La primera parte de este Comentario fue escrita el mismo dos de mayo de 2019, desde la emoción de haber escuchado en directo la intervención de Leopoldo López ante la residencia del embajador español en Caracas. Habló durante 20 minutos, a la puerta de la casa (es decir, desde territorio venezolano, no sujeto a la soberanía territorial española)en unas declaraciones que me parecieron más bien desordenadas, aunque destinadas inequívocamente a recuperar el liderazgo de la oposición al cuestionado presidente Maduro, Le rodeaban representantes de medios de comunicación, convocados de urgencia (supongo), algunos curiosos simpatizantes y varios miembros de seguridad de la embajada, simpatizantes con el carismático opositor o conscientes de la necesidad de ser pasivos en ese momento sensible.
Resultaba especialmente significativa para la plástica del momento, que tras López alguien enarbolaba, haciéndola girar a un lado y otro, una bandera venezolana. La porteadora era la esposa del líder, Lilian Tintori, exultante. Posteriormente. la pareja López se volvió a introducir en la casa del embajador.
Todo aparecía aún más confuso. La situación generada por la declaración de rebeldía frente al régimen presidencialista de Nicolás Maduro, con soporte constitucional, del presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, incorporaba elementos nuevos. López, del mismo partido que Guaidó, fue candidato presidencial, encarcelado antidemocráticamente por el aparato judicial servil al sátrapa, y su visibilidad en el proceso de derrumbamiento civil del entramado que protege a Maduro y a su cúpula protectora, abría interrogantes específicos respecto al alcance práctico y significado político.
Porque Leopoldo López fue liberado de su arresto domiciliario, al que se le había confinado después de tres años de cárcel, gracias, siempre al parecer, con el apoyo de los encargados de su custodia, y se había refugiado inicialmente en la embajada de Chile. Su tránsito al domicilio del embajador español revelaba, ya que no parece existir un acuerdo con el Gobierno de Sánchez (ahora en funciones), una decisión de quienes guían el proceso de derrocamiento de Maduro, de involucrar a España en los movimientos para propiciar la caída definitiva del presidente venezolano.
Y así ha sido, para desconcierto del Gobierno español -puesto de manifiesto por las ininteligibles declaraciones del ministro de Exteriores Josep Borrel, en funciones, desde ¡Birmania!, señalando que Leopoldo López es “huésped” (diríamos que “invitado personal”) del embajador español, recordando que la casa del embajador, por extensión del concepto de embajada en país amigo, es territorio propio, y que no se iba a entregar al ilustre ocupa a la justicia venezolana, como demandaban los aún secuaces institucionales de Maduro.
Han transcurrido cuatro días desde lo que escribí entonces y, contrariamente a lo que parecía probable, no ha pasado nada. La tranquilidad con que se toman las cosas en los países caribeños parece imponerse sobre cualquier intuición fatalista de los analistas europeos y, gracias a los dioses, a la presión con ribetes invasores del ambicioso aparato norteamericano que protege y encumbra al presidente del hasta hace unos años país más respetado del Universo conocido. Porque Ronald Bush sigue amenazando con que todas las opciones para borrar del mapa a Maduro, apelando a la situación de inmensa gravedad de las carencias de la sociedad civil venezolana, pero, salvo palabras que lleva el viento de la inanición, nada relevante está sucediendo.
Es improbable que Maduro rete a España ordenando la entrada en la casa del embajador español para detener a López. La posición del débil régimen es la de contemporizar con una situación insostenible y tratar de negociar una salida de los más significativos del chavismo hacia un país amigo, pertrechados con un acuerdo de que no se investigarán sus actuaciones por el Tribunal Penal Internacional.
Es improbable que los militares seguidores de López y Guaidó traduzcan en rebelión en los cuarteles su posición de simpatía. El riesgo es alto de que cualquier confrontación entre armados se traduzca en varias muertes, y sin beneficio para nadie. Se habla de negociaciones subterráneas, de la creciente división en los entresijos de las fuerzas armadas, aunque no me creo que sean relevantes. Prima el miedo a que cualquier traición detectada al régimen de Maduro cueste la vida a los que canten su apoyo a los políticos opositores.
¿Qué nos queda, pues? Desgraciadamente, y espero equivocarme, el aumento de la tensión civil, entre partidarios de Maduro o del tándem López-Guaidó, y ello sin dejar de recordar que una buena parte de los que están apoyando a estos últimos, con dinero y declaraciones, están fuera de Venezuela. Hay más de dos millones de ciudadanos venezolanos que han abandonado su país y, no hace falta ser un lince del análisis, la inmensa mayoría lo hicieron por estar descontentos o ser víctimas del régimen chavista. Cuántos ciudadanos venezolanos residentes en el país apoyan el cambio político y, sobre todo, hasta dónde están dispuestos a defender esa idea, es una incógnita. No hablo de manifestaciones en las calles, sino de capacidad para arrojarse al precipicio de una batalla civil.
Es urgente solucionar la cuestión venezolana. No a la revolución civil. No a la escalada de tensión como solución al conflicto institucional y social. Saquen ustedes a Maduro y sus principales apoyos del país, condédanles la inmunidad internacional que les tranquilice en la escapada, aléjese todo peligro de intervención del ambicioso clan norteamericano y, por todos los dioses, convóquense unas elecciones libres que den el poder legítimo a la estabilidad que Venezuela necesita. Y a partir de entonces, que se cuide a ese querido país para que recupere la tranquilidad social y económica que se haya perdida en los recovecos de intereses de todo pelaje.
Una polla de agua se escapa, chapoteando, alarmada por el intruso que ha turbado su tranquilidad. Estas aves acuáticas, bastante frecuentes en nuestras aguas territoriales, son aparatosas en sus huidas, corriendo a guarecerse en las plantas de las orillas y, si se las sorprende en el agua, avanzando sobre ella, apoyándose en sus grandes patas, para cobrar impulso suficiente para volar.