En esta hora de reparaciones y perdones, reivindiquemos al Lobo.
Escribo su nombre con mayúsculas, para distinguirlo de lobos, lobeznos y perros salvajes.
La especie lobuna ha sido elegida como malvado protagonista sistemático de los cuentos infantiles, presentándolo, ora como astuto embaucador de borregos, ora como obstinado perseguidor de puercos. Incluso se han dramatizado sus aullidos, tildándolos de melodías infernales, sobrecogedoras, recortando la silueta del animal a la luz de la luna, para hacerlo aparecer, no ya como depredador, sino como licántropo chupasangres.
Aquí no pretendo defender a todos los lobos, y menos a los lobos de carne y hueso de su natural especie, porque a ésos ya los defienden los naturalistas, con argumentos suficientes y, por lo general, bastante sólidos y desinteresados .
El Lobo al que me corresponde rescatar de la infamia, es el de la Caperucita Roja de Charles Perrault. Puntualizo, con ello, que no me preocupa el destino de los lobos imaginarios de cualesquiera de las múltiples versiones de los cuentos de lobos y caperucitas que circulan por ahí, que son adulteraciones ridículas de la historia primigenia, urdidas con el deleznable propósito de provocar pavor en los infantes de cortísima edad y, de paso, servir de lucimiento a sus familiares aficionados a la teatralización, empeñados en poner sus voces engoladas a los personajes del cuento.
Recuerdo, para abrir boca, las circunstancias históricas. Tenemos, por un lado, a Charles Perrault, funcionario marginado después de años de fiel servicio, viudo desde los treinta, que escribe Le Chaperon Rouge a sus cincuenta y cinco años, tomando prestados varios de los elementos principales de la tradición oral, adaptándolos a sus propósitos.
¿Se trataba de advertir a los niños del peligro de entretenerse a charlar con un lobo en el bosque? Evidentemente, no. La probabilidad de que un niño de ciudad, incluso en el siglo XVII, se pudiera tropezar con un lobo empecinado en entablar con él amigable conversación, era entonces como hoy, nula.
Lo que Perrault deseaba era poner en guardia a las tiernas jovencitas, que, impulsadas por sus ardores adolescentes, corrían grave peligro de perder su virginidad si prestaban atención a las trampas de seducción que les pudieran tender, en el camino de virtud hacia el santo matrimonio, taimados depredadores de pelo en pecho, sueltos por ahí, atentos a lo que salta.
No viene al caso que el objetivo pretendido por Perrault parezca, hoy por hoy, incomprensible a muchas madres que impulsan a sus hijas adolescentes a recorrer el camino boscoso que a ellas les estuvo vetado. Los hechos, como es sabido, hay que juzgarlos en su contexto histórico, no a la luz de los profundos cambios socio-psico-sexuales que se han producido desde entonces.
Volvamos, pues, a los hechos, y hagámoslo con rigor: un lobo nunca pudo comerse a Caperucita y a su abuelita. Por imposibilidad fisiológica: estos animales no engullen sino pequeños trozos desgarrados, ni son capaces de devorar a otros seres sin antes haberlos degollado, ni en su estómago hay capacidad para conservar, -no importa si incólumes o cuarteados-, los cuerpos de dos personas, por mínima que fuera su envergadura, que resultaría siempre mayor que la del propio animal.
Departamentos de investigación de la disciplina académica de Cuentos y Chismes, procedentes de innúmeras Facultades, coinciden: la historia se ha adulterado. O bien Caperucita y su abuelita jamás fueron devoradas o, si lo fueron, no pudieron ser halladas vivas en el estómago de un animal, salvo que el asunto formara parte de los mitos bíblicos o las leyendas orientales, lo que no es el caso.
Perrault termina su narración abandonando los restos de ambas mujeres dentro del estómago del Lobo, y poniendo, con ello, su punto final, para añadir una moraleja rimada que no deja lugar a dudas de su pretensión: prevenir a las bellas jóvenes adolescentes frente a los melosos aduladores. Esos son las fieras, a las que el abuelo Perrault, presenta embutidos en la piel de su Lobo imaginario.
Versiones posteriores, pretendiendo cambiar el relato y esa moraleja, afirman con rotundidad que fueron encontradas vivas, ya fuera por un cazador, un leñador, o ambos, y, como más importante, cambian al Lobo con mayúsculas por un lobo minúsculo que, aunque estirado, no supera el tamaño de la abuelita.
Ninguno de estos personajes tiene protagonismo en la historia del buen Charles, que solo se refiere genéricamente, y de pasada, a “los leñadores”, pero no les concede la palabra.
Perrault hace hablar, si, al Lobo, y lo convierte en capaz de mantener largas conversaciones con Caperucita, tanto en su primer encuentro como cuando, -ya metidos ambos, desnudos, en la cama, y desaparecida de la escena la abuelita-, satisface la curiosidad anatómica de la joven con insuperables metáforas que sirven al cuento.
¿Quién y por qué se adulteró la historia?. La Universidad de Compustrola ha publicado recientemente una interesante tesis doctoral, calificada cum laude, según la cual, no pudo ser un Cazador quien, con el propósito de atribuirse posteriormente el mérito de haberlas salvado, hubiera imputado al lobo el desaguisado e inventado la trola del festín lopero.
Copio literalmente: “Cualquiera que conozca un poco de animales y depredadores, sabe que la obsesión por la caza actúa en el ser humano de antídoto o sustituto de la lujuria, y ningún practicante de este arte ancestral se pondría en riesgo a sí mismo, si pudiera resolver la cuestión con un tiro desde la distancia.”
Añado yo: Los cazadores, como los pescadores, acostumbran a inventarse el tamaño de sus capturas, pero no puedo imaginar a ningún aficionado a tales mañas, que, habiendo capturado a una pieza digna de medalla de honor, alardee de haberla dejado suelta por el mundo, renunciando con ello a rescatar su credibilidad ante los escépticos.
Queda pues, como único malvado de la historia, el Leñador. Algunos pretendieron atribuir al propio Charles Perrault ese papel. Estoy en total desacuerdo. Perrault era, cuando escribió el cuento, ya un venerable anciano para la esperanza de vida que se estilaba entonces, se le apreciaba como autor de libros serios-había`publicado decenas de libros ilegibles-, y, como culmen argumental, es inverosímil que hubiera deseado escribir su propia inmolación, presentándose como rijoso seductor de jovencitas, Lobo de su cuento.
Todo apunta al Leñador. Fue el Leñador, – es decir, alguien que utilizaba ese heterónimo-, el autor de las versiones que acabaron por dar crédito a la artificiosa excusa, con la que pretendió ocultar sus despreciables deseos, sus infames propósitos y disimular su destrozo sobre la virtuosa Caperucita, despejando el camino para sus posteriores desmanes, eliminando cualquier huella creíble de la advertencia que Perrault había dejado tan claramente expresada.
¿Y en qué se convirtió la abuela? En una tierna anciana que quería a Caperucita más que a su propia vida, y que habría sucumbido la primera en las fauces del Lobo? Pero no era así, para Perrault. Era una Celestina, una villana, que habría cobrado sus buenos dineros por mantener sin cerrar el portón de la casa y facilitar el acceso a las dependencias donde dormía la adolescente.
Todo habría cambiado en este análisis si Perrault nos hubiera hablado de un Cocodrilo, y no de un Lobo. Se habrían obviado las elucubraciones posteriores. Porque hasta los más incompetentes de fisiología animal, saben que dos personas que hubieran sido devoradas por un saurio, de ser rescatadas de su estómago, habrían sido encontradas convertidas en una pasta irreconocible, pues todo el mundo ha oído hablar del poder destructor de sus jugos gástricos y de su capacidad para tragarse enteras, vacas y hasta elefantes.
Reivindiquemos al Lobo. Era solo un álibi, un trasunto literario, un travestido imaginativo, en el que Perrault embutió a todos aquellos que se aprovechan de la credulidad de las adolescentes.
Una última advertencia. Dicen por ahí que los tiempos han cambiado y que ahora las caperucitas saben muy bien a qué atenerse. Por lo que observo a mi alrededor, tengo mis dudas. Llamemos a los lobos por sus nombres, desenmascarándolos y pongamos al Lobo, puesto que ya no sirve para el cuento, con alcanfores y papel celofán, en su legítimo armario.
FIN