La sensación de sentirse solo, desanimado, inapetente para buscar relación con los demás o frustrado por su comportamiento es una cosa y estar solo, otra.
Para lo primero, los psicólogos y siquiatras se aprestarán a proponer soluciones. Seguro que habrá consejos y pastillas. Además, en la inmensa mayoría de los casos, al cabo de un tiempo, con o sin tratamiento, la sensación desaparecerá.
Lo segundo, estar solo, es un estado. Es la realidad a la que nos conduce, sin que pongamos remedio, nuestro comportamiento colectivo.
Las causas son, posiblemente, múltiples. En primer lugar, nos hemos acostumbrado a no ver al otro. Tenemos puestas las gafas de no distinguir prácticamente, a nadie. Al caminar por cualquier calle de la ciudad, acudir a no importa qué acto o espectáculo, nos cruzaremos o compartiremos algún tiempo con cientos y hasta puede que miles de individuos a los que, cierto, con alta probabilidad no conocemos de nada, pero, con aún mayor certeza, no tendrán la menor curiosidad hacia nosotros. Ni nosotros por ellos. Pasaremos de largo sin mirarnos.
En segundo lugar, porque nuestro subconsciente tiene colocadas alarmas para protegernos de la convicción de que el conocimiento del otro es una molestia. Porque, a priori, es aburrido, inane, o seguramente estará enfermo, o nos presentará alguna necesidad o, aún peor, nos causará un problema. Salvo que sea presentado por alguien superior o busquemos egoistamente interesarlo para nuestra causa, la experiencia nos dicta que si no pertenece a nuestro círculo, tiene al menos nuestro poder adquisitivo, viste y calza como nosotros y si no se comporta o actúa como tenemos establecido grupalmente que debe ser correcto, ignoraremos su existencia. Lo que no quiere decir tampoco que, si cumple con tales condiciones, lo apreciemos por ello y le abramos la puerta. Es, en cualquier caso, un competidor -por el espacio, la mercancía, el posible afecto- y, lo mejor que se puede hacer frente a él, es mantenerlo a raya en el incógnito.
En tercer lugar, porque hemos llegado a la convicción interna de que ni siquiera nuestros iguales merecen atención, sino dosis de recelo. La proximidad al otro permitirá que descubra nuestras debilidades y nos hará más vulnerables. Incluso nos rodeamos de gases y parapetos de ocultación frente a la familia, los amigos, y, desde luego, así nos cuidamos de los compañeros de trabajo. Pocos detalles del yo, y lo más frívolos y triviales posible. Férrea cerrazón, para que nadie pueda comprometer nuestra intimidad y puerta de atrás abierta para escapar a la primera.
En cuarto lugar, porque ni buscamos ni se nos presentan ocasiones para romper el estado de soledad, y, si suceden, no sabríamos cómo interactuar. Ya podemos encontrarnos en el espectáculo más concurrido del mundo, con decenas de miles de individuos que, como nosotros, saltarán, vocearán, verán, oirán y, al final, aplaudirán, pero solo estaríamos actuando dentro del estado común de soledad. Incluso, después de ver la película, asistido a la representación política, finalizado el partido de fútbol o acabada la ceremonia religiosa, y aunque hayamos ido con amigos, nos despediremos, tal vez después de tomar una copa o el aperitivo, pero sin intercambiar más que unas pocas palabras. Ya se sabe, nos conocemos desde chiquillos, ¿qué más se puede decir?.
Las redes sociales no solo no son un escape a ese estar en soledad, sino que agudizan el diagnóstico. Podemos disponer de cientos de amigos, incluso miles, en las redes sociales. Es fácil atiborrar la cartera de perfiles ajenos. En consecuencia, nuestro ámbito virtual puede aparentar una intensa actividad, y ocupar gran parte de nuestro estado de soledad.
No negaré que cada día se pueda sentir el destello efímero de satisfacción o la somera felicidad sin consecuencias al cosechar varios decenas de “megusta” e inexpresivos emoticones convencionales de simpatía y cariño. Será aún más emocionante que algunos de nuestros contactos se hayan esforzado al escribirnos que les parece Guay, Magnífico, o Comomola, cualquier paparrucha ajena que hayamos compartido o el Buenos días de primera hora. Ese será todo el poso de las manifestaciones de complicidad, la esencia de los deseos de compartir felicidad que podemos encontrar, tan pródigamente, en el mundo virtual.
Estamos, pues, solos. Queremos estar solos. Como la hormiga león en su covacha, esperamos que alguien se ponga a nuestro alcance, pero no salimos de ella. Nos quejamos del aislamiento en que vive la sociedad, pero no hacemos nada por abrir la ventana.
No es fácil romper el estado de soledad. Es sólido y generalizado. No hay fármacos, ni leyes, ni recomendaciones, ni consejos. Habrá que difundir actitudes.
Quiero que me mires, que te intereses de verdad por mí, que me atiendas y escuches. Por eso, ante todo, quiero saber cómo eres, qué te preocupa, qué quieres.
Quiero que dialoguemos, que interactuemos, que construyamos juntos, que nos conozcamos. Quiero que tú, como yo, como él, no estemos solos. Haz tuyo y difunde este deseo, porque son necesarios muchos estados de ánimo para cambiar el estado de soledad en que esta sociedad nos tiene situados.