La mayor virtud de la democracia sirve de asiento a una gran debilidad: la tolerancia con los que se empeñan en destruirla, que crece entre sus resquicios, como un muérdago o una hiedra molestas, y que, si no se está continuamente vigilando, la deteriora y hasta envilece, haciéndola parecer fantoche sin futuro.
Vaya por delante una obviedad, algo axiomático: Los sistemas democráticos construyen un armazón basado en el estado de derecho, en la legitimidad de las instituciones, en el respecto a la ley y a los pactos.
Sin embargo, esa concepción formal, con resonancias idílicas, puede manifestarse en la práctica, entremezclado con vulnerabilidades severas. Un grupo importante de debilidades se configura en torno a las dificultades para detectar y, desde luego, para sancionar, a todos los ilegales, a quienes no cumplen con las normas que la sociedad se ha impuesto para garantizar una convivencia sin tensiones.
Esta fisura del estado de derecho, resultado de la limitación de medios, aunque también de voluntades, favorece, obviamente, la aparición de quienes se dedican a aprovecharse, en su propio beneficio y en el de sus secuaces, de la generación de plusvalías económicas y sociales de toda la colectividad.
Incluso, los individuos más aviesos, procurarán auparse a los puestos de control y de mayor relevancia de las administraciones públicas y de los centros de decisión importantes, para, desde ellos, obtener ventajas sustanciales, enmascarando sus actuaciones en una apariencia de legitimidad, tapando sus mentiras con mensajes de intachable deontología, poniendo, en fin, sus huevos en una cesta (la propia) y cantando en otras ramas, para distraer.
La sociedad española parece haber descontado -utilizando terminología bursátil- el efecto del conocimiento público repentino sobre múltiples casos de corrupción -identificada típicamente como haber sustraído dinero de las arcas públicas para fines particulares, desviando porcentajes menores, poco significativos en relación con el montante total, y, por lo tanto, difíciles de detectar si se considera el perjuicio a la obra o servicio de referencia-.
Quizá lo había ya descontado desde un principio, en la consciencia no confesada de que la corrupción es consustancial a la inmensa mayoría de los comportamientos humanos, y alcanza diferentes niveles solo en relación con el poder de actuación de quien está contaminado por esa ambición de retirar para sí elementos que tienen por dueño la colectividad, que es guardiana débil.
En este momento, el consenso mayoritario de quienes se mueven en el ámbito de los intereses por administrar la res publica, se ha ubicado en un “hacer borrón y cuenta nueva” de ese pasado inmediato y dejar que “la Justicia siga su curso”, río de aguas lentas que conduce, con frecuencia, al archivo por prescripción o a la sanción ejemplar a los menos poderosos (más débiles) de entre los implicados, dejando libre el resto más robusto.
Pero no es esta cuestión la que me apetece tratar, justamente en este momento, en que están a punto de celebrarse las elecciones autonómicas en la región catalana, y cuando una coalición defiende, con posibilidades de obtener la mayoría en el Parlamento autonómico, la opción independentista.
Lo preocupante de este estado de derecho es que, capitaneados por el presidente de una Autonomía, responsable, por tanto, de garantizar el cumplimiento de la legalidad, como parte de una de las instituciones fundamentales del Estado, incumpliendo flagrantemente sus obligaciones y su compromiso de lealtad, se esté apoyando la ruptura frontal con la Constitución vigente, que es nuestra Ley fundamental, “nuestra Norma Suprema” consensuada como garante de la convivencia, como se nos ha repetido cien veces a los que estudiamos derecho y a los que creemos en él.
Me parece que esta violación de confianza en la democracia, representa un ejemplo sublime -por su carácter máximo- de la debilidad del sistema con los insumisos, tanto más inaceptable, cuanto más alto es el incumplidor de la Ley. Porque estoy dispuesto a ser más tolerante con aquellos, que estando bajos en la escala social, actúan al margen de la misma, desconociéndola, ya sea por ignorancia, necesidad, e incluso, su desprecio.
Si Vd., lector, autónomo, pequeño empresario, pensionista o trabajador por cuenta ajena, deja de pagar sus impuestos una sola vez, seguro que no tiene la menor duda de que su pecado será detectado y sancionado, aplicando sobre su cabeza el imperio eficientísimo de la Ley para seguir su rastro. Hasta en las menores cosas, percibirá la atención sobre sí: si su vehículo aparcado en zona azul supera la estancia por la que ha pagado el tique correspondiente, un eficaz e inflexible operario le habrá colocado en el parabrisas un volante con la multa…
Si hace bien las cuentas de lo que ha pagado y obtenido del Estado, es altamente probable que le apetezca declararse insumiso o independiente, al tomar consciencia de que es bastante más lo que ha aportado que lo que recibió y recibirá. No lo hará, por supuesto, porque es consciente de que es Vd. un afortunado, y su solidaridad con los más humildes y necesitados no le permite cuestionar el sistema, aunque pueda entender que le trata injustamente.
Estamos viviendo en estos momentos la situación, insólita pero ya real, de que un Presidente del gobierno de la Generalitat de Catalunya, con un grupo de insumisos, y empleando argumentos manifiestamente ilegales, promueve la manifestación de una secesión a los ciudadanos de su autonomía. Lo de menos es la falta de veracidad de sus argumentos -que, desde luego, no comparto en absoluto: “España nos roba”, “Desde la independencia, los catalanes viviremos mejor” “Como no se nos puede privar de la identidad española, seguiremos siendo miembros de la Unión Europea, pero como catalanes”, etc.-
Lo de más, es que esa posición rebelión, está tipificada en el Código Penal (art. 472 del C.P., apartado 5º cuando se realiza con la intención consciente de “declarar la independencia de una parte del territorio nacional”), supone una vulneración de la lealtad constitucional y, desde luego, implica una descomunal falta deontológica.
Y, allá en el fondo de los argumentos separatistas, de esas gentes de orígenes tan variados -andaluces, marroquíes, catalanes, leoneses, gallegos, etc.,- que se esfuerzan en poner de manifiesto sus coincidencias catalanistas, no importa si son dos millones o dos docenas, lo que veo es un ejercicio de insolidaridad, una manifestación pura y simple de egoísmo. No tengo información suficiente para hacer el cálculo correcto de si será o no beneficioso para los que vivan y trabajen en Cataluña actuar como estado independiente, y admito que pueda ser más ventajoso. Pero esa pretensión de sus conductores de romper, conscientemente, las reglas pactadas, no puede ser irresponsable y exige la aplicación de la legalidad.
Gane o pierda en las elecciones por el Parlamento catalán el 27 de septiembre de 2015 la opción de Junts pel sí, y tengan o no mayoría de votos o de escaños. ¿Van a quedar sin sanción por más tiempo los guardianes antisistema de la legalidad, a cuya protección y defensa están obligados, adicionalmente, por promesa o juramento personal?
Se ha dejado crecer por demasiado tiempo el árbol torcido, aunque sigue siendo cierto que el terreno en el que está asentado no le está destinado y, por tanto, en vez de cambiar el resto del bosquete para acomodarlo a sus apetencias exageradas de sol y sustancia, no hay más remedio, leñadores, que cortarlo.