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Cuentos para Preadolescentes (3)

18 enero, 2023 By amarias 2 comentarios

Incluyo un Cuento que puede servir para comentar con preadolescentes.

Los dos pintores

En la clase de pintura, coincidieron dos muchachos que tenían ideas muy diferentes sobre esta disciplina, que es también, y por supuesto, un arte. No todo el mundo está igualmente dotado para conseguir obras aceptables y casi nadie , consigue realizar una obra maestra.

Cada vez está menos claro, además, lo que debe considerarse obra maestra, porque para calificarla así interfieren muchos intereses -marchantes, charlatanes, ocasiones, mentiras, etc.-. Como este es un Cuento, debemos aceptar que una obra maestra en pintura es aquella que todos, absolutamente todos -legos como eruditos- coinciden en valorar que es irrepetible.

Uno de los muchachos se llamaba Ambrosio y enseguida destacó como un virtuoso con los pinceles. Su capacidad para copiar con fiel exactitud lo que tenía ante sus ojos era maravillosa. Daba igual que fuera un paisaje, un bodegón con flores o sin ellas, el retrato de una mujer joven o el de un anciano, el parecido no admitía discusión alguna. Eran perfectos.

Sin embargo, si se le pedía que pintara o dibujara algo imaginario, su incapacidad, su falta de imaginación, su poca destreza para inventar,  resultaba evidente. Lo que salía de sus manos y de su cerebro era anodino, vulgar. Malo.

El otro muchacho se llamaba Rogelio y era muy inquieto. Pronto se cansó de recibir lecciones y, aunque siguió pintando, porque le atraía mezclar colores y presentarlos en un lienzo, no le preocupaba conseguir el parecido con la realidad. Al contrario, sus bodegones , paisajes o retratos -si así titulaba sus cuadros- eran simples manchas de vibrantes colores. Igual podrían asemejarse, con imaginación, a un cesto con cabezas de gatos que a una catedral con ángeles y demonios. Todo dependía de lo que el espectador quisiera ver en ellos.

Sea como fuere, ambos se dedicaron profesionalmente a la pintura. Es decir, pintaban para ganar dinero con el que vivir. Después de varios años, ya con mucha experiencia a las espaldas, coincidió que Ambrosio y Rogelio exponían en la misma ciudad, donde habían nacido, sus cuadros. Ambrosio, en la sala de Exposiciones del Centro Artístico municipal. Rogelio, como invitado especial del Museo de Arte Provincial.

Movido obviamente por la curiosidad, Rogelio fue  ver la exposición de Ambrosio. La forma de pintar de su colega, en esencia, apenas había cambiado. Eran cuadros de formato relativamente reducido, perfectos de ejecución. Colgados en las paredes, relativamente abigarrados, habría unos cincuenta. Los  vendía, en promedio, a unos 1.000 euros. Rogelio le compró cinco de ellos y, agradecido, Ambrosio le regaló uno: Una jardinera con petunias y rododendros, copia exacta de la que había florecido en el patio de su casa la primavera anterior.

Su mujer, que estaba a la entrada, recogió encantada el dinero, pues Rogelio pagó a tocateja.

-Ya enviaré a alguien por los cuadros, cuando clausures la exposición -dijo. Pensaba regalárselos a su jardinero.

Por supuesto, Rogelio invitó a Ambrosio a visitar su exposición, lo que éste hizo a día siguiente.

En el Museo de Arte Provincial, Rogelio tenía colgados siete cuadros. Eran de un tamaño que a Ambrosio le pareció gigantesco. El menor, tendría unas dimensiones de tres por cuatro metros. No parecían representar nada en concreto. Sus títulos tampoco ayudaban. “Variación Uno” a “Variación Siete”, podía leerse. Los precios no ofrecían, sin embargo, lugar a dudas. De 25.000 a 35.000 euros, sin que fuera posible adivinar la razón de las diferencias. Todos estaban vendidos.

Ambrosio no encontró muchas palabras de felicitación, tan sorprendido estaba.

-Te voy a presentar a mi marchante, Takao Mishina. Es un lince en la promoción de ventas, sobre todo, en el mercado oriental -anunció Rogelio con una amplia sonrisa.

Cuando volvió a su estudio-taller, Ambrosio se puso como loco a pintar las paredes.

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Cuentos para preadolescentes (2)

16 enero, 2023 By amarias Deja un comentario

Sigo con Cuentos para Preadolescentes.

El cofre de las tres llaves

Hace no mucho tiempo y en un país no muy lejano, los habitantes perdían mucho tiempo ideando formas de hacerse la puñeta. La mayor parte de sus acciones estaban regidas por la envidia.

A un pequeño grupo de expertos, eruditos y sabios, que habían viajado mucho y  vivido bastante  se les ocurrió una gran idea mientras estaban viendo las noticias.

-Hagamos popular un juego de comportamiento con unas normas sencillas pero no negociables -expuso el que tenía la barba con varios claros, porque se la había mesado mucho, tratando de aprender alemán-.

Después de muchas reuniones intercambiando opiniones y pareceres, revisando libros modernos y antiguos escritos en la propia y otras lenguas, redactaron un primer borrador. Cuando la inspiración se les iba, la buscaban en las estrellas y en bocadillos de chorizo. Finalmente, pasaron a limpio sus conclusiones en una libreta de argollas.

-Llamaremos a este invento, democracia -concluyó, ufano, uno de los sabios que, además, era cojo.

-Ese nombre…¿no será marca registrada? -se alarmó el más tiquismiquis de entre ellos.

-Presiento que hemos acabado la obra más importante que  verán  los siglos en nuestro país- dijo emocionado el más viejo, que no por ello era necesariamente el más listo-. Debemos conseguir ahora que se acepten como regla general.

Para no andarme por las ramas, resumo el asunto central del texto. En lugar de que cada uno hiciera lo que le viniera en gana en lo que afectaba o podía afectar a los demás, se debían aprobar unas reglas que todos debían cumplir. Y para evitar la mayor parte de los conflictos, se nombrarían tres autoridades, totalmente independientes entre sí. Cada una, con una función bien determinada.

Los ciudadanos elegirían cada cierto tiempo, sus representantes. Estos estaban encargados de revisar lo que había hecho el gobierno y podían redactar nuevas leyes que creyeran más convenientes para mejorar las  cosas por mayoría simple. Pero no podrían tocar la Ley fundamental salvo que estuvieran de acuerdo el 75% de ellos. Esa ley era una Norma marco que tenía directrices genéricas de funcionamiento del país, desde la forma de Estado, o la elección de los jueces y representantes, hasta los impuestos y todo eso.

Era clave el grupo de los más competentes jueces y expertos en derecho, que interpretarían los casos en que hubiera conflicto de intereses, Cuando emitían su resolución no se admitía discusión. Ellos no podían modificar las leyes, solo debían interpretarlas. Para llegar a ser juez había que estudiar mucho y tener gran experiencia.

En fin, para gobernar los asuntos de diario e impulsar las actividades del Reino, se elegirían periódicamente a los más capaces. Deberían proponer lo que pretendían hacer y tendrían que convencer a la mayoría que sus propuestas merecían la pena. Podían aprobar leyes en casos muy excepcionales, porque esa labor correspondía en general al Consejo de representantes. Tampoco podían interpretarlas como quisieran, porque esa labor correspondía a los jueces.

Con este bagaje, los sabios solicitaron audiencia al consejero del Rey y, cuando se la dio, fueron a Palacio con la libreta de argollas.

Estuvieron un buen rato explicando las  virtudes de su idea, tomando café con pastas y unas gotas de licor.

-A mi no me parece demasiado mal -reconoció el consejero del Rey, después de haberlos escuchado y ojeado la libreta-. Habrá que ver lo que piensa el Rey. Porque pasará a ser algo simbólico, como la bandera de los boy scouts o la fórmula de la  Coca Cola.

-No le demos muchas explicaciones -sugirió el más joven, que era muy sagaz-. Porque lo importante es que la inmensa mayoría de los ciudadanos aprueben este documento.

Se pasó el texto a limpio, con letra bastardilla. Para sorpresa general, el Rey le dio el visto bueno sin problemas (“Quiero vestir de uniforme de gala cada vez que salga de Palacio”, solo exigió).

Los emisarios y voceros del Reino se encargaron luego de recoger los votos de los ciudadanos, tanto de los que vivían en la periferia de los pueblos como de los que moraban en el mogollón central. Se hizo el recuento, y el ciento diez por ciento estaba a favor.

-Ahora guardaremos el original de esa Norma general en un cofre, con tres llaves, que se guardará en el Salón del Trono, junto a la espada del Campeador y la tiara imperial que perteneció a Carlomagno. No tendrá validez ninguna copia.

Dieron una llave a cada una de las tres personas más importantes del Reino. Una, al jefe de los jueces, el doctor Maximiliano Enfiteusis . Otra, al representante de la mayoría de los representantes, Labio de la Pera. Y la tercera, se la dieron al que era entonces jefe de Gobierno, Buenaventura Alpasar.

Todo fue bien al principio. Transcurrieron cuatro decenas de años, esto es, varias generaciones.  El jefe de los jueces, Enfiteusis, se había jubilado, y su sucesor, también, y luego otro y otro más. Ahora mismo había un triunvirato de jueces que no eran precisamente amigos.

El representante de los representantes fue sustituido tan pronto se produjeron elecciones y así se sucedieron varios hombres y mujeres que no duraban mucho tiempo en su posición y, además estaban convencidos de que los jueces tenían demasiado poder.

Por el mismo tiempo, el gobierno se convenció de que había que controlar a los jueces y poner coto a las interferencias de los representantes. Ellos se consideraban capaces e independientes.

Los días se pasaban en medio de discusiones, arreciaban los insultos, los descréditos, las sospechas. No era raro que se llamaran necios, antidemócratas, chorizos, imbéciles o fascistas.

Un día, uno de los jueces menores, ordenando papeles en su despacho, descubrió en un cajón del escritorio una llave con una forma curiosa que no encajaba en ninguna cerradura. Como la llave tenía impresa la corona real, se la entregó al actual consejero del Rey, que estaba entretenido pasando a limpio el discurso de Navidad de los años pasados.

El consejero del Rey no tenía ni idea de para qué podía servir, así que se guardó la llave en el bolsillo. Cuando mudó los pantalones, su mujer la encontró y, como no le encontró utilidad, se la cambió a un buhonero por un tinte para el pelo.

Qué casualidad. Unos días más tarde, la limpiadora de la Casa de los representantes, haciendo limpieza general, halló una llave muy curiosa en el falso fondo de un cajón. La dejó sobre una mesa y,  sin darse cuenta, al pasar el paño de sacar brillo, empujó la llave a la papelera. El ujier encargado de meter en la incineradora los residuos, vio brillar algo, encontró la llave, la cogió y, como no tenía ni idea de para qué podría servir, se la cambió al buhonero por una campanilla antigua de becerra.

El jefe de Gobierno, que estaba recién elegido, vio en una metopa colgada de la pared una llave muy curiosa. Le pareció un regalo adecuado para el Rey (que era el nieto del primero de este cuento). Se la mandó por un motorista junto a una nota de cortesía: “Espero que le sirva para algo”

Cuando el consejero del Rey, que abría todas las cartas que llegaban a Palacio, vio la llave, entendió que era muy parecida a la que había guardado en el bolsillo hacía días. Preguntó a su mujer y ella le dijo que se la había entregado al buhonero a cambio de una bagatela.

Por fortuna, el buhonero no andaba lejos. El consejero real se puso muy contento al ver que tenía tres llaves muy iguales. Y le dijo al Rey que podían hacer con ellas un colgante o algo parecido.

-Estas llaves deben tener algún significado -murmuró para sí el Rey, que había estudiado numismática en el Oriente y estaba guardando recuerdos de la monarquía, por si venían mal dadas.

Así que las noches siguientes se dispuso a buscar por todo el Palacio alguna pista sobre la llave. Por eso encontró en el sótano, cubierto de telarañas, el cofre. Probó las llaves, dio una y mil vueltas a cada una, pero el cofre no se abría.

Con indudable disgusto, se lo dijo al consejero real.

-Encontré un cofre en los sótanos y las tres llaves encajan, pero no conseguí abrirlo.

Allá fueron el Rey y el consejero real. Como, en efecto, no consiguieron abrir el cofre, el consejero fue a buscar un bote de K2R y echó un buen chorro sobre la cerradura y las tres llaves.

El cofre se abrió. Dentro, bastante bien conservado, estaba el texto original de la Norma Universal.

-Mejor lo volvemos a cerrar y tiramos las llaves al mar -propuso el consejero.

Y así lo hicieron.

 

 

 

 

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias

Cuentos para preadolescentes

12 enero, 2023 By amarias 1 comentario

Una de mis nietas, que tiene que soportar el viaje diario desde su residencia en el centro de Madrid al colegio de La Moraleja, me pidió que, para distraerla en el trayecto, le envíe un cuento. Lo que empezó siendo un juego, se ha convertido en rutina y apenas son las 7h30 de la mañana, ya recibo un mensaje de mi nieta, por si fuera necesario recordarme que está a la expectativa.

Para el caso de que haya algún abuelo que precise estimular su imaginación, aquí van algunas de las historias que llevo inventadas.

La joya más valiosa

Había en un pueblo que llaman Villacuadrada, una mujer viuda, ya con algunos años, a la que la pensión que recibía le daba justo para ir tirando.

Tenía una hija, Ana Marilde, que estaba preparando su boda para dentro de unos meses. Para festejar la situación, pensó en regalarle una joya que tenía en gran estima y, por ello, sacó de una cajita en la que guardaba recuerdos muy preciados -un mechón de pelo de su primer hijo varón, fallecido de una enfermedad rara a los dos años, el primer diente de leche  de Ana Marilde- un broche dorado que tenía engastada en su centro una piedra preciosa.

-No se por qué te molestas, mamá -le dijo la hija-. Se lo mucho que aprecias esa reliquia de tu juventud.

-Pero. si tanto te empeñas …-se corrigió sobre la marcha- vayamos a un tasador amigo para que valore esta joya y así sabremos cuánto vale tu regalo, por si algún día tengo que ayudarte económicamente.

Cuando el tasador tuvo en sus manos la pieza, la miró por todos lados, la observó detenidamente bajo la lupa y concluyó, meneando la cabeza:

-Tengo que darles la mala noticia, señoras, que este broche es falso. No vale nada. La piedra es un cristal torpemente tallado y el metal no es oro, sino latón.

Salieron de la oficina del experto muy decepcionadas. La hija, que llevaba el broche en la mano, hizo ademán de tirarlo en una papelera.

-No hagas eso -le atajó su madre-. Ese broche es muy valioso.

-No digas tonterías -replicó la otra-. El tasador acaba de decirnos claramente que es una baratija.

La madre, con el broche en su mano, le explicó, mientras una lágrima se deslizaba por sus mejillas.

-Tu padre me regaló ese broche cuando se me declaró. Desde entonces, lo he conservado como testimonio de su cariño. Puede que para el tasador y para muchas otras personas, no tenga ningún valor. Pero, para mi, tiene el valor de la joya más preciada del mundo.

La hija se quedó callada un buen rato. Luego, cogió de la mano a su madre, y caminaron juntas.

El pollito obediente

Por los veranos, aquella familia abandonaba la ciudad y se iban a pasar una temporada al campo, a la finca en la que vivían los abuelos. El papá venía cada dos semanas desde la ciudad. Llegaba el sábado, ya muy tarde, traía pasteles y alegría para todos, pues su presencia significaba gozar de mayor libertad, aunque el domingo por la noche o, a más tardar, el lunes a primera hora, debía marcharse para la fábrica, dejando tras de sí olor a tabaco y algunas lágrimas.

Un fin de semana, en lugar de pasteles, el padre trajo consigo una docena de pollitos, muy apretados en una cajita de carbón. Fue un revuelo para todos, especialmente para los niños y los abuelos.

Los abuelos protestaron mucho:

-Estos pollitos no traerán más que problemas. No tienen ni una semana. Necesitan calor, comerán mucho y lo ensuciarán todo. Además, es seguro que la mayoría se malograrán o se los comerá el gato.

Los niños estaban encantados. El papá repartió los pollitos en tres cajas, conectó bombillas para darles calor y compró un saquito de pienso. A la noche del domingo, se despidió muy ufano, dando instrucciones:

-Cuidad de los pollitos. En un par de meses, se habrán hecho grandes y estarán muy sabrosos en pepitoria.

Los niños se aplicaron a cuidar de los pollitos. A la semana, advirtieron que uno de ellos, tenía un comportamiento singular. Abandonando la pollada, cuando se disponían a abandonar el cuarto donde los tenían confinados, aquel pollo seguía a los niños.

Lo llamaron Federico.

Cuando los pequeños se preparaban para salir de paseo, por ejemplo, bastaba con que pronunciaran desde el jardín el nombre de Federico, el animalito se iba tras ellos. Si Federico estaba en la azotea y ellos en el porche, aquel pollo se lanzaba sin temor al riesgo, aleteando penosamente hasta aterrizar junto a ellos.

Los niños amaban a Federico y no se preocuparon demasiado de que los demás compañeros de su  camada fueran cayendo, poco a poco, para sazonar el arroz o completar un aderezo de patatas fritas.

Federico sobrevivió, sin embargo, protegido por todos. Era un pollo sabio, singular. Tenía afecto por los humanos, entendía su lenguaje.

Federico para aquí, Federico para allá.

Cuando se acabaron las vacaciones de verano y llegó la hora de volver a la ciudad, el mayor de los niños quiso dar instrucciones precisas a sus abuelos:

-Cuidad de él. Cada semana os preguntaré cómo está. Y por la primavera, cuando lleguen las vacaciones de Pascua, le enseñaremos más cosas.

-Tenemos otras cosas que hacer, más importantes que vigilar un pollo. Antonia se encargará.

Antonia era la chica del servicio. Una muchacha bien dispuesta, divertida y con algo de retranca.

Todas las semanas, los niños recibían puntual información sobre Federico. Comía bien, crecía, no tenía enfermedades y, desde luego, seguía atendiendo cuando se le llamaba.

Llegaron las vacaciones de Pascua y, cuando pudieron ir al pueblo de los abuelos, les faltó tiempo para preguntar dónde podían encontrar a aquel ave tan sabia.

Pero Federico no aparecía. En realidad, los abuelos no tardaron mucho en reconocer que, hacía ya uno o dos meses, Federico había pasado a mejor vida (si se puede decir así), atropellado por un camión, al que pretendía seguir, con toda la rapidez que le conferían sus patas de pollo tomatero bien alimentado. Antonia había recuperado su cuerpo y lo había aprovechado en un delicioso guiso con patatas.

Los niños protestaron mucho, afearon que se les hubiera estado mintiendo sobre el verdadero destino fatal de Federico. Amenazaron con estar una semana sin comer o, al menos, varios días.

Pero su abuelo les dijo:

-Haced como queráis. Pero recapacitad que Federico era solo un ave de corral. No tenía más inteligencia que la de un pollo y si acudía cuando le llamábais era porque se acostumbró a que le diérais un pellizquito de miga muy sabrosa. Por cierto, su carne, según Antonia, resultó deliciosa.

Al cabo de unos días, Federico era solo una anécdota de verano y, por supuesto, cada año surgían otras.

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias

Primera Crónica desde el País del Gaigé o del Huangmiú

7 febrero, 2022 By amarias Deja un comentario

En el País del Gaigé o del Huangmiú, nombres supuestos que, como todo el mundo sabe, significan en chino, respectivamente de la “Reforma Permanente” o del “Despropósito”, empezó a dominar la estulticia, una pandemia de rápida propagación, que afectaba a capas enteras de la población. El nombre verdadero del país es otro, y no lo omito por prudencia ni por no evitar herir susceptibilidades colectivas.

Aunque pudiera resultar sorprendente al tratarse de un país con muy aceptable Historia a sus espaldas, la razón de la ocultación reside en una decisión de los propios habitantes de Gaigé o Huangmiú. Habían renunciado a su pasado conjunto, no deseaban ser considerados parte de una misma nación y abominaban  -aquí en esto, acullá en estotro, incluso en todo- de lo que se decía del grupo o grupúsculo al que creian pertenecer.

Por el ritmo que llevaban las cosas -lento, pero tenso y hasta violento-, aunque no habían elegido los nombres para sus nuevos países, Estados o estadillos,  lo único que tenían en común era que estaban decididos (al menos, provisionalmente), a empezar desde cero, rompiendo todo vínculo que pudiera relacionarlos con el antes. Solo vivirían para el después.

El día uno de febrero de 2022 comenzó un nuevo año chino, que discurrirá bajo la advocación del Tigre (hû) y, más precisamente, del Tigre de Agua, siguiendo la tradición más admitida hoy en el mundo. Cuando Buda convocó a los animales, solo se presentaron doce,  a los que asignó un espacio propio en el calendatio anual. Por misteriosa casualidad, son equivalentes a los signos del Zodíaco.

No ha habido ni habrá votación -para evitar problemas-, pero el mismo grupo de intelectuales, filósofos y cachondos mentales que propusieron el cambio de nombre para el actual país, indicaron que, ya que deseaban desligarse de cualquier tradición, los habitantes de Gaigé o Huangmiú deberían elegir el 1 de febrero de 2022 como año cero de su era.  Para no complicar las cosas, en esta crónica informal, me seguiré refiriendo al calendario gregoriano aunque llamaré al país por su nombre ficticio: Huangmiú.

Ha transcurrido una semana de la nueva era y en el país de Huangmió han sucedido algunas cosas que confirman su singularidad. Se ha aprobado una nueva Ley Laboral que tenía la intención de reformar completamente las relaciones de los empresarios con los trabajadores, aunque nadie sabe en que consisten las modificaciones.

Ni siquiera se puede concluir con seguridad si la Ley está aprobada o no, pues en el Congreso de los diputados en que se votó, solo hubo un voto a favor por encima de los negativos, la presidenta del Congreso -de nombre Meritxell (que significa Mediodía) Batet y que pertenece al Partido Socialista (nombre que, aunque parezca imnaginario, es real), se equivocó inicialmente al dar por vencedora la opción del rechazo.

Para complicar el análisis, el diputado Alberto (Casero) del llamado Partido Popular (nombre que, aunque parezca imaginario, es real) que tenía colitis, votó en su casa desde el cuarto de baño y se confundió al pulsar la tecla de aprobación cuando la instrucción de su formación política era rechazarlo. Cuando advirtió su error, tomó un taxi y se fue al Congreso para corregir su voto presencialmente, pero se encontró las puertas cerradas y Meritxell (que significa “Puramente merecida”) no le dejó cambiar su decisión, porque, en el juego de cartas, lo que está sobre la mesa se levanta con el codo.

Han sucedido más cosas en el mundo, pero tienen menos importancia y, por eso, como esta crónica tiene ya su espacio consumido, no tendrán su cabida en el relatorio de esta semana.

 

 

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Cuento de Navidad para adultos

30 diciembre, 2021 By amarias Deja un comentario

Tal vez había transcurrido media hora. Miraba la calle por la ventana, a la espera que apareciera el coche de un momento a otro.

Llovía y, aunque llevaba puestas las gafas, las gotas de lluvia que se adherían a los cristales no le permitían distinguir claramente las escasas figuras que, protegidas por sus paraguas, se esfumaban a toda velocidad hacia sus destinos. La calle húmeda reflejaba las luces de colorines, centelleantes algunas, con las que la ciudad celebraba aquella fiesta singular.

Apretaba los dientes para soportar mejor el dolor.

Recordó aquella ocasión en la que hablaba a sus alumnos del sentido de la celebración de la Navidad. Con transparente nostalgia, se lamentaba de que la sociedad apenas guardaba memoria del origen de aquella festividad. Como profesor de la asignatura optativa de Historia de los Hechos Singulares de la Humanidad, se esforzaba, con éxito cuestionable, en ofrecer una formación cultural a aquellos educandos que vivían entregados al placer de la ignorancia absoluta.

-¿El Nacimiento de un niño dios? -le replicó uno de sus alumnos- ¡Qué tontería! ¡El mundo evoluciona por azar!

Por fin, las luces intermitentes de la ambulancia le avisaron de que el vehículo estaba ya allí, detenido junto al portal. No esperó a que llamaran al timbre. Cogió una carpeta y la bolsa que tenía preparada y se dirigió hacia el ascensor. Al llegar a la calle, dos jóvenes estaban montando una camilla.

-Les he llamado yo.

Le miraron con curiosidad. La mascarilla dejaba ver unos ojos cansados, enmarcados por un pelo blanco, fuerte.

-¿No le acompaña nadie?

-No. Estoy solo. Tengo un hijo y se ha ido a esquiar con los suyos a los Apeninos.

Y aclaró:

-No necesito camilla. Puedo defenderme solo, por ahora.

Pronunció “por ahora” como si tuviera el control del tiempo.

La crisis respiratoria se agudizó tan pronto como entró en la ambulancia. Con diligencia profesional, una joven de bata verde le enchufó a la botella de oxígeno.

-En esa carpeta llevo mi historial clínico. Estoy a tratamiento por metástasis en la mitad de los órganos del cuerpo.

-No hable, abuelo. Resérvese para cuando lleguemos al Hospital.

En el recinto hospitalario le trataron como a un viejo conocido. Pronto -así le pareció, aunque habían pasado tres horas, entre los trámites de admisión, la toma de temperatura y las pruebas para comprobar si aún mantenía trazas del virus en la sangre- se encontró instalado en una habitación.

-Desnúdese. Póngase esa bata y espere echado en la cama. Vendrán a buscarle para la operación cuando quede una sala de quirófano libre.

-¿Operación? -el anciano miró, sin disimular su extrañeza, al tipo, que ya se iba. -¿De qué me van a operar?

No obtuvo respuesta. El hombre se fue, dejando la puerta abierta. A los veinte minutos, una enfermera apareció para ponerle la vía.

-¿No se ha cambiado aún? Dentro de poco tiempo le llevarán al quirófano.

Con ademán decidido, le quitó la chaqueta, la camisa y la camiseta y le colocó, con diestra mano, la vía en una vena del brazo.

-Quiero hacer una llamada-manifestó, cuando ya le iban a subir a la camilla para llevarlo a la sala de operaciones,

-Acérqueme el móvil, por favor -suplicó.

El celador le puso el teléfono en la mano y llamó al primer número de la lista.

-Soy el abuelo. ¿Qué tal lo estáis pasando?

-Esto está genial -contestó una voz infantil- La nieve, estupenda. Es la mejor Navidad que nunca he pasado.

.Me alegra mucho, pequeña. ¿Están papá o mamá por ahí?

-No, ahora están abajo, con unos amigos.

-Dáles un abrazo.

-¿No quieres que te llamen luego? ¿Pasa algo?

-No, qué va. Aquí todo está en orden.

-Abuelo, tienes que animarte a venir el próximo año.

Seguro -dijo, con una voz que no sonaba muy convincente-. Pasadlo bien, nena. Nos veremos a la vuelta.

Devolvió el aparato telefónico al celador y éste lo colocó en un cajón de la mesita de la habitación.

Las luces intensas del pasillo fue quizá lo último que recogieron aquellos ojos cansados de mirar, en los que se había agotado la capacidad de sorpresa.

FIN

 

 

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Tarde para la poesía

15 mayo, 2021 By amarias Deja un comentario

Hoy tuve que someterme a un nuevo TAC (tomografía axial computarizada, para los que quieran saber lo que ocultan las siglas). Mientras esperaba que me atendieran, escribí el poema que adjunto. No será de los mejores, pero está calentito. Lo tengo integrad en del libro que estoy a punto de terminar (mis poemarios tienen la cabida de las libretas donde escribo mis ocurrencias y a ésta le quedan cuatro hojas). Lo titulé, como hago casi siempre, de antemano: “La advenidad debería haberme hecho fuerte” (@angelmanuelarias, 2020/21)

62

Cuando pase todo este jaleo
de quienes han venido de lejos
con los bártulos, la emoción de llegar y la espina
aún clavada en su duelo,
me acercaré sigiloso al abrigo del viento
donde te encuentres dormida.

Para no despertarte,
habré ahuyentado los peores auspicios,
los últimos presagios de riesgos incumplidos
y me tenderé a tu lado,
para hacerte cosquillas en los pies,
en el cuello, en los senos,
y en el pasado que recorrimos juntos.

Este gozo que invoco
no tiene fecha de caducidad
como los otros.
Es eterno,
es inmenso,
porque no depende del tiempo.

Reside, inmutable,
en la complicidad que creamos nosotros
y esa llave de acceso no se la daremos a nadie.

15.05.2021, @angelmanuelarias, (La advenidad debería habernos hecho fuertes”)


El ave es un juvenil de colirrojo, sorprendido hace tres años en la desembocadura del río Anguilera, Tapia.

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Encuentro con Sanlúcar (Cuento)

24 febrero, 2020 By amarias 1 comentario

Hace unas semanas, encontrándome en Sanlúcar, escribí este Cuento, que presenté (hoy supe que sin éxito) al Concurso de Relatos que convocaba la empresa Barbadillo. El texto se ajusta (o pretendía ajustar) a las condiciones del Certamen, con referencias a productos de la bodega sanluqueña.

He aquí mi propuesta, que copio para disfrute de los lectores de este blog.

ENCUENTRO CON SANLUCAR

Esther corría a diario 30 minutos, trotando a buen ritmo a lo largo del paseo que va desde Bajo de Guía hasta la avenida de la Duquesa. A aquella temprana hora, mientras el aún frío amanecer de final de invierno se dejaba notar, pocas eran las personas con las que se cruzaba. Envueltos en las neblinas del Guadalquivir, porque la marea iba baja, podía intuir a un grupete de marisqueros; quizá pescadores cavando en busca de gusanos.
La joven conocía a casi todos con quienes se cruzaba. Siendo febrero y día entre semana, la mayoría de los transeúntes eran habituales de la hora y naturales de aquí. No faltaba Juan, paseando su terrier o dejándose guiar por él; allá venía Toñi, andando a paso ligero con la intención de castigar los michelines, antes de incorporarse a su puesto de ayudante de bibliotecaria en el Cabildo…
-Buenos días fríos, que se nota el cuchillito.
Y más tarde, el adelantar a un cofrade de la Hermandad del Rocío:
-Empezando el día con energía, ¿eh, quillo?
Con los pies metidos en el agua, mal calzado para la ocasión, provisto de una cámara sobresaliente, con su teleobjetivo, alguien se entretenía fotografiando las aves que se alimentaban de moluscos y desperdicios en la arena. Era un hombre alto, delgado, insuficientemente protegido con un ligero chubasquero del relente de la mañana.
A las nueve menos cinco, Esther estaba ya en la oficina de la inmobiliaria. Era trabajo cómodo, bien remunerado entre salario fijo e incentivos. Habían florecido negocios de compraventa y alquiler de pisos y la competencia entre inmobiliarias era descarnada. Los sevillanos seguían apeteciendo Sanlúcar como segunda residencia, y la ciudad se había convertido en destino preferente de vacaciones, -incluso para fines de semana, a pesar de las malas comunicaciones crónicas- para madrileños adinerados.
Había traído Esther de casa, como acostumbraba, un termo con café con leche; le gustaba manchaíto. La compañera, Luisa, no había llegado; estaba separada, debía llevar a los niños al colegio y se retrasaba un día sí y otro no.
Puso en el portátil un CD con música suave, generando el fondo relajante que le amortiguaba la sensación de soledad. Apareció luego Luisa; masculló buenos días; se quejó del frío y se acomodó en su sitio, cerca de la ventana que daba a la calle.
Sobre las diez, asomaron los primeros clientes del día. Una pareja que quería vender el piso que el marido había recibido en herencia de su madre viuda, fallecida hacía meses. No tenían una idea precisa del precio que podrían conseguir por la venta, decían.
-Sabemos que, en el mismo edificio, un piso más pequeño se vendió por ochenta mil -argumentaba el hombre.
-Nosotros les orientaremos, no se preocupen; si de veras quieren vender, les diremos dónde está el buen precio del mercado para su propiedad -les tranquilizó Esther.
Ante todo, le interesaba aclarar algunas cuestiones legales.
-Su madre, ¿dejó testamento? ¿Tiene usted más hermanos? ¿Han hecho ya el reparto de los bienes de la herencia y lo registraron ante notario?
El interrogatorio formaba parte de las triquiñuelas del oficio, que conocía muy bien. La pareja admitió que les quedaban varios trámites por cumplir o aclarar. Se fueron.
Luisa metió un CD con música cañera.
-Por favor, por favor, ¿cómo puedes concentrarte con ese estruendo?
-Es que vengo hoy apochá, como si tuviera el cuerpo disgustáo.
-Ya…Como la semana pasada y la anterior, ¿no?
Sin ganas para entrar en polémicas, Luisa tramitaba por teléfono, prácticamente a gritos, el alta de la electricidad y el agua del apartamento que habían vendido hacía un par de días. Esther revisó rutinariamente la carpeta con los inmuebles a la venta.
No había terminado la inspección, cuando se dio cuenta que había quedado sola en la oficina. Luisa había salido a tomar su cafelito de media mañana. Era especialista también en desaparecer un buen rato con la excusa de hacer la ronda para detectar posibles inmuebles a la venta. Esther cambió el CD a la música suave que le parecía más propia de un negocio cara al público.
Un hombre entró en el local. Su imagen era la de un tipo atildado, serio. Muy alto. Saludó cortésmente y fue directamente a lo que le interesaba.
-Querría saber si tienen ustedes en venta algún piso, más bien pequeño, que tenga vistas.
Esther sacó la carpeta con los inmuebles que se encontraban mirando al río.
-Justamente, hace poco que entraron dos excelentes, de una urbanización moderna, en la avenida de las Piletas, que dan directamente sobre el Guadalquivir.
-No, no. Yo me refería a pisos que estén situados en la zona antigua de la ciudad. Me gustaría un apartamento céntrico. Quiero tener contacto con la vida diaria. Ver gente, sentir el pulso de la ciudad.
Tenía un inconfundible acento gallego. Esther se fijó ahora que, a la espalda, llevaba una mochila y le pareció que podría identificar al fotógrafo que había visto a primeras horas de la mañana.
-Puedo enseñarle otro, que está en el mismo centro. Desde la terraza se ve todo Sanlúcar. Para entrar a vivir, prácticamente sin reforma.
– ¿Cuánto cuesta?
-Los propietarios piden cien mil, aunque supongo que se puede negociar alguna rebaja.
Al cliente le pareció aceptable y como decía tener urgencia en tomar una decisión, fueron a verlo de inmediato. Esther puso el cartel de “Volveré pronto” a la puerta.
El piso estaba próximo al hotel Guadalquivir y, en efecto, desde su terraza se podía ver una buena área de la parte antigua de la ciudad. La luz del medio día iluminaba los contornos de las edificaciones, envolviéndolas en un halo de espléndida luminosidad.
– ¡Qué bello paisaje urbano! ¡Y cuántos edificios singulares!… ¿Qué es aquella edificación que sobresale entre las demás? -preguntó el hombre, señalando en la dirección.
-Es el palacio de los duques de Medina Sidonia. Al lado, se ve el Auditorio, que era antes la iglesia y convento de la Merced. Allá, a la izquierda, se distingue la iglesia de Nuestra señora de la O.
Martín pareció descubrir, de pronto, un interés concreto:
-Por cierto, no había oído nunca que existiera una virgen de la O.
Esther le aclaró:
-La virgen la O es la virgen en estado de buena esperanza, de la expectación. Se llama de la O, porque, después del rezo, el Coro se mantenía cantando una ¡oh! de admiración durante mucho tiempo, reflejando la emoción por el nacimiento del niño Dios.
El hombre esbozó una sonrisa, que a Esther le pareció triste. La mujer siguió con sus explicaciones de lo que se veía desde la terraza.
-En el Barrio Alto están las Bodegas más antiguas de la ciudad, en edificios que pasaron a manos privadas con la desamortización, y se fueron ampliando y mejorando, para aprovechar el buen clima y reducir los trasiegos en la elaboración de la manzanilla. Parcialmente, oculto, se encuentra el edificio de las bodegas de Barbadillo, donde está el Museo del vino…
-Mucha historia debe haber en esos edificios. Me avergüenza no conocer nada de esta ciudad. Hoy es mi primer día en Sanlúcar, pero estoy aquí para quedarme. – dijo Martín.
-Le va a encantar. Esta ciudad gusta más a los que vienen de fuera que a los mismos sanluqueños. Como estamos tan acostumbrados a verla, no la valoramos tanto…
Después de haber reconocido el inmueble con detenimiento, Martín se despidió, prometiendo reflexionar sobre la adquisición y emitir una decisión pronto.
-Si le gusta, no lo deje escapar. -dijo Esther, con una coletilla propia de su profesión.
-Le prometo que estudiaré esta opción con el mayor interés.
Ya se despedía cuando realizó una propuesta que a la mujer le sorprendió, dado el tono formal y distante que había mantenido hasta entonces.
– ¿Acepta que la invite a un café? No quisiera monopolizar su tiempo, pero le agradecería su orientación sobre mis primeros pasos en la ciudad. Recomiéndeme algunos sitios.
Esther no dudó. Este interés prometía que la deseada venta del inmueble podría facilitarse.
La cafetería estaba concurrida. Había gente mayor, tomando el café con tostadas -molletes le llaman- o churros. Ocuparon una mesa del interior, luego de pedir en el mostrador dos manchados de máquina.
-El mío que sea descafeinado y muy ligero, que ya voy sabiendo que aquí el café se toma muy cargado. Debo cuidarme la tensión -dijo Martín, disculpándose.
-Es lo mejor. Yo también lo bebo siempre con poca cafeína, para poder dormir.
La conversación transcurría por terrenos anodinos. Aunque Esther le dibujaba en un esquema de las principales calles de la ciudad, aquellos lugares que le parecían más representativos de Sanlúcar -y a fe que se esforzaba en seleccionar unos pocos entre tanta oferta-, Martín aparecía distraído.
Aparentaba unos sesenta años. Tenía las manos cuidadas, los dedos largos, propios de quien se ha dedicado a mover papeles en una oficina. Tal vez fuera abogado, pensó Esther.
– ¿Por qué se ha decidido por venir a vivir a Sanlúcar -curioseó- si no conocía esta ciudad?
Martin contestó en el mismo tono monocolor con el que se había expresado hasta ahora.
–No la conozco, es cierto, pero tengo amigos que me hablaron de esta ciudad como una de las más interesantes de Andalucía. Reúne dos condiciones que me atraen para residir aquí. Soy aficionado a la ornitología y estoy estudiando las características del vuelo de las aves migradoras. Sanlúcar está muy bien situado en ese sentido. Y lo más importante: quiero vivir en una ciudad en donde la gente transmita alegría de vivir. Aquí te saludan por la calle, aunque no te conozcan. Ustedes son trabajadores y, al mismo tiempo, saben divertirse cuando toca.
-Supongo que a su esposa también le gusta la ciudad, aunque tendrá sus propios motivos.
Martin la miró sin expresar emoción.
-Mi esposa falleció hace ya diez años. Estoy viudo y solo tengo un hijo, ya mayor, con el que no me hablo. El tiene su vida organizada.
-Ah, lo siento -se creyó en la necesidad de disculparse Esther.
-Se lo agradezco. Aunque ya pasó mucho tiempo, no hay un día en que no la tenga presente. Perder a tu pareja te confronta con una soledad inenarrable.
Parecía escritor. Seguramente sería periodista. Su forma de expresarse, cuidando las palabras y con vocabulario amplio, manifestaba que utilizaba habitualmente el lenguaje como instrumento de trabajo. Quizá tendría también alguna formación técnica, ¿no?
-Aquí muy cerca de la ciudad hay un parque en donde podrá ver muchas aves. Es la puerta de Doñana. En las Salinas hay una colonia de flamencos de forma permanente. Le puedo dar un mapa para que se haga una idea.
-No se preocupe por eso. Tengo cargado Google Maps en el móvil y con internet se puede llevar cualquier ciudad en el bolsillo.
De pronto, Esther descubrió que el hombre tenía una mirada serena y que los rasgos de su rostro eran delineados y elegantes. Le recordaba a su padre. Incluso a ese novio que se descolgó diciendo que tenía vocación para el sacerdocio, aunque ella siempre pensó que no le gustaban las mujeres. En ocho años de noviazgo no se habrían cruzado más de tres o cuatro besos, desprovistos de toda pasión.
Se despidieron, como suele suceder, con un “lo pensaré y le aviso” y un” anímese pronto, que el piso tiene muchos interesados y se le puede escapar; es una oportunidad de las que se presentan solo una o dos veces en la vida.”
Después del curro, Esther se acercó a la plaza del Cabildo, lo que no tenía por costumbre Encontró un grupo de antiguos colegas de comercio, que celebraban algo entre vinos de manzanilla, con tapeo de albondiguillas de choco y tortitas de camarones. Había uno que era muy bullita y andaba algo por ella, y le pedía: “siéntate con nosotros, Esthercita, que te hacemos sitio, que estamos preparando la guasa del Carnaval”. Iba a incorporarse con ellos, cuando, apoyado en la barra, lo vio y, guiada por su olfato comercial, se le acercó.
-Supongo que todavía no se habrá decidido. Pero veo que de algo le han servido mis indicaciones acerca de los lugares con ambiente tradicional en Sanlúcar.
-Bueno… -se disculpó el- en realidad, me limité a seguir la corriente. Parece que en esta zona se concentra toda la ciudad con ganas de socializar.
Y luego, sin apenas transición:
– ¿Ha quedado con alguien? ¿Me acepta que la invite a compartir mi bebida? Había pedido una caña, pensando en tomarme una cerveza. Me pusieron un vaso de manzanilla. (Esther sr rio, encontrando la gracia: “Aquí una caña es un vasito de manzanilla”).
Martín se había aprendido la lección:
-El que me sirvieron primero era de “manzanilla fina”, según me explicaron, que es más ligera en alcohol que la “manzanilla pasada”, envejecida. Y como tengo que ir a compás de mi edad, aquí tengo la recomendación que me hizo ese mushasho. (Señaló al camarero, que limpiaba el mostrador con soltura, imitando el tono andaluz con el que aquí se pronuncian las chs)
Ella miró la media botella que estaba sobre el mostrador. Era una manzanilla de la casa Barbadillo. En la etiqueta se podía leer Manzanilla Pasada Pastora. Martín había pedido para acompañar una media ración de galeras y las estaba disfrutando. Esther se tomó la invitación como obligación del oficio, aunque no podía ocultar que le estaba creciendo una curiosidad personal.
-Tomaré una copita con Vd. Eso sí, preferiría algo más ligero, si me permite. Un vino blanco Castillo de San Diego, que es afrutado, de uva palomino. Me encanta.
-Caramba, creo que aquí en Sanlúcar todo el mundo entiende mucho de vinos.
-Es que esta zona es muy especial; aquí se combina el aroma de mar, el sol y la tierra fértil y la tradición de elaborar buenos caldos. Desde los romanos se venía buscando la fórmula ideal, y un antepasado de los Barbadillo la encontró hace casi doscientos años.
-Veo que Vd. es una mujer a la que le gusta saber de todo.
-No me dejo engañar por el halago. Seguro que Vd. entiende mucho más de vinos, de varias zonas. Intuyo que es hombre de mundo, como se suele decir.
No sabría explicar por qué razón había dicho eso. El hombre la miró y, por primera vez desde que se conocían, esbozó una sonrisa franca.
-Mi mundo es limitado. Además, como persona del norte, eduqué el paladar en el dilema entre Rioja o Ribera de Duero. Me gusta el Ribera de Duero, pero es una cuestión de maridaje. En el norte, las comidas son contundentes. Aquí prefieren el pescado, el marisco, las hortalizas…
-Creo que la manzanilla va con todo. Hay muchos tipos. Y aquí se fabrican vinos ligeros y otros con más cuerpo. Todo consiste en acostumbrarse.
Las galeras, ovadas y con su sabroso coral, estaban deliciosas. De pronto, la curiosidad venció la prudencia de Esther:
– ¿De dónde viene Vd.? Su acento me recuerda a Galicia, pero no estoy segura.
-Soy asturiano. De Gijón. ¿Conoce esa ciudad?
-Asturias es una de las pocas regiones que me queda por visitar, reconoció Esther.
Al cabo de media hora de agradable conversación, cuando se habían agotado la media botella de Pasada Pastora, las galeras y las dos copas de Castillo de San Diego, Martín, de pronto, se disculpó.
-Lo siento, se me ha hecho tarde. Ha sido una suerte que hayamos coincidido, Esther. Es Vd. una mujer muy interesante. Nos veremos mañana. Puede estar segura de que pasaré por su oficina y tendré la decisión ya madura.
Se despidieron. Martin volvió al piso turístico en donde tenía alquilada una habitación, en la misma calle Ancha. En la habitación cómoda, limpia y suficientemente espaciosa, abrió el maletín que reposaba sobre la silla, y sacó tres cajitas de las que seleccionó, de cada una, dos pastillas. Después, tomando agua de una botella que reposaba sobre el lavabo, las ingirió en grupos de tres y se tumbó sobre la cama.
-Jodido cáncer, – musitó.
Repasó la información de los pisos que había visitado aquella mañana y tarde. Tenía las notas escritas con letra cuidadosa, recta, de profesional que está acostumbrado a escribir a mano para que se le entienda.
Había visitado un piso en la Avenida Quinto Centenario, con terraza, pero el actual inquilino le advirtió que resultaba frío en las noches, por la orientación al oeste. Otro, en el Barrio Alto, necesitaba reformas importantes.
Desde luego, el que mejor le encajaba se lo había enseñado Esther. Volvería a la mañana siguiente y le pediría verlo otra vez, y también se interesaría por conocer los gastos de comunidad, y si había posibilidad de un garaje en la zona.
Sacó luego del maletín un cuaderno en donde tenía dibujadas, con mano diestra, decenas de siluetas de aves y comparó los diseños con las fotografías que había tomado en la mañana, ampliando y corrigiendo algunos puntos.
También repasó los cálculos de sostenibilidad y potencia, en relación con la envergadura alar. La aguja colinegra, en efecto, tenía una potencia de arranque fabulosa para su tamaño y sus aleteos eran cortos y vibrantes. Las gaviotas reidoras, siempre más confiadas, ahorraban energía hasta el último momento; los menudos correlimos volaban frenéticamente cuando se alarmaban, con gran despilfarro energético.
El diagnóstico de metástasis ósea le había complicado brutalmente sus perspectivas. Le habían pronosticado cinco años de esperanza de vida asintomática, antes de que el deterioro se hiciera notar. Tenía que aprovechar el tiempo que le quedaba.
Se había aficionado a escribir sonetos y encontraba las rimas con facilidad. En la libreta de apuntes, garrapateó, sin grandes vacilaciones:
A quien llegue a Sanlúcar, siendo viejo
al que ya amor ni muerte quitan sueño
sugiero que acepte seguir este consejo;
cambiar el verso triste a sanluqueño.
Paseando por la arena, vi el reflejo
del sol cayendo al río y ese empeño
señaló el camino en que me dejo
guiar por blanca mano a lo risueño.
Con buena manzanilla pena alejo
y convierto mi talante en hogareño
llenando de alegría el patio anejo.
Vino y luz, forman lienzo velazqueño,
que, con mirarse el hombre en ese espejo,
de su propio destino se ve dueño.

Entonces, sintiéndose relajado, Martín se quedó dormido hasta el día siguiente.

@angelmanuelarias

Publicado en: Actualidad, Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: angel arias, Barbadillo, cáncer, concurso, cuento, Sanlúcar, soneto

El Buscador de Metales (Cuento)

22 noviembre, 2018 By amarias 1 comentario

El buscador de metales

Se levantó muy temprano. Aún era de noche. Había esa claridad tenue, propia de los amaneceres de verano, en los que parece que la luna se resiste a abandonar el protagonismo, con su disco casi completamente perfilado presidiendo el firmamento, en solitario.

Se vistió rápidamente -zapatillas deportivas, pantalón encima del bañador y camiseta- y, renunciando de momento al desayuno (había guardado un trozo de pan del menú de la cena), dejó el apartamento, que tenía en alquiler desde el lunes por toda la semana.

La decisión de alquilar en ese lugar no había sido suya. Había sido de su mujer.

Abrió el coche (un BMW Serie 3 320d Drive Automatic) con el mando a distancia, arrancó, y salió a la carretera acelerando suavemente. Tal vez fue entonces cuando notó que la mañana venía fría, y lamentó no haber tenido la precaución de coger un jersey o algo de abrigo. El cristal delantero se empañó con el vaho. Encendió el aire acondicionado, que funcionó como calefacción. Había una diferencia de casi diez grados entre el exterior, a trece grados en ese momento.

Condujo varios kilómetros, sin cruzarse con nadie, persona ni vehículo, y aparcó casi el borde de la playa, en el lugar reservado a minusválidos. Se quitó el pantalón, que dejó en el asiento de atrás. Había previsto pasar allí las próximas dos o tres horas. ¿Qué iba a hacer, si no?

Hacía solo dos meses que había muerto Irene, y su recuerdo no solo estaba vívido, sino que se entremezclaba con la realidad, en un juego de confusión que a veces conseguía sobresaltarle. Por ejemplo, y podría ser valorado como una tontería, le parecía que, detrás de un árbol, en el cruce de un camino poco transitado, perfilándose entre las sombras, distinguía una silueta que bien podía ser la de su esposa, a punto de decirle algo.

¿Qué podría decirle? ¿Qué secreto, qué anécdota nunca referida tendría sentido ahora? Alucinaciones sin explicación, una demostración de que su temperamento, antes recio, flaqueaba.

Sacó del coche el aparato y los accesorios. Un detector de metales de alta precisión, profesional, con el mejor poder de discriminación del mercado, sumergible, con auriculares. Algo sucio en el aro de captación de señales, pero indiscutiblemente nuevo. Irene se lo había regalado por Reyes, fecha simbólica en la que tenían costumbre de intercambiarse un solo regalo con la condición de que fuera original y supusiera obligación de actividad. “Te servirá de distracción, te hará caminar. Es mejor que un perro y más barato de mantener”.

Había sido una compra cara, pensó, cuando le confesó el precio. Ella lo había encargado por internet y lo había guardado protegido de su vista durante varias semanas, con el apoyo de una de las cuidadoras. Qué importaba, ahora. Lo que parecía una nimiedad, un capricho sin objetivo verdadero, sin uso claro, se había convertido en un elemento de unión con la difunta, una referencia común.

Irene y él no habían tenido hijos, y, viudo, su vida por delante no tenía muchos alicientes.

El le había regalado un libro de autoayuda: Convivir con el cáncer. Y una silla de ruedas mejor que la que ya tenía, con motor incorporado. La tarjeta de minusválido que portaba en el coche era de ella. El apartamento, en un piso bajo, tenía accesibilidad por rampa.

Se echó al hombro la mochila con la pala, el pinpointer -un afinador-, y cogió las bolsas de plástico en las que pensaba guardar sus hallazgos. Habría sido mejor haberse vestido con las bermudas de bolsos, más cómodas para meter cachivaches y mantener separado lo que fuera encontrando. Anotó mentalmente que la próxima vez se vestiría, no importaba el lugar, de auténtico explorador.

Se proponía también recoger las latas, los clavos, ganchos y otros desperdicios de metal que descubriera en su paseo, pues no renunciaba a cumplir una función ecológica. Un servicio gratuito a la colectividad.

Buscaba monedas y objetos perdidos en la arena por los bañistas. La playa adonde le había conducido hoy su actividad era una de las más concurridas de la región, según le habían dicho. La tarde anterior había confirmado que se llenaba de gente, y que se concentraba, con la marea alta, en una franja larga y estrecha.

La luz se había hecho más intensa. Era el momento de la bajamar, y decenas de gaviotas se encontraban picoteando los pequeños moluscos y crustáceos que quedaban al descubierto sobre la arena. Había aves de varias generaciones de gaviota patiamarilla y las juveniles de primero y segundo año, se resistían, corajudas, cuando uno de sus congéneres adultos pretendía disputarles el alimento. Sus graznidos y chillidos resultaban desagradables a oídos humanos. Tal vez había algún gavión entre las aves, pero no se fijó.

Pablo, con mentalidad ingenieril, se proponía batir el espacio de playa que no había sido cubierto por la marea, sistemáticamente, siguiendo un reticulado ficticio. Pero no pudo resistirse a iniciar el paseo de detección justo en el borde de la arena, junto al muro. Confiaba en que donde la escalera se hundía en la playa, habría más opciones de encontrar alguna moneda, quizá una medalla.

Después, seguiría su recorrido por la zona paralela al muro, allí donde suponía que los bañistas más apresurados dejaban los efectos personales para entrar al agua, concentrando el riesgo de sufrir un olvido, o padecer cualquier descuido al retirar ropas y bolsas.

A lo lejos, en un extremo de la larga playa, descubrió, sin importarle ni poco ni mucho, a un hombre que se acercaba. Era un operario de la limpieza municipal, que manejaba sin con parsimonia un rastrillo de largos dientes y un recogedor. Pasaba el rascador sobre la arena, y acumulaba en una bolsa, que arrastraba, los residuos visibles de la playa. No había muchos, en verdad.

Pablo estaba distraído ante una señal que, por la experiencia adquirida, conseguía identificar como una moneda, y excavaba con una pequeña paleta de acero el hueco necesario para alcanzarla. Era más sencillo extraer estos hallazgos minúsculos de la arena que de tierra, pues la excavación resultaba cómoda, y el hueco se volvía a llenar de forma natural, y sin necesidad de apelmazar.

No se dio cuenta de que el operario se allegó a su altura, y tampoco que le observaba con curiosidad. Era un hombre gordo, vestido con un mono azul en el que se podía leer, serigrafiado en color amarillo naranja, “SERVICIO MUNICIPAL DE LIMPIEZA DE PLAYAS”. Advirtió un olor a orujo y a sudor, desagradable.

Por fin, el testigo rompió su silencio, poniéndosele casi encima:

-¿Qué? ¿Se encuentra mucho?

Pablo torció la vista sin dejar de excavar con la paleta, y, con la mano izquierda, del terruño de arena algo apelmazado que había dejado a la luz, liberó la moneda (dos euros), que guardó mecánicamente en una bolsita de la faltriquera.

-No, la verdad. Esperaba más de una playa tan concurrida, contestó.

-¡Qué me va a decir a mí, que la recorro todos los días de verano, limpiándola! En cinco años solo encontré un bañador y una radio que no funcionaba.

El operario no se iba. Su siguiente pregunta reveló que sabía más de lo que expresaba.

-¿Discrimina ese aparato?

-Sí -respondió con desgana el buscador-. Es uno de los mejores del mercado. Pero no creo que nadie venga a la playa con joyas. Por eso, solo busco monedas y, preferiblemente, de uno o dos euros. Como verá, también retiro latas y trozos de metal.

-Ah, sí, de eso tendrá bastante. La gente deja mucha suciedad enterrada. Yo solo trabajo la superficie.

Los graznidos de las gaviotas llenaban el espacio. Aparecieron algunos viandantes. Una chica que hacía footing, un hombre ya entrado en años que recorría la playa junto a la orilla del mar a paso de marcha, una pareja propietaria de un perro de lanas, cogidos ambos de la mano, mientras el animal vagaba a sus anchas.

Empezó a recorrer la playa a lo ancho, batiéndola sistemáticamente. Rechazaba la mayor parte de los sonidos que evidenciaban hojalata o hierro, aunque de vez en cuando se engañaba con un sonido que le parecía que ocultaba una moneda, y resultaba una vez puesto al descubierto, una argolla, un clavo, una anilla de una lata de cerveza o refresco.

No había sido una buena idea venir hasta aquella playa, aunque no tenía cosas mejores que hacer. Su difunta esposa había reservado una semana en aquella población del norte, que no conocían, pensando en disfrutar de una temperatura más relajada que los calores de Madrid.

El plan podía haberse frustrado definitivamente cuando Irene falleció, como consecuencia del cáncer que se le reprodujo de forma brutal y la llevó de forma fulminante al mundo de los que fueron. Estuvo unas semanas desorientado, entre el alivio de la tensión por una enfermedad que se había portado cruel pero efectiva, y el desconcierto que perder a la persona con la que había compartido casi todo en más de treinta años de casados.

Era un momento injusto, al fin y al cabo. El año pasado le habían echado de la empresa. Un despido improcedente, por supuesto.

El viernes a última hora de aquel día, un desconocido esbirro del director de personal se acercó al despacho, le saludó cortésmente, y le entregó la carta con el mensaje, firmada por el ausente: “Por tres faltas seguidas de puntualidad y la reiterada negligencia en cumplir sus cometidos, la dirección ha decidido, por grave indisciplina, su despido inmediato. Reconociendo, sin embargo, la improcedencia del despido, se le ofrece la compensación a que tiene derecho debido al tiempo trabajado, de veinticinco años y siete meses. Debe devolver su ordenador, aunque, si lo desea, puede mantener su número de móvil. A partir de este momento deberá abstenerse de utilizar cualquiera de los poderes que tiene concedidos”

Cuando llegó con la carta de despido y el rostro lívido, a casa, a Irene le entraron ganas de llorar. Quizá ella se dio cuenta mejor que él de lo que significaba aquello. Con cincuenta y tres años nunca encontraría trabajo otra vez. Se puso mucho peor. Pablo tenía la seguridad de que ese golpe bajo había acelerado el curso de su enfermedad.

Recogió otra moneda, ésta de un euro. La inversión en el buscador de metales no tenía el aspecto de haber sido rentable, al menos, hasta el momento. Había detectado que los mejores sitios para encontrar cosas eran aquellos donde la gente se retiraba para hacer sus necesidades. Los llamó los “caladeros”.

– ¡Señor, señor! ¿Me puede ayudar? -oyó que le decía una voz infantil.

Era un niño rubio de unos once o doce años, vestido con camiseta de tirantes y un bañador, al que acompañaba un perro de pelaje blanquinegro. Lo identificó como un border collie, un animal nervioso y que pasa por ser inteligente, que meneaba la cola en reconocimiento inmediato de simpatía.

-¿Qué quieres, muchacho? -contrapreguntó Pablo, levantándose. El collie se lanzó a escarbar en el hueco abierto, como si hubiera captado el mensaje de que se trataba de cavar más hondo.

-Mire -explicó el niño- Le he visto con el detector y pienso que tal vez con él pueda descubrir donde mi mamá perdió ayer un anillo de oro. Si viene conmigo, le indico el sitio.

Pablo accedió de buena gana, y con curiosidad. Siguió al joven hasta el sitio que le señaló (“Es más o menos por aquí. Estuvimos buscando durante un buen rato, pero parece que se lo tragó la arena.”)

Le cedió el aparato, ajustándole la empuñadura. “Busca tu mismo. Solo tienes que mover el detector de un lado a otro, y localizar cuando suena. Lo he puesto en modo oro”.

El niño movió el disco con excesiva brusquedad.

-No, házlo más despacio, y tienes que batir toda esa área donde crees que tu mamá perdió el anillo. Sin resquicios.

Fue una suerte, porque apenas unos minutos después, el aparato empezó a sonar. La señal electromagnética prometía. Cavaron y, en efecto, apareció el anillo. Pablo lo recogió y, mientras lo limpiaba de arena, acertó a ver un nombre y una fecha grabados en el interior: “Elena. 12.08.96”

– ¡Qué contenta se va a poner mamá! -gritó el niño.

El collie ladró, con un ladrido seco, único.

Dando apresuradamente las gracias, el pequeño se fue, corriendo, seguido por el perro, para perderse entre las casas del paseo marítimo.

La playa empezaba a llenarse de gente. Pablo recogió el equipo, lo metió en el coche, y, volviendo a la playa, se concedió un baño. El agua estaba fría. No había sido un gran ejercicio, ni la cosecha de monedas había sido buena. No necesitaba el dinero y aquello solo era un pasatiempo, una distracción que le enfrascaba durante algunas horas. Pude que hubiera alguien que lo considerara infantil, pero la vida tiene una gran dosis de juego de niños.

El baño resultó relajante. Le entró un apetito feroz, recordando que estaba en ayunas. Con el pantalón mojado, se acercó al chiringuito junto a la playa, que había abierto hacía poco, y pidió al camarero un café y un bollo. Cogió sin mucho interés un periódico local. Leyó los titulares, sin que ninguno consiguiera captar su atención para conocer más detalles. Accidente en la autopista bloquea el acceso al Norte durante tres horas. Seguimos sin verano verdadero. La reactivación económica se hace esperar. El Jefe de Estado inicia sus vacaciones familiares. El Inter busca delantero centro en España.

-Ese es el señor, mamá. -Oyó que decían a sus espaldas.

Era el niño de la playa, que venía acompañado de su madre. La mujer era delgada, alta, con una mirada dulce, que traslucía madurez e inteligencia. Llevaba un vestido ligero. Es muy atractiva, pensó Pablo, que se volvió con una sonrisa.

-Jorge me ha contado que le ayudó a buscar el anillo que perdí ayer y que lo encontró. Se lo agradezco muchísimo. -expresó la mujer, con un acento que se le antojó extranjero.

-Ha sido suerte -se excusó, humilde, Pablo. El chico me indicó el sitio con gran exactitud y, por fortuna, la arena no había sido muy removida. La zona estaba tan cerca de la línea de pleamar que, en poco tiempo, se hubiera ido mucho más hondo y entonces ya no sería fácil de detectar.

La mujer, sin reparar al parecer en que Pablo se encontraba en traje de baño y aún le goteaba, le estampó un beso en la mejilla.

-No tiene idea de lo que este anillo significa para mí.

Pablo esperaba una concreción, pero se produjo un silencio.

-Lo supongo, porque vi que tenía una fecha grabada en él. Imagino que es el recuerdo de su boda o un acontecimiento feliz. Ya ve que estoy desayunando. ¿Quiere Vd. tomar algo o tal vez el chico? Yo no tengo ninguna prisa.

-Tomaría un café descafeinado, pero, si no le importa, invitaré yo. Estoy muy agradecida.

Pablo no pudo contenerse más, y aventuró ser objetado de indiscreto.

– ¿Se llama Vd. Elena, que es el nombre que se leía en el anillo?

La mujer pidió el café antes de contestar, e invitó al chico a dar un paseo con el perro. El muchacho se resistió solo verbalmente (“Ya paseamos hoy bastante”), y se fue.

Ella puso la taza sobre una de las mesas vacías, y le pidió que se sentara, señalando la silla de enfrente a la que ocupó de inmediato.

-Me llamo Elena, es cierto, pero no soy yo la persona a la que está dedicado ese anillo. Y, como se habrá dado Vd. cuenta, el anillo no es solo de oro. Es de oro y diamantes. Ese anillo está hecho con las cenizas de mi suegra, que se llamaba como yo, y la fecha es la del día en que falleció. Después de incinerarla, se envió a una empresa suiza un kilo y medio de cenizas y al cabo de dos meses nos devolvieron dos anillos, cada uno con un diamante engarzado de ese azul tan bonito. Me queda algo grande, porque no está hecho a mi medida, sino a la de mi ex, su hijo. Por eso me lo pongo en el dedo gordo del pie.

Levantó el pie izquierdo para que pudiera admirarlo. Era un pie pequeño y hermoso. El anillo lucía, con su piedra enigmática, en su dedo grueso.

– ¡Ah! -solo acertó a decir Pablo.

Y luego:

-Supongo que hay poderosas razones de afecto y solidaridad para llevar el anillo hecho con cenizas de la madre de la persona de la que Vd. se ha separado y que, por lo que me cuenta, ha sido, además, el poseedor y destinatario de esa joya tan peculiar.

-En efecto, -ratificó Elena- hay poderosas razones, aunque no son fáciles de explicar, ni las he comentado con nadie. Pero Vd. ha rescatado ese anillo cuando lo creía perdido para siempre y le siento acreedor a conocer algún detalle de la historia que lo rodea.

Pablo pidió otro café, y se lamentó de hallarse en traje de baño, sintiéndolo impropio para una confesión que se vislumbraba solemne.

La mujer dejaba enfriar el suyo sobre la mesa, sin haber probado un sorbo.

-Mi exsuegra, la Elena del anillo, era una mujer singular. Tenía poderes especiales. Era, en realidad, una visionaria, capaz de predecir el futuro e, incluso, de hablar con los muertos, pues estaba en contacto permanente con su esposo, fallecido hacía años.

Pablo trataba de escabullirse mentalmente. Miró detenidamente a la mujer y no advirtió asomo de falsedad, mentira o tomadura de pelo en su rostro, aunque el relato empezaba a parecerle pura fantasía.

-Cuando falleció en la fecha que figura en el anillo, hicimos con sus cenizas dos diamantes y los engarzamos en anillos. No fue un capricho nuestro, sino el cumplimiento de su deseo expreso. Quería estar con nosotros de esa manera. Uno, el que ahora tengo en mi poder, se lo quedó mi esposo, del que me divorcié hace tres años. El otro, hecho a mi medida, lo tenía yo, y lo guardaba como lo que es, una joya que refleja, al mismo tiempo, presencia, afecto y valor.

-Ya me está Vd. intrigando. ¿Cómo fue que intercambiaron los anillos?

-No nos los cambiamos. El anillo a mi medida yo no me lo ponía, porque me cansé de dar explicaciones, pero lo guardaba en una cajita. Le tenía devoción. Cuando necesitaba algún tipo de ayuda o me veía en una necesidad, le pedía a mi suegra su intervención, y, lo crea o no, lo conseguía todo. Era un talismán.

La mujer prosiguió.

-Un día, al abrir la cajita, descubrí que el anillo no estaba allí. Le pregunté a mi marido y me dijo que lo habría perdido, que quizá lo había guardado en otro sitio. Pero no podía ser así, porque yo nunca había sacado el anillo de la caja.

Tomó un respiro.

-Para no hacer la historia muy larga, le contaré que, unas semanas después de la desaparición del anillo, me encuentro con que mi mejor amiga, Luisa, lleva en su dedo índice ese anillo. El brillo de la piedra es inconfundible. La talla es espléndida. Ese azul y ese fulgor no existen en la naturaleza.  Lo detecté sin error alguno.

La llamada Elena torció el gesto.

-Mi amiga se estaba entendiendo con mi marido y, el muy cretino, en un arranque de ingenuidad mezclada con desfachatez, había retirado mi anillo de la cajita en donde lo guardaba y se lo había regalado a su amante.

La historia parecía a punto de terminar.

-No perdoné la traición y pedí la separación. El divorcio no fue sencillo, porque teníamos un hijo. Miguel tenia entonces nueve años, y había un fuerte patrimonio en gananciales. Los abogados hicieron su agosto. Mi ex defendió que los dos anillos formaban parte de su herencia, porque eran cenizas de su madre. Pero el juez le condenó a restituirme el anillo. Como su novia, de la que se separó rápido, había desaparecido entretanto, llena de vergüenza, supongo, con el anillo y quién sabe qué otras cosas, se me adjudicó éste.

Pablo miró a la mujer y la encontró, en su aparente simplicidad, coherente y, desde luego, atractiva. Por un momento, acarició la idea de quedarse más tiempo y ser más interactivo, pero el bañador húmedo le estaba molestando. No quería sufrir un resfriado. Además, el niño entró con el perro, pidiendo un refresco.

Se levantó, pues.

-Me disculpa, pero me estoy sintiendo incómodo con el bañador mojado, y no estoy acostumbrado a este ambiente frío.

-Oh, si quiere, le puedo ofrecer mi casa para que pueda secarse y cambiarse. Está aquí cerca.

No era eso.

-No, no. Me ha dado Vd. una prueba magnífica de sinceridad y confianza, que no se si merezco. Le agradezco su relato que, no por insólito, deja de parecerme apasionante. Me gustaría haber estado vestido de una forma más adecuada a su altura dramática.

La mujer le miró con aquellos ojos melancólicos que tanto parecían decir. Calmó a su hijo, indicándole que pidiese en la barra lo que quisiera.

-Pero mi historia no termina ahí, al contrario. Puede decirse que empieza. Porque, cuando me encontré propietaria del anillo que perteneció a mi ex y que contenía la esencia corporal de su madre que, como le dije, era algo bruja, sucedió que…

Pablo se levantó sin aparentar la menor contrariedad, pero demostrando decisión.

-Mire, le propongo que me siga contando su relato en otro momento. Voy a estar aquí varios días. Le sugiero que nos veamos otro día, a la hora del almuerzo, o de la cena, si le conviene mejor. Puedo pasar a recogerles a Vd. y al niño. Tendré mucho gusto en invitarles a un restaurante de los alrededores. Me ilustraré de cuál es el mejor.

-Se lo agradezco mucho -verbalizó la mujer-. Por el niño. Y por mí claro. En este pueblo tan pequeño no hay muchas posibilidades de la menor distracción para una mujer divorciada y su hijo, que, además, están viviendo en la casa que perteneció a la familia de su ex. Todo el mundo nos conoce.

-Este es mi número de móvil -escribió ella, en una servilleta de papel.

El garabateó varios números en otra servilleta, equivocándose adrede en una cifra, y se lo entregó.

Se despidieron con un apretón de manos, muy efusivo, incluso pareció que ella hizo ademán de besarlo otra vez. Pablo se dirigió al coche, se quitó el pantaloncito de baño mojado desde el asiento de atrás del vehículo, se enfundó los pantalones secos, arrancó y, cuando ya llevaba conducido un buen trecho, arrugó la servilleta en la que ella había escrito su número de móvil y lo arrojó a la carretera abriendo un poco la ventanilla.

No tenía intención de volver.

FIN

—

Nota

Presenté este Cuento, bajo el Lema Bonasa Bonasia (el nombre científico del grévol, cuya foto ilustra esta entrada) al XI Concurso de Escritores Ingenieros de Minas. Obtuvo Mención de Honor, diploma que recogí el 20 de noviembre de 2018 en la Ceremonia organizada por el Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste de España.

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: buscador, colegio, concurso, cuento, escritores, españa, grévol, ingenieros de minas, mención, metales, noroeste

Exito de la Zarzuela del Espía, la Corista y los Bobalicones

31 octubre, 2018 By amarias Deja un comentario

Lleva ya varios meses en cartelera la Zarzuela, de autor anónimo -aunque existen varias reclamaciones de presunta paternidad-, cuyo título provisional es el de El espía, la corista y los bobalicones. Representada en todos los medios de difusión del Reino de España, con variada coreografía y vestuario, los protagonistas principales cambian según soplen los vientos.

En este momento, la versión que se está ofreciendo al público -que tiene una participación muy activa, hasta el punto de que figura en el reparto, genéricamente denominado como “los bobalicones”- incluye a un espía contratado por el propio Estado de derecho, y a una corista en caída libre. La relación que liga a ambos es de lo más turbia, e incluye a un tercero, marido o pareja de la vicetiple, que actúa de amigable componedor, es decir, de algo equivalente a chulo de portal de invierno.

Los personajes y la trama aparente han venido cambiando a lo largo de los meses que lleva en cartel esta tragicomedia, cuyo éxito parece exclusivamente  basado en apelar a los más profundos instintos de la estupidez y el afán destructor de la mayoría del llamado pueblo/populacho hispano. Esta hipótesis descansa en la sensación de que el libreto es malo, la representación pésima y los decorados, de circunstancias.

La versión anterior -aún representada en teatrillos de provincias- involucraba a un orate convencido de que había sido llamado por la divina providencia para guiar a su pueblo al desastre total, relacionado en este caso, en una unión turbia en concepto y realización, con un tonto de pueblo. Otras versiones, siempre con la presencia coral del grupo de bobalicones en escena, afectaron a un rey destronado aficionado a la caza de animales hembras de dos patas, fundador de una estirpe a medio camino entre la Familia Monster y los Grimaldi; tuvo éxito circunstancial un dúo entre dos jóvenes promesas, relación con fondo posiblemente incestuoso, que duró lo que canta un gallo, pero los residuos aún se están comiendo.

En fin, todo este trasfondo novelesco, de divertida evocación sino fuera tan real, tiene consecuencias claras para nuestra economía, que es de lo que vivimos, y no de lo que nos dan de comer en los mentideros de esta plaza, incluidos la televisión, la radio y los periódicos. Mientras el pueblo llano se monda con tantos cuentos, la economía sigue por los suelos, los servicios públicos se deterioran más, la suciedad aumenta en las calles y en los patios, la Universidad languidece en su salsa, las empresas se largan a mejores vientos, y, por hacerlo breve, en los países en donde no prestan tanta atención a la comedia, y sí al trabajo que da frutos, aunque venga de manos del mismo diablo, se medra mejor, se vive más holgado, hay más empleo.


El cistícola buitrón (cisticola juncidis) es un paseriforme de difícil identificación, perteneciente al complejo grupo de las currucas y mosquiteros. Tiene el pico afilado de los mosquiteros, pálido en la hembra y oscuro en el macho, y listas destacadas en cabeza y dorso (no muy patentes en la fotografía, pero como tengo varias instantáneas del mismo ave, puedo confirmarlo).

Tiene un canto repetitivo y estridente, que lo delata más que su presencia física, a menudo oculta entre los juncales y herbazales de los terrenos pantanosos. Estas aves que son tan parecidas entre sí, exigen para su correcta identificación (satisfacción solo reservada al ornitólogo aficionado con tiempo y ganas) fijarse en detalles: píleo, obispillo, dibujo caudal y proyecciones de las primarias y secundarios, por ejemplo, en cuanto al plumaje; dibujos del pecho y listado del dorso, pico romo o puntiagudo; color de las patas y si están o no cubiertas de plumaje; etc,

 

Publicado en: Actualidad, Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: cistícola, corista, cuento, economía, espía

Más sonetos

12 mayo, 2017 By amarias 1 comentario

Tengo escritos decenas de sonetos. Estos son una muestra de los últimos :

9

Si fuera redención el sufrimiento
como algunos la fórmula pretenden,
yo tendría ya ganado el firmamento
y saldadas las cuentas que en mí penden.

No me mueven a creer quienes entienden
recibir de los dioses el aliento
y a consejos y máximas atienden
que otros trajeron a adornar el cuento.

Mi respeto al crédulo sustento
en ética y no en rezos de novicias
y no me importa el color del argumento

si frente a odios, amores y sevicias
opone amor al otro. Lo lamento,
todo lo demás, no es fe. Es estulticia.

10

De formas de morir, la de repente
prefiero con ventaja, y si ello fuera
imposible, elijo el que me  muera
luchando con honores en el frente.

Que sea en toda forma que presente,
-en guerra como en paz- corta la espera,
que la mano del verdugo sea certera
y quien haya de llorar, antes se ausente.

Para mi funeral, venga la gente
con ganas de reír y armar bullicio,
porque, aunque ya conmigo nadie cuente,

de combinar amor, virtud y vicio
y disfrutarlo en paz, tal vez mi mente
aún pueda encontrar poso o resquicio.

-11-

No temo, soledad, que el tiempo empañe
voluntad de querer con que me empeño,
pero de la emoción que no se es dueño
puede surgir peligro que la dañe.

Promete eterno amor, más frunce el ceño
que dispuesta a resistir aunque se ensañe
para destruir con celos nuestro sueño,
no nos ha de afectar, si a mí me atañe.

Pues contra tentaciones no hay diseño
que en honor de virtud defensa amañe,
pongamos por delante lo risueño

y, en lugar de traición, que no te extrañe
que admita que el destrozo fue pequeño
y al altar del perdón yo te acompañe.

 

@angelmanuelarias

(Del libro “Sonetos desde el Hospital, 2017)

 

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Poesía

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