de las promociones de carreras técnicas sean copados por mujeres.
Esta insignia se nos concede también por estar colegiados. Los Colegios profesionales, y en concreto, los de ingeniería, están hoy en crisis, porque los visados, que era tradicionalmente la mayor partida de ingresos, han dejado de ser vistos como obligatorios. Pero la razón de ser de los Colegios profesionales y la del nuestro, en particular, no ha cambiado. Los Colegios sirven para defender la profesión y a los profesionales, para generar interrelación entre nosotros, para garantizar la honestidad y el buen hacer, que es lo que nos prestigia ante la sociedad.
Los mayores de setenta años, por decisión del Consejo Superior hace algunos años, no pagaremos la cuota colegial. Creo que es un error, si es visto como que quedamos desvinculados del Colegio y que éste no nos necesita. He propuesto, como Tesorero del Consejo, que se mejore la oferta de los Colegios, que se potencie la actividad colegial y que este impulso se consiga y fundamente al margen de los visados, es decir, con las cuotas colegiales.
Os invito a participar o a seguir participando activamente en la vida del Colegio, a contribuir a su dinamización y, si estáis jubilados, a dedicar parte de vuestro tiempo a ayudar a los más jóvenes, con vuestra experiencia, consejos, orientación y, tal vez, invirtiendo con ellos en proyectos de futuro.
En fin, estamos aquí recibiendo esta insignia, porque tenemos otro privilegio, que es el de seguir vivos. Quiero convocar aquí a aquellos compañeros que están fallecidos y que no pueden estar hoy con nosotros para compartir este momento de felicidad. Quiero dar las gracias por su comprensión, apoyo e inteligencia, a nuestras esposas, y quiero, en nombre de todos, agradecer a nuestros hijos el que sean dignos herederos de nuestra ilusión por hacer bien las cosas y pedirles que inculquen a nuestros nietos el deseo de mejorar, con el propio esfuerzo, el mundo en que vivirán.
Esta insignia es un reconocimiento, pero no es el final. Estamos orgullosos de haber aportado nuestro trabajo para contribuir a que nuestro entorno, la sociedad en que vivimos, sea un poco mejor, por haber conseguido crear actividad, riqueza y empleo y haber contribuido a ofrecer a la sociedad una imagen del ingeniero más próxima, más comprometida.
Quiero reivindicar, para terminar, a los ingenieros, Son necesarios, en este mundo ferozmente cambiante, interconectado, disfuncional, diverso, más que nunca. La distancia entre los peldaños más altos del conocimiento y las necesidades básicas del ser humano ha de ser cubierta con inteligencia, creatividad, esfuerzo personal.
Como ingenieros de minas, colegiados, vivos, y con setenta años, recogemos esta insignia como la manifestación de que tenemos, ojalá, mucha vida aún por delante para lucirla con orgullo, y como un reto para seguir aportando al Colegio y a la sociedad, lo que sabemos hacer bien, porque lo hemos venido haciendo desde los orígenes de nuestra existencia: trabajar con seriedad, con intensidad, con conocimiento.
En el día de nuestra Patrona, que Santa Bárbara sirva de testigo excepcional a este compromiso.
Muchas gracias por vuestra atención.
(4 de diciembre de 2018, día de Santa Bárbara
En el Acto de imposición de insignias a los colegas que han cumplido 70 años en 2018)
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El ave fotografiada es un andarríos chico (Actitis hipoleucus), habitante bastante común, según la estación, de los marjales, zonas inundadas y ciénagas. Se le distingue de otros andarríos por el tamaño, la entrada del pecho blanco hacia las alas (en forma de media luna) y el dorso moteado, más conspicuo en invierno. Se alimenta en pequeños grupos y es muy asustadizo, emprendiendo el vuelo a la menor aproximación con aleteos rápidos, trinando todos ellos con agudos chillidos.