Al socaire

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Encuentro con Sanlúcar (Cuento)

24 febrero, 2020 By amarias Dejar un comentario

Hace unas semanas, encontrándome en Sanlúcar, escribí este Cuento, que presenté (hoy supe que sin éxito) al Concurso de Relatos que convocaba la empresa Barbadillo. El texto se ajusta (o pretendía ajustar) a las condiciones del Certamen, con referencias a productos de la bodega sanluqueña.

He aquí mi propuesta, que copio para disfrute de los lectores de este blog.

ENCUENTRO CON SANLUCAR

Esther corría a diario 30 minutos, trotando a buen ritmo a lo largo del paseo que va desde Bajo de Guía hasta la avenida de la Duquesa. A aquella temprana hora, mientras el aún frío amanecer de final de invierno se dejaba notar, pocas eran las personas con las que se cruzaba. Envueltos en las neblinas del Guadalquivir, porque la marea iba baja, podía intuir a un grupete de marisqueros; quizá pescadores cavando en busca de gusanos.
La joven conocía a casi todos con quienes se cruzaba. Siendo febrero y día entre semana, la mayoría de los transeúntes eran habituales de la hora y naturales de aquí. No faltaba Juan, paseando su terrier o dejándose guiar por él; allá venía Toñi, andando a paso ligero con la intención de castigar los michelines, antes de incorporarse a su puesto de ayudante de bibliotecaria en el Cabildo…
-Buenos días fríos, que se nota el cuchillito.
Y más tarde, el adelantar a un cofrade de la Hermandad del Rocío:
-Empezando el día con energía, ¿eh, quillo?
Con los pies metidos en el agua, mal calzado para la ocasión, provisto de una cámara sobresaliente, con su teleobjetivo, alguien se entretenía fotografiando las aves que se alimentaban de moluscos y desperdicios en la arena. Era un hombre alto, delgado, insuficientemente protegido con un ligero chubasquero del relente de la mañana.
A las nueve menos cinco, Esther estaba ya en la oficina de la inmobiliaria. Era trabajo cómodo, bien remunerado entre salario fijo e incentivos. Habían florecido negocios de compraventa y alquiler de pisos y la competencia entre inmobiliarias era descarnada. Los sevillanos seguían apeteciendo Sanlúcar como segunda residencia, y la ciudad se había convertido en destino preferente de vacaciones, -incluso para fines de semana, a pesar de las malas comunicaciones crónicas- para madrileños adinerados.
Había traído Esther de casa, como acostumbraba, un termo con café con leche; le gustaba manchaíto. La compañera, Luisa, no había llegado; estaba separada, debía llevar a los niños al colegio y se retrasaba un día sí y otro no.
Puso en el portátil un CD con música suave, generando el fondo relajante que le amortiguaba la sensación de soledad. Apareció luego Luisa; masculló buenos días; se quejó del frío y se acomodó en su sitio, cerca de la ventana que daba a la calle.
Sobre las diez, asomaron los primeros clientes del día. Una pareja que quería vender el piso que el marido había recibido en herencia de su madre viuda, fallecida hacía meses. No tenían una idea precisa del precio que podrían conseguir por la venta, decían.
-Sabemos que, en el mismo edificio, un piso más pequeño se vendió por ochenta mil -argumentaba el hombre.
-Nosotros les orientaremos, no se preocupen; si de veras quieren vender, les diremos dónde está el buen precio del mercado para su propiedad -les tranquilizó Esther.
Ante todo, le interesaba aclarar algunas cuestiones legales.
-Su madre, ¿dejó testamento? ¿Tiene usted más hermanos? ¿Han hecho ya el reparto de los bienes de la herencia y lo registraron ante notario?
El interrogatorio formaba parte de las triquiñuelas del oficio, que conocía muy bien. La pareja admitió que les quedaban varios trámites por cumplir o aclarar. Se fueron.
Luisa metió un CD con música cañera.
-Por favor, por favor, ¿cómo puedes concentrarte con ese estruendo?
-Es que vengo hoy apochá, como si tuviera el cuerpo disgustáo.
-Ya…Como la semana pasada y la anterior, ¿no?
Sin ganas para entrar en polémicas, Luisa tramitaba por teléfono, prácticamente a gritos, el alta de la electricidad y el agua del apartamento que habían vendido hacía un par de días. Esther revisó rutinariamente la carpeta con los inmuebles a la venta.
No había terminado la inspección, cuando se dio cuenta que había quedado sola en la oficina. Luisa había salido a tomar su cafelito de media mañana. Era especialista también en desaparecer un buen rato con la excusa de hacer la ronda para detectar posibles inmuebles a la venta. Esther cambió el CD a la música suave que le parecía más propia de un negocio cara al público.
Un hombre entró en el local. Su imagen era la de un tipo atildado, serio. Muy alto. Saludó cortésmente y fue directamente a lo que le interesaba.
-Querría saber si tienen ustedes en venta algún piso, más bien pequeño, que tenga vistas.
Esther sacó la carpeta con los inmuebles que se encontraban mirando al río.
-Justamente, hace poco que entraron dos excelentes, de una urbanización moderna, en la avenida de las Piletas, que dan directamente sobre el Guadalquivir.
-No, no. Yo me refería a pisos que estén situados en la zona antigua de la ciudad. Me gustaría un apartamento céntrico. Quiero tener contacto con la vida diaria. Ver gente, sentir el pulso de la ciudad.
Tenía un inconfundible acento gallego. Esther se fijó ahora que, a la espalda, llevaba una mochila y le pareció que podría identificar al fotógrafo que había visto a primeras horas de la mañana.
-Puedo enseñarle otro, que está en el mismo centro. Desde la terraza se ve todo Sanlúcar. Para entrar a vivir, prácticamente sin reforma.
– ¿Cuánto cuesta?
-Los propietarios piden cien mil, aunque supongo que se puede negociar alguna rebaja.
Al cliente le pareció aceptable y como decía tener urgencia en tomar una decisión, fueron a verlo de inmediato. Esther puso el cartel de “Volveré pronto” a la puerta.
El piso estaba próximo al hotel Guadalquivir y, en efecto, desde su terraza se podía ver una buena área de la parte antigua de la ciudad. La luz del medio día iluminaba los contornos de las edificaciones, envolviéndolas en un halo de espléndida luminosidad.
– ¡Qué bello paisaje urbano! ¡Y cuántos edificios singulares!… ¿Qué es aquella edificación que sobresale entre las demás? -preguntó el hombre, señalando en la dirección.
-Es el palacio de los duques de Medina Sidonia. Al lado, se ve el Auditorio, que era antes la iglesia y convento de la Merced. Allá, a la izquierda, se distingue la iglesia de Nuestra señora de la O.
Martín pareció descubrir, de pronto, un interés concreto:
-Por cierto, no había oído nunca que existiera una virgen de la O.
Esther le aclaró:
-La virgen la O es la virgen en estado de buena esperanza, de la expectación. Se llama de la O, porque, después del rezo, el Coro se mantenía cantando una ¡oh! de admiración durante mucho tiempo, reflejando la emoción por el nacimiento del niño Dios.
El hombre esbozó una sonrisa, que a Esther le pareció triste. La mujer siguió con sus explicaciones de lo que se veía desde la terraza.
-En el Barrio Alto están las Bodegas más antiguas de la ciudad, en edificios que pasaron a manos privadas con la desamortización, y se fueron ampliando y mejorando, para aprovechar el buen clima y reducir los trasiegos en la elaboración de la manzanilla. Parcialmente, oculto, se encuentra el edificio de las bodegas de Barbadillo, donde está el Museo del vino…
-Mucha historia debe haber en esos edificios. Me avergüenza no conocer nada de esta ciudad. Hoy es mi primer día en Sanlúcar, pero estoy aquí para quedarme. – dijo Martín.
-Le va a encantar. Esta ciudad gusta más a los que vienen de fuera que a los mismos sanluqueños. Como estamos tan acostumbrados a verla, no la valoramos tanto…
Después de haber reconocido el inmueble con detenimiento, Martín se despidió, prometiendo reflexionar sobre la adquisición y emitir una decisión pronto.
-Si le gusta, no lo deje escapar. -dijo Esther, con una coletilla propia de su profesión.
-Le prometo que estudiaré esta opción con el mayor interés.
Ya se despedía cuando realizó una propuesta que a la mujer le sorprendió, dado el tono formal y distante que había mantenido hasta entonces.
– ¿Acepta que la invite a un café? No quisiera monopolizar su tiempo, pero le agradecería su orientación sobre mis primeros pasos en la ciudad. Recomiéndeme algunos sitios.
Esther no dudó. Este interés prometía que la deseada venta del inmueble podría facilitarse.
La cafetería estaba concurrida. Había gente mayor, tomando el café con tostadas -molletes le llaman- o churros. Ocuparon una mesa del interior, luego de pedir en el mostrador dos manchados de máquina.
-El mío que sea descafeinado y muy ligero, que ya voy sabiendo que aquí el café se toma muy cargado. Debo cuidarme la tensión -dijo Martín, disculpándose.
-Es lo mejor. Yo también lo bebo siempre con poca cafeína, para poder dormir.
La conversación transcurría por terrenos anodinos. Aunque Esther le dibujaba en un esquema de las principales calles de la ciudad, aquellos lugares que le parecían más representativos de Sanlúcar -y a fe que se esforzaba en seleccionar unos pocos entre tanta oferta-, Martín aparecía distraído.
Aparentaba unos sesenta años. Tenía las manos cuidadas, los dedos largos, propios de quien se ha dedicado a mover papeles en una oficina. Tal vez fuera abogado, pensó Esther.
– ¿Por qué se ha decidido por venir a vivir a Sanlúcar -curioseó- si no conocía esta ciudad?
Martin contestó en el mismo tono monocolor con el que se había expresado hasta ahora.
–No la conozco, es cierto, pero tengo amigos que me hablaron de esta ciudad como una de las más interesantes de Andalucía. Reúne dos condiciones que me atraen para residir aquí. Soy aficionado a la ornitología y estoy estudiando las características del vuelo de las aves migradoras. Sanlúcar está muy bien situado en ese sentido. Y lo más importante: quiero vivir en una ciudad en donde la gente transmita alegría de vivir. Aquí te saludan por la calle, aunque no te conozcan. Ustedes son trabajadores y, al mismo tiempo, saben divertirse cuando toca.
-Supongo que a su esposa también le gusta la ciudad, aunque tendrá sus propios motivos.
Martin la miró sin expresar emoción.
-Mi esposa falleció hace ya diez años. Estoy viudo y solo tengo un hijo, ya mayor, con el que no me hablo. El tiene su vida organizada.
-Ah, lo siento -se creyó en la necesidad de disculparse Esther.
-Se lo agradezco. Aunque ya pasó mucho tiempo, no hay un día en que no la tenga presente. Perder a tu pareja te confronta con una soledad inenarrable.
Parecía escritor. Seguramente sería periodista. Su forma de expresarse, cuidando las palabras y con vocabulario amplio, manifestaba que utilizaba habitualmente el lenguaje como instrumento de trabajo. Quizá tendría también alguna formación técnica, ¿no?
-Aquí muy cerca de la ciudad hay un parque en donde podrá ver muchas aves. Es la puerta de Doñana. En las Salinas hay una colonia de flamencos de forma permanente. Le puedo dar un mapa para que se haga una idea.
-No se preocupe por eso. Tengo cargado Google Maps en el móvil y con internet se puede llevar cualquier ciudad en el bolsillo.
De pronto, Esther descubrió que el hombre tenía una mirada serena y que los rasgos de su rostro eran delineados y elegantes. Le recordaba a su padre. Incluso a ese novio que se descolgó diciendo que tenía vocación para el sacerdocio, aunque ella siempre pensó que no le gustaban las mujeres. En ocho años de noviazgo no se habrían cruzado más de tres o cuatro besos, desprovistos de toda pasión.
Se despidieron, como suele suceder, con un “lo pensaré y le aviso” y un” anímese pronto, que el piso tiene muchos interesados y se le puede escapar; es una oportunidad de las que se presentan solo una o dos veces en la vida.”
Después del curro, Esther se acercó a la plaza del Cabildo, lo que no tenía por costumbre Encontró un grupo de antiguos colegas de comercio, que celebraban algo entre vinos de manzanilla, con tapeo de albondiguillas de choco y tortitas de camarones. Había uno que era muy bullita y andaba algo por ella, y le pedía: “siéntate con nosotros, Esthercita, que te hacemos sitio, que estamos preparando la guasa del Carnaval”. Iba a incorporarse con ellos, cuando, apoyado en la barra, lo vio y, guiada por su olfato comercial, se le acercó.
-Supongo que todavía no se habrá decidido. Pero veo que de algo le han servido mis indicaciones acerca de los lugares con ambiente tradicional en Sanlúcar.
-Bueno… -se disculpó el- en realidad, me limité a seguir la corriente. Parece que en esta zona se concentra toda la ciudad con ganas de socializar.
Y luego, sin apenas transición:
– ¿Ha quedado con alguien? ¿Me acepta que la invite a compartir mi bebida? Había pedido una caña, pensando en tomarme una cerveza. Me pusieron un vaso de manzanilla. (Esther sr rio, encontrando la gracia: “Aquí una caña es un vasito de manzanilla”).
Martín se había aprendido la lección:
-El que me sirvieron primero era de “manzanilla fina”, según me explicaron, que es más ligera en alcohol que la “manzanilla pasada”, envejecida. Y como tengo que ir a compás de mi edad, aquí tengo la recomendación que me hizo ese mushasho. (Señaló al camarero, que limpiaba el mostrador con soltura, imitando el tono andaluz con el que aquí se pronuncian las chs)
Ella miró la media botella que estaba sobre el mostrador. Era una manzanilla de la casa Barbadillo. En la etiqueta se podía leer Manzanilla Pasada Pastora. Martín había pedido para acompañar una media ración de galeras y las estaba disfrutando. Esther se tomó la invitación como obligación del oficio, aunque no podía ocultar que le estaba creciendo una curiosidad personal.
-Tomaré una copita con Vd. Eso sí, preferiría algo más ligero, si me permite. Un vino blanco Castillo de San Diego, que es afrutado, de uva palomino. Me encanta.
-Caramba, creo que aquí en Sanlúcar todo el mundo entiende mucho de vinos.
-Es que esta zona es muy especial; aquí se combina el aroma de mar, el sol y la tierra fértil y la tradición de elaborar buenos caldos. Desde los romanos se venía buscando la fórmula ideal, y un antepasado de los Barbadillo la encontró hace casi doscientos años.
-Veo que Vd. es una mujer a la que le gusta saber de todo.
-No me dejo engañar por el halago. Seguro que Vd. entiende mucho más de vinos, de varias zonas. Intuyo que es hombre de mundo, como se suele decir.
No sabría explicar por qué razón había dicho eso. El hombre la miró y, por primera vez desde que se conocían, esbozó una sonrisa franca.
-Mi mundo es limitado. Además, como persona del norte, eduqué el paladar en el dilema entre Rioja o Ribera de Duero. Me gusta el Ribera de Duero, pero es una cuestión de maridaje. En el norte, las comidas son contundentes. Aquí prefieren el pescado, el marisco, las hortalizas…
-Creo que la manzanilla va con todo. Hay muchos tipos. Y aquí se fabrican vinos ligeros y otros con más cuerpo. Todo consiste en acostumbrarse.
Las galeras, ovadas y con su sabroso coral, estaban deliciosas. De pronto, la curiosidad venció la prudencia de Esther:
– ¿De dónde viene Vd.? Su acento me recuerda a Galicia, pero no estoy segura.
-Soy asturiano. De Gijón. ¿Conoce esa ciudad?
-Asturias es una de las pocas regiones que me queda por visitar, reconoció Esther.
Al cabo de media hora de agradable conversación, cuando se habían agotado la media botella de Pasada Pastora, las galeras y las dos copas de Castillo de San Diego, Martín, de pronto, se disculpó.
-Lo siento, se me ha hecho tarde. Ha sido una suerte que hayamos coincidido, Esther. Es Vd. una mujer muy interesante. Nos veremos mañana. Puede estar segura de que pasaré por su oficina y tendré la decisión ya madura.
Se despidieron. Martin volvió al piso turístico en donde tenía alquilada una habitación, en la misma calle Ancha. En la habitación cómoda, limpia y suficientemente espaciosa, abrió el maletín que reposaba sobre la silla, y sacó tres cajitas de las que seleccionó, de cada una, dos pastillas. Después, tomando agua de una botella que reposaba sobre el lavabo, las ingirió en grupos de tres y se tumbó sobre la cama.
-Jodido cáncer, – musitó.
Repasó la información de los pisos que había visitado aquella mañana y tarde. Tenía las notas escritas con letra cuidadosa, recta, de profesional que está acostumbrado a escribir a mano para que se le entienda.
Había visitado un piso en la Avenida Quinto Centenario, con terraza, pero el actual inquilino le advirtió que resultaba frío en las noches, por la orientación al oeste. Otro, en el Barrio Alto, necesitaba reformas importantes.
Desde luego, el que mejor le encajaba se lo había enseñado Esther. Volvería a la mañana siguiente y le pediría verlo otra vez, y también se interesaría por conocer los gastos de comunidad, y si había posibilidad de un garaje en la zona.
Sacó luego del maletín un cuaderno en donde tenía dibujadas, con mano diestra, decenas de siluetas de aves y comparó los diseños con las fotografías que había tomado en la mañana, ampliando y corrigiendo algunos puntos.
También repasó los cálculos de sostenibilidad y potencia, en relación con la envergadura alar. La aguja colinegra, en efecto, tenía una potencia de arranque fabulosa para su tamaño y sus aleteos eran cortos y vibrantes. Las gaviotas reidoras, siempre más confiadas, ahorraban energía hasta el último momento; los menudos correlimos volaban frenéticamente cuando se alarmaban, con gran despilfarro energético.
El diagnóstico de metástasis ósea le había complicado brutalmente sus perspectivas. Le habían pronosticado cinco años de esperanza de vida asintomática, antes de que el deterioro se hiciera notar. Tenía que aprovechar el tiempo que le quedaba.
Se había aficionado a escribir sonetos y encontraba las rimas con facilidad. En la libreta de apuntes, garrapateó, sin grandes vacilaciones:
A quien llegue a Sanlúcar, siendo viejo
al que ya amor ni muerte quitan sueño
sugiero que acepte seguir este consejo;
cambiar el verso triste a sanluqueño.
Paseando por la arena, vi el reflejo
del sol cayendo al río y ese empeño
señaló el camino en que me dejo
guiar por blanca mano a lo risueño.
Con buena manzanilla pena alejo
y convierto mi talante en hogareño
llenando de alegría el patio anejo.
Vino y luz, forman lienzo velazqueño,
que, con mirarse el hombre en ese espejo,
de su propio destino se ve dueño.

Entonces, sintiéndose relajado, Martín se quedó dormido hasta el día siguiente.

@angelmanuelarias

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El Buscador de Metales (Cuento)

22 noviembre, 2018 By amarias 1 comentario

El buscador de metales

Se levantó muy temprano. Aún era de noche. Había esa claridad tenue, propia de los amaneceres de verano, en los que parece que la luna se resiste a abandonar el protagonismo, con su disco casi completamente perfilado presidiendo el firmamento, en solitario.

Se vistió rápidamente -zapatillas deportivas, pantalón encima del bañador y camiseta- y, renunciando de momento al desayuno (había guardado un trozo de pan del menú de la cena), dejó el apartamento, que tenía en alquiler desde el lunes por toda la semana.

La decisión de alquilar en ese lugar no había sido suya. Había sido de su mujer.

Abrió el coche (un BMW Serie 3 320d Drive Automatic) con el mando a distancia, arrancó, y salió a la carretera acelerando suavemente. Tal vez fue entonces cuando notó que la mañana venía fría, y lamentó no haber tenido la precaución de coger un jersey o algo de abrigo. El cristal delantero se empañó con el vaho. Encendió el aire acondicionado, que funcionó como calefacción. Había una diferencia de casi diez grados entre el exterior, a trece grados en ese momento.

Condujo varios kilómetros, sin cruzarse con nadie, persona ni vehículo, y aparcó casi el borde de la playa, en el lugar reservado a minusválidos. Se quitó el pantalón, que dejó en el asiento de atrás. Había previsto pasar allí las próximas dos o tres horas. ¿Qué iba a hacer, si no?

Hacía solo dos meses que había muerto Irene, y su recuerdo no solo estaba vívido, sino que se entremezclaba con la realidad, en un juego de confusión que a veces conseguía sobresaltarle. Por ejemplo, y podría ser valorado como una tontería, le parecía que, detrás de un árbol, en el cruce de un camino poco transitado, perfilándose entre las sombras, distinguía una silueta que bien podía ser la de su esposa, a punto de decirle algo.

¿Qué podría decirle? ¿Qué secreto, qué anécdota nunca referida tendría sentido ahora? Alucinaciones sin explicación, una demostración de que su temperamento, antes recio, flaqueaba.

Sacó del coche el aparato y los accesorios. Un detector de metales de alta precisión, profesional, con el mejor poder de discriminación del mercado, sumergible, con auriculares. Algo sucio en el aro de captación de señales, pero indiscutiblemente nuevo. Irene se lo había regalado por Reyes, fecha simbólica en la que tenían costumbre de intercambiarse un solo regalo con la condición de que fuera original y supusiera obligación de actividad. “Te servirá de distracción, te hará caminar. Es mejor que un perro y más barato de mantener”.

Había sido una compra cara, pensó, cuando le confesó el precio. Ella lo había encargado por internet y lo había guardado protegido de su vista durante varias semanas, con el apoyo de una de las cuidadoras. Qué importaba, ahora. Lo que parecía una nimiedad, un capricho sin objetivo verdadero, sin uso claro, se había convertido en un elemento de unión con la difunta, una referencia común.

Irene y él no habían tenido hijos, y, viudo, su vida por delante no tenía muchos alicientes.

El le había regalado un libro de autoayuda: Convivir con el cáncer. Y una silla de ruedas mejor que la que ya tenía, con motor incorporado. La tarjeta de minusválido que portaba en el coche era de ella. El apartamento, en un piso bajo, tenía accesibilidad por rampa.

Se echó al hombro la mochila con la pala, el pinpointer -un afinador-, y cogió las bolsas de plástico en las que pensaba guardar sus hallazgos. Habría sido mejor haberse vestido con las bermudas de bolsos, más cómodas para meter cachivaches y mantener separado lo que fuera encontrando. Anotó mentalmente que la próxima vez se vestiría, no importaba el lugar, de auténtico explorador.

Se proponía también recoger las latas, los clavos, ganchos y otros desperdicios de metal que descubriera en su paseo, pues no renunciaba a cumplir una función ecológica. Un servicio gratuito a la colectividad.

Buscaba monedas y objetos perdidos en la arena por los bañistas. La playa adonde le había conducido hoy su actividad era una de las más concurridas de la región, según le habían dicho. La tarde anterior había confirmado que se llenaba de gente, y que se concentraba, con la marea alta, en una franja larga y estrecha.

La luz se había hecho más intensa. Era el momento de la bajamar, y decenas de gaviotas se encontraban picoteando los pequeños moluscos y crustáceos que quedaban al descubierto sobre la arena. Había aves de varias generaciones de gaviota patiamarilla y las juveniles de primero y segundo año, se resistían, corajudas, cuando uno de sus congéneres adultos pretendía disputarles el alimento. Sus graznidos y chillidos resultaban desagradables a oídos humanos. Tal vez había algún gavión entre las aves, pero no se fijó.

Pablo, con mentalidad ingenieril, se proponía batir el espacio de playa que no había sido cubierto por la marea, sistemáticamente, siguiendo un reticulado ficticio. Pero no pudo resistirse a iniciar el paseo de detección justo en el borde de la arena, junto al muro. Confiaba en que donde la escalera se hundía en la playa, habría más opciones de encontrar alguna moneda, quizá una medalla.

Después, seguiría su recorrido por la zona paralela al muro, allí donde suponía que los bañistas más apresurados dejaban los efectos personales para entrar al agua, concentrando el riesgo de sufrir un olvido, o padecer cualquier descuido al retirar ropas y bolsas.

A lo lejos, en un extremo de la larga playa, descubrió, sin importarle ni poco ni mucho, a un hombre que se acercaba. Era un operario de la limpieza municipal, que manejaba sin con parsimonia un rastrillo de largos dientes y un recogedor. Pasaba el rascador sobre la arena, y acumulaba en una bolsa, que arrastraba, los residuos visibles de la playa. No había muchos, en verdad.

Pablo estaba distraído ante una señal que, por la experiencia adquirida, conseguía identificar como una moneda, y excavaba con una pequeña paleta de acero el hueco necesario para alcanzarla. Era más sencillo extraer estos hallazgos minúsculos de la arena que de tierra, pues la excavación resultaba cómoda, y el hueco se volvía a llenar de forma natural, y sin necesidad de apelmazar.

No se dio cuenta de que el operario se allegó a su altura, y tampoco que le observaba con curiosidad. Era un hombre gordo, vestido con un mono azul en el que se podía leer, serigrafiado en color amarillo naranja, “SERVICIO MUNICIPAL DE LIMPIEZA DE PLAYAS”. Advirtió un olor a orujo y a sudor, desagradable.

Por fin, el testigo rompió su silencio, poniéndosele casi encima:

-¿Qué? ¿Se encuentra mucho?

Pablo torció la vista sin dejar de excavar con la paleta, y, con la mano izquierda, del terruño de arena algo apelmazado que había dejado a la luz, liberó la moneda (dos euros), que guardó mecánicamente en una bolsita de la faltriquera.

-No, la verdad. Esperaba más de una playa tan concurrida, contestó.

-¡Qué me va a decir a mí, que la recorro todos los días de verano, limpiándola! En cinco años solo encontré un bañador y una radio que no funcionaba.

El operario no se iba. Su siguiente pregunta reveló que sabía más de lo que expresaba.

-¿Discrimina ese aparato?

-Sí -respondió con desgana el buscador-. Es uno de los mejores del mercado. Pero no creo que nadie venga a la playa con joyas. Por eso, solo busco monedas y, preferiblemente, de uno o dos euros. Como verá, también retiro latas y trozos de metal.

-Ah, sí, de eso tendrá bastante. La gente deja mucha suciedad enterrada. Yo solo trabajo la superficie.

Los graznidos de las gaviotas llenaban el espacio. Aparecieron algunos viandantes. Una chica que hacía footing, un hombre ya entrado en años que recorría la playa junto a la orilla del mar a paso de marcha, una pareja propietaria de un perro de lanas, cogidos ambos de la mano, mientras el animal vagaba a sus anchas.

Empezó a recorrer la playa a lo ancho, batiéndola sistemáticamente. Rechazaba la mayor parte de los sonidos que evidenciaban hojalata o hierro, aunque de vez en cuando se engañaba con un sonido que le parecía que ocultaba una moneda, y resultaba una vez puesto al descubierto, una argolla, un clavo, una anilla de una lata de cerveza o refresco.

No había sido una buena idea venir hasta aquella playa, aunque no tenía cosas mejores que hacer. Su difunta esposa había reservado una semana en aquella población del norte, que no conocían, pensando en disfrutar de una temperatura más relajada que los calores de Madrid.

El plan podía haberse frustrado definitivamente cuando Irene falleció, como consecuencia del cáncer que se le reprodujo de forma brutal y la llevó de forma fulminante al mundo de los que fueron. Estuvo unas semanas desorientado, entre el alivio de la tensión por una enfermedad que se había portado cruel pero efectiva, y el desconcierto que perder a la persona con la que había compartido casi todo en más de treinta años de casados.

Era un momento injusto, al fin y al cabo. El año pasado le habían echado de la empresa. Un despido improcedente, por supuesto.

El viernes a última hora de aquel día, un desconocido esbirro del director de personal se acercó al despacho, le saludó cortésmente, y le entregó la carta con el mensaje, firmada por el ausente: “Por tres faltas seguidas de puntualidad y la reiterada negligencia en cumplir sus cometidos, la dirección ha decidido, por grave indisciplina, su despido inmediato. Reconociendo, sin embargo, la improcedencia del despido, se le ofrece la compensación a que tiene derecho debido al tiempo trabajado, de veinticinco años y siete meses. Debe devolver su ordenador, aunque, si lo desea, puede mantener su número de móvil. A partir de este momento deberá abstenerse de utilizar cualquiera de los poderes que tiene concedidos”

Cuando llegó con la carta de despido y el rostro lívido, a casa, a Irene le entraron ganas de llorar. Quizá ella se dio cuenta mejor que él de lo que significaba aquello. Con cincuenta y tres años nunca encontraría trabajo otra vez. Se puso mucho peor. Pablo tenía la seguridad de que ese golpe bajo había acelerado el curso de su enfermedad.

Recogió otra moneda, ésta de un euro. La inversión en el buscador de metales no tenía el aspecto de haber sido rentable, al menos, hasta el momento. Había detectado que los mejores sitios para encontrar cosas eran aquellos donde la gente se retiraba para hacer sus necesidades. Los llamó los “caladeros”.

– ¡Señor, señor! ¿Me puede ayudar? -oyó que le decía una voz infantil.

Era un niño rubio de unos once o doce años, vestido con camiseta de tirantes y un bañador, al que acompañaba un perro de pelaje blanquinegro. Lo identificó como un border collie, un animal nervioso y que pasa por ser inteligente, que meneaba la cola en reconocimiento inmediato de simpatía.

-¿Qué quieres, muchacho? -contrapreguntó Pablo, levantándose. El collie se lanzó a escarbar en el hueco abierto, como si hubiera captado el mensaje de que se trataba de cavar más hondo.

-Mire -explicó el niño- Le he visto con el detector y pienso que tal vez con él pueda descubrir donde mi mamá perdió ayer un anillo de oro. Si viene conmigo, le indico el sitio.

Pablo accedió de buena gana, y con curiosidad. Siguió al joven hasta el sitio que le señaló (“Es más o menos por aquí. Estuvimos buscando durante un buen rato, pero parece que se lo tragó la arena.”)

Le cedió el aparato, ajustándole la empuñadura. “Busca tu mismo. Solo tienes que mover el detector de un lado a otro, y localizar cuando suena. Lo he puesto en modo oro”.

El niño movió el disco con excesiva brusquedad.

-No, házlo más despacio, y tienes que batir toda esa área donde crees que tu mamá perdió el anillo. Sin resquicios.

Fue una suerte, porque apenas unos minutos después, el aparato empezó a sonar. La señal electromagnética prometía. Cavaron y, en efecto, apareció el anillo. Pablo lo recogió y, mientras lo limpiaba de arena, acertó a ver un nombre y una fecha grabados en el interior: “Elena. 12.08.96”

– ¡Qué contenta se va a poner mamá! -gritó el niño.

El collie ladró, con un ladrido seco, único.

Dando apresuradamente las gracias, el pequeño se fue, corriendo, seguido por el perro, para perderse entre las casas del paseo marítimo.

La playa empezaba a llenarse de gente. Pablo recogió el equipo, lo metió en el coche, y, volviendo a la playa, se concedió un baño. El agua estaba fría. No había sido un gran ejercicio, ni la cosecha de monedas había sido buena. No necesitaba el dinero y aquello solo era un pasatiempo, una distracción que le enfrascaba durante algunas horas. Pude que hubiera alguien que lo considerara infantil, pero la vida tiene una gran dosis de juego de niños.

El baño resultó relajante. Le entró un apetito feroz, recordando que estaba en ayunas. Con el pantalón mojado, se acercó al chiringuito junto a la playa, que había abierto hacía poco, y pidió al camarero un café y un bollo. Cogió sin mucho interés un periódico local. Leyó los titulares, sin que ninguno consiguiera captar su atención para conocer más detalles. Accidente en la autopista bloquea el acceso al Norte durante tres horas. Seguimos sin verano verdadero. La reactivación económica se hace esperar. El Jefe de Estado inicia sus vacaciones familiares. El Inter busca delantero centro en España.

-Ese es el señor, mamá. -Oyó que decían a sus espaldas.

Era el niño de la playa, que venía acompañado de su madre. La mujer era delgada, alta, con una mirada dulce, que traslucía madurez e inteligencia. Llevaba un vestido ligero. Es muy atractiva, pensó Pablo, que se volvió con una sonrisa.

-Jorge me ha contado que le ayudó a buscar el anillo que perdí ayer y que lo encontró. Se lo agradezco muchísimo. -expresó la mujer, con un acento que se le antojó extranjero.

-Ha sido suerte -se excusó, humilde, Pablo. El chico me indicó el sitio con gran exactitud y, por fortuna, la arena no había sido muy removida. La zona estaba tan cerca de la línea de pleamar que, en poco tiempo, se hubiera ido mucho más hondo y entonces ya no sería fácil de detectar.

La mujer, sin reparar al parecer en que Pablo se encontraba en traje de baño y aún le goteaba, le estampó un beso en la mejilla.

-No tiene idea de lo que este anillo significa para mí.

Pablo esperaba una concreción, pero se produjo un silencio.

-Lo supongo, porque vi que tenía una fecha grabada en él. Imagino que es el recuerdo de su boda o un acontecimiento feliz. Ya ve que estoy desayunando. ¿Quiere Vd. tomar algo o tal vez el chico? Yo no tengo ninguna prisa.

-Tomaría un café descafeinado, pero, si no le importa, invitaré yo. Estoy muy agradecida.

Pablo no pudo contenerse más, y aventuró ser objetado de indiscreto.

– ¿Se llama Vd. Elena, que es el nombre que se leía en el anillo?

La mujer pidió el café antes de contestar, e invitó al chico a dar un paseo con el perro. El muchacho se resistió solo verbalmente (“Ya paseamos hoy bastante”), y se fue.

Ella puso la taza sobre una de las mesas vacías, y le pidió que se sentara, señalando la silla de enfrente a la que ocupó de inmediato.

-Me llamo Elena, es cierto, pero no soy yo la persona a la que está dedicado ese anillo. Y, como se habrá dado Vd. cuenta, el anillo no es solo de oro. Es de oro y diamantes. Ese anillo está hecho con las cenizas de mi suegra, que se llamaba como yo, y la fecha es la del día en que falleció. Después de incinerarla, se envió a una empresa suiza un kilo y medio de cenizas y al cabo de dos meses nos devolvieron dos anillos, cada uno con un diamante engarzado de ese azul tan bonito. Me queda algo grande, porque no está hecho a mi medida, sino a la de mi ex, su hijo. Por eso me lo pongo en el dedo gordo del pie.

Levantó el pie izquierdo para que pudiera admirarlo. Era un pie pequeño y hermoso. El anillo lucía, con su piedra enigmática, en su dedo grueso.

– ¡Ah! -solo acertó a decir Pablo.

Y luego:

-Supongo que hay poderosas razones de afecto y solidaridad para llevar el anillo hecho con cenizas de la madre de la persona de la que Vd. se ha separado y que, por lo que me cuenta, ha sido, además, el poseedor y destinatario de esa joya tan peculiar.

-En efecto, -ratificó Elena- hay poderosas razones, aunque no son fáciles de explicar, ni las he comentado con nadie. Pero Vd. ha rescatado ese anillo cuando lo creía perdido para siempre y le siento acreedor a conocer algún detalle de la historia que lo rodea.

Pablo pidió otro café, y se lamentó de hallarse en traje de baño, sintiéndolo impropio para una confesión que se vislumbraba solemne.

La mujer dejaba enfriar el suyo sobre la mesa, sin haber probado un sorbo.

-Mi exsuegra, la Elena del anillo, era una mujer singular. Tenía poderes especiales. Era, en realidad, una visionaria, capaz de predecir el futuro e, incluso, de hablar con los muertos, pues estaba en contacto permanente con su esposo, fallecido hacía años.

Pablo trataba de escabullirse mentalmente. Miró detenidamente a la mujer y no advirtió asomo de falsedad, mentira o tomadura de pelo en su rostro, aunque el relato empezaba a parecerle pura fantasía.

-Cuando falleció en la fecha que figura en el anillo, hicimos con sus cenizas dos diamantes y los engarzamos en anillos. No fue un capricho nuestro, sino el cumplimiento de su deseo expreso. Quería estar con nosotros de esa manera. Uno, el que ahora tengo en mi poder, se lo quedó mi esposo, del que me divorcié hace tres años. El otro, hecho a mi medida, lo tenía yo, y lo guardaba como lo que es, una joya que refleja, al mismo tiempo, presencia, afecto y valor.

-Ya me está Vd. intrigando. ¿Cómo fue que intercambiaron los anillos?

-No nos los cambiamos. El anillo a mi medida yo no me lo ponía, porque me cansé de dar explicaciones, pero lo guardaba en una cajita. Le tenía devoción. Cuando necesitaba algún tipo de ayuda o me veía en una necesidad, le pedía a mi suegra su intervención, y, lo crea o no, lo conseguía todo. Era un talismán.

La mujer prosiguió.

-Un día, al abrir la cajita, descubrí que el anillo no estaba allí. Le pregunté a mi marido y me dijo que lo habría perdido, que quizá lo había guardado en otro sitio. Pero no podía ser así, porque yo nunca había sacado el anillo de la caja.

Tomó un respiro.

-Para no hacer la historia muy larga, le contaré que, unas semanas después de la desaparición del anillo, me encuentro con que mi mejor amiga, Luisa, lleva en su dedo índice ese anillo. El brillo de la piedra es inconfundible. La talla es espléndida. Ese azul y ese fulgor no existen en la naturaleza.  Lo detecté sin error alguno.

La llamada Elena torció el gesto.

-Mi amiga se estaba entendiendo con mi marido y, el muy cretino, en un arranque de ingenuidad mezclada con desfachatez, había retirado mi anillo de la cajita en donde lo guardaba y se lo había regalado a su amante.

La historia parecía a punto de terminar.

-No perdoné la traición y pedí la separación. El divorcio no fue sencillo, porque teníamos un hijo. Miguel tenia entonces nueve años, y había un fuerte patrimonio en gananciales. Los abogados hicieron su agosto. Mi ex defendió que los dos anillos formaban parte de su herencia, porque eran cenizas de su madre. Pero el juez le condenó a restituirme el anillo. Como su novia, de la que se separó rápido, había desaparecido entretanto, llena de vergüenza, supongo, con el anillo y quién sabe qué otras cosas, se me adjudicó éste.

Pablo miró a la mujer y la encontró, en su aparente simplicidad, coherente y, desde luego, atractiva. Por un momento, acarició la idea de quedarse más tiempo y ser más interactivo, pero el bañador húmedo le estaba molestando. No quería sufrir un resfriado. Además, el niño entró con el perro, pidiendo un refresco.

Se levantó, pues.

-Me disculpa, pero me estoy sintiendo incómodo con el bañador mojado, y no estoy acostumbrado a este ambiente frío.

-Oh, si quiere, le puedo ofrecer mi casa para que pueda secarse y cambiarse. Está aquí cerca.

No era eso.

-No, no. Me ha dado Vd. una prueba magnífica de sinceridad y confianza, que no se si merezco. Le agradezco su relato que, no por insólito, deja de parecerme apasionante. Me gustaría haber estado vestido de una forma más adecuada a su altura dramática.

La mujer le miró con aquellos ojos melancólicos que tanto parecían decir. Calmó a su hijo, indicándole que pidiese en la barra lo que quisiera.

-Pero mi historia no termina ahí, al contrario. Puede decirse que empieza. Porque, cuando me encontré propietaria del anillo que perteneció a mi ex y que contenía la esencia corporal de su madre que, como le dije, era algo bruja, sucedió que…

Pablo se levantó sin aparentar la menor contrariedad, pero demostrando decisión.

-Mire, le propongo que me siga contando su relato en otro momento. Voy a estar aquí varios días. Le sugiero que nos veamos otro día, a la hora del almuerzo, o de la cena, si le conviene mejor. Puedo pasar a recogerles a Vd. y al niño. Tendré mucho gusto en invitarles a un restaurante de los alrededores. Me ilustraré de cuál es el mejor.

-Se lo agradezco mucho -verbalizó la mujer-. Por el niño. Y por mí claro. En este pueblo tan pequeño no hay muchas posibilidades de la menor distracción para una mujer divorciada y su hijo, que, además, están viviendo en la casa que perteneció a la familia de su ex. Todo el mundo nos conoce.

-Este es mi número de móvil -escribió ella, en una servilleta de papel.

El garabateó varios números en otra servilleta, equivocándose adrede en una cifra, y se lo entregó.

Se despidieron con un apretón de manos, muy efusivo, incluso pareció que ella hizo ademán de besarlo otra vez. Pablo se dirigió al coche, se quitó el pantaloncito de baño mojado desde el asiento de atrás del vehículo, se enfundó los pantalones secos, arrancó y, cuando ya llevaba conducido un buen trecho, arrugó la servilleta en la que ella había escrito su número de móvil y lo arrojó a la carretera abriendo un poco la ventanilla.

No tenía intención de volver.

FIN

—

Nota

Presenté este Cuento, bajo el Lema Bonasa Bonasia (el nombre científico del grévol, cuya foto ilustra esta entrada) al XI Concurso de Escritores Ingenieros de Minas. Obtuvo Mención de Honor, diploma que recogí el 20 de noviembre de 2018 en la Ceremonia organizada por el Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste de España.

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Exito de la Zarzuela del Espía, la Corista y los Bobalicones

31 octubre, 2018 By amarias Dejar un comentario

Lleva ya varios meses en cartelera la Zarzuela, de autor anónimo -aunque existen varias reclamaciones de presunta paternidad-, cuyo título provisional es el de El espía, la corista y los bobalicones. Representada en todos los medios de difusión del Reino de España, con variada coreografía y vestuario, los protagonistas principales cambian según soplen los vientos.

En este momento, la versión que se está ofreciendo al público -que tiene una participación muy activa, hasta el punto de que figura en el reparto, genéricamente denominado como “los bobalicones”- incluye a un espía contratado por el propio Estado de derecho, y a una corista en caída libre. La relación que liga a ambos es de lo más turbia, e incluye a un tercero, marido o pareja de la vicetiple, que actúa de amigable componedor, es decir, de algo equivalente a chulo de portal de invierno.

Los personajes y la trama aparente han venido cambiando a lo largo de los meses que lleva en cartel esta tragicomedia, cuyo éxito parece exclusivamente  basado en apelar a los más profundos instintos de la estupidez y el afán destructor de la mayoría del llamado pueblo/populacho hispano. Esta hipótesis descansa en la sensación de que el libreto es malo, la representación pésima y los decorados, de circunstancias.

La versión anterior -aún representada en teatrillos de provincias- involucraba a un orate convencido de que había sido llamado por la divina providencia para guiar a su pueblo al desastre total, relacionado en este caso, en una unión turbia en concepto y realización, con un tonto de pueblo. Otras versiones, siempre con la presencia coral del grupo de bobalicones en escena, afectaron a un rey destronado aficionado a la caza de animales hembras de dos patas, fundador de una estirpe a medio camino entre la Familia Monster y los Grimaldi; tuvo éxito circunstancial un dúo entre dos jóvenes promesas, relación con fondo posiblemente incestuoso, que duró lo que canta un gallo, pero los residuos aún se están comiendo.

En fin, todo este trasfondo novelesco, de divertida evocación sino fuera tan real, tiene consecuencias claras para nuestra economía, que es de lo que vivimos, y no de lo que nos dan de comer en los mentideros de esta plaza, incluidos la televisión, la radio y los periódicos. Mientras el pueblo llano se monda con tantos cuentos, la economía sigue por los suelos, los servicios públicos se deterioran más, la suciedad aumenta en las calles y en los patios, la Universidad languidece en su salsa, las empresas se largan a mejores vientos, y, por hacerlo breve, en los países en donde no prestan tanta atención a la comedia, y sí al trabajo que da frutos, aunque venga de manos del mismo diablo, se medra mejor, se vive más holgado, hay más empleo.


El cistícola buitrón (cisticola juncidis) es un paseriforme de difícil identificación, perteneciente al complejo grupo de las currucas y mosquiteros. Tiene el pico afilado de los mosquiteros, pálido en la hembra y oscuro en el macho, y listas destacadas en cabeza y dorso (no muy patentes en la fotografía, pero como tengo varias instantáneas del mismo ave, puedo confirmarlo).

Tiene un canto repetitivo y estridente, que lo delata más que su presencia física, a menudo oculta entre los juncales y herbazales de los terrenos pantanosos. Estas aves que son tan parecidas entre sí, exigen para su correcta identificación (satisfacción solo reservada al ornitólogo aficionado con tiempo y ganas) fijarse en detalles: píleo, obispillo, dibujo caudal y proyecciones de las primarias y secundarios, por ejemplo, en cuanto al plumaje; dibujos del pecho y listado del dorso, pico romo o puntiagudo; color de las patas y si están o no cubiertas de plumaje; etc,

 

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Más sonetos

12 mayo, 2017 By amarias 1 comentario

Tengo escritos decenas de sonetos. Estos son una muestra de los últimos :

9

Si fuera redención el sufrimiento
como algunos la fórmula pretenden,
yo tendría ya ganado el firmamento
y saldadas las cuentas que en mí penden.

No me mueven a creer quienes entienden
recibir de los dioses el aliento
y a consejos y máximas atienden
que otros trajeron a adornar el cuento.

Mi respeto al crédulo sustento
en ética y no en rezos de novicias
y no me importa el color del argumento

si frente a odios, amores y sevicias
opone amor al otro. Lo lamento,
todo lo demás, no es fe. Es estulticia.

10

De formas de morir, la de repente
prefiero con ventaja, y si ello fuera
imposible, elijo el que me  muera
luchando con honores en el frente.

Que sea en toda forma que presente,
-en guerra como en paz- corta la espera,
que la mano del verdugo sea certera
y quien haya de llorar, antes se ausente.

Para mi funeral, venga la gente
con ganas de reír y armar bullicio,
porque, aunque ya conmigo nadie cuente,

de combinar amor, virtud y vicio
y disfrutarlo en paz, tal vez mi mente
aún pueda encontrar poso o resquicio.

-11-

No temo, soledad, que el tiempo empañe
voluntad de querer con que me empeño,
pero de la emoción que no se es dueño
puede surgir peligro que la dañe.

Promete eterno amor, más frunce el ceño
que dispuesta a resistir aunque se ensañe
para destruir con celos nuestro sueño,
no nos ha de afectar, si a mí me atañe.

Pues contra tentaciones no hay diseño
que en honor de virtud defensa amañe,
pongamos por delante lo risueño

y, en lugar de traición, que no te extrañe
que admita que el destrozo fue pequeño
y al altar del perdón yo te acompañe.

 

@angelmanuelarias

(Del libro “Sonetos desde el Hospital, 2017)

 

 

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Jisei de la democracia representativa

19 enero, 2017 By amarias Dejar un comentario

Democracia, sí,
pero esa impostora
que ya se vaya.

Para quienes no estén impuestos en el apasionante mundo de los haiku (que, en español, está admitido que son breves poemas de tres versos, con cinco, siete y cinco silabas), les ilustraré que un jisei es el ultimo haiku, el que se ha escrito antes de que allegue la muerte. Aquí me refiero a la democracia representativa, que, como es un ente inanimado y no posee capacidad para escribir, le pongo yo la voz y lo explico.

Tengo varias razones para defender que debíamos reflexionar sobre las formas en las que tomamos decisiones relevantes en las colectividades humanas. En las Asociaciones, en los Colegios profesionales, en los sindicatos, en los Comités de empresa,…pero, y sobre todo, en los partidos políticos y, aún más grave, en las elecciones generales para designar a nuestros  representantes en los Parlamentos y, en consecuencia, en el Gobierno.

Los procedimientos ideados son diversos, según entidades y Estados. Todos pretenden conducir, en los países que se definen como regidos por la democracia, a instrumentalizar un ente oscuro, por su carácter acomodaticio a las veleidades de los que tienen la sartén por el mango, al que se llama “democracia representativa”.

Sobre el papel, el procedimiento tipo es atractivo. Consiste en la voluntad de selección de los más idóneos para los cargos que deben cubrirse, aunque, admitiendo que el número de electores es excesivo, se prefiere ofrecerles una lista, abierta o cerrada (en el fondo, da casi lo mismo), para que manifiesten, sobre ella, sus preferencias. Estos elegidos se convertirán en electores de quienes representarán, concluido el proceso, a la totalidad de los que se verán afectados.

Las interferencias sobre la bondad del procedimiento aparecen en un doble o triple sentido. Ante todo, debe considerarse el factor tiempo, trascurrido desde que los electores de primer nivel han votado a sus representantes, y estos eligen, normalmente entre ellos (aunque no siempre), a quienes asumirán los cargos de responsabilidad, y, por fin, el que corresponda a la asunción por estos últimos de sus puestos de gobierno.

Las interferencias mayores se encuentran en el proceso mismo. Por una parte, no todos los electores van a votar, y la abstención cumple, por tanto, una función determinante. Un número no despreciable de votantes, harán, voluntaria o inconscientemente, que su voto sea nulo o votarán en blanco. Y una mayoría indetectable de votantes, votarán con insuficiente conocimiento de lo que votan, de a quienes votan y, para colmo, no tendrán control posterior sobre el cumplimiento de los programas y de los objetivos, en caso de que éstos se hayan puesto de manifiesto en el proceso electoral,

Pero es que, por parte de los postulantes a electores “representativos”, las deformaciones del proceso son tremendas. En múltiples casos, se desconoce cómo postularse para elector; en otros, en no menor en número, los electores son nombrados por los órganos preexistentes de las asociaciones, corporaciones o partidos, (que puede hayan llegado hasta allí por fórmulas nada democráticas) de forma caprichosa, misteriosa o nepótica.

Que no hemos encontrado la fórmula ideal, es evidente, Los ejemplos llueven y nos limitamos a echarnos las manos a la cabeza. Los lindes entre una democracia orgánica -que es abominada en todos los libros de texto- y una representativa, son muy confusos. Como es sabido, la orgánica, de la que en España hemos sufrido un modelo paradigmático durante la dictadura franquista, la representación del pueblo llano se realiza por medio de órganos de decisión delegada, sin que se consulte a la población en ningún caso de forma directa.

Sin embargo, ¿qué añade de nuevo el parlamentarismo o los partidos políticos, si su formación está viciada de origen, o si ese pueblo llano se desvincula mayoritaria o significativamente del proceso? ¿Cómo detectar los vicios en la selección si los votantes carecen de información o conocimientos suficientes sobre lo que votan y sus efectos?

La designación del presidente del país con mayor poder -económico y militar- del mundo, ha conducido en el momento en que esto escribo, a la selección de una personalidad, Donald Trump, que parece surgida de una pesadilla. Fruto de una campaña mediática, pero aberrante, en favor de una personalidad bullanguera y provocadora, hecha popular, pero desligada de la defensa de los valores que el núcleo sensible de la sociedad concienciada y abierta viene defendiendo.

En España, la actual situación, tanto en el Gobierno del país, como en el interior de sus partidos más relevantes, plantea también serias dudas acerca de cómo estamos eligiendo a nuestros representantes y, por ende, a nuestros gobiernos. Las formaciones políticas, incluso las más recientemente constituidas, padecen crisis que provienen, no de la discusión de sus propuestas de mejora de la generalidad, sino, por lo visto y oído, de personalismos y tensiones de poder surgidas en su seno.

La falta de interés general por la política tiene consecuencias deplorables. Una gran mayoría vota sin atención a los programas, sin vocación ideológica, basándose en cuestiones irrelevantes, como puede ser el aspecto físico de los candidatos a presidente de gobierno, la costumbre, la improvisación. El votante medio, como han evidenciado las encuestas, está mejor enterado de los pormenores de la vida de un cantante, un futbolista o un actor distinguido por los media, que de lo que cree necesario para mejorar el empleo, el bienestar o la igualdad social.

Traslademos esta penosa apreciación a casi todos los ámbitos. La inmensa mayoría de los puestos en los sindicatos, colegios profesionales, comités, se designan porque solo se ha presentado un candidato, o por designación digital, sin programa de actuación alguno. Se eligen por aclamación, esto es, por ausencia de alternativa. Los equipos de gobierno y asesores de las Administraciones -locales, regionales o centrales- se nombran, en esa tónica de comportamientos viciosos, siguiendo misteriosos procedimientos, en los que no priman los conocimientos, sino las amistades, las relaciones con terceros, la oportunidad, la posibilidad de lucro o beneficio de grupos.

Vuelvo al principio. Hay que replantearse la democracia representativa, para que se aumente de forma clave la participación de los electores y el compromiso de los elegidos. Para que resulten elegidos, en fin, los mejores. Para que todos los que voten sepan qué votan y por qué. Y para que todos los que deban votar, lo hagan, con la consciencia de que están ejerciendo un derecho sustancial para la comunidad, no un trámite sin consecuencias para ellos.


El dibujo con el que ilustro este Comentario es una interpretación libre de una de mis nietas de lo que entiende por “democracia representativa”. Tenía tres años su autora cuando plasmó el reto de su abuelo, no explicado con detalle adicional alguno (si hubiera sido necesario), de que dibujara lo que le sugerían esas, para ella, como para muchos, enigmáticas palabras.

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Fábula del hombre, los lobos y las ovejas

3 febrero, 2016 By amarias 3 comentarios

Hace muchos años, pongamos cincuenta o así, los hombres descubrieron que las ovejas estabuladas proporcionaban más beneficios que las que se dejaban libres en el campo.

Eran más fáciles de controlar, producían más y mejor lana, tenían partos dobles viables con mayor frecuencia y, sin que eso signifique enumerar todas las ventajas, la carne de los corderos era más suave y el ordeño resultaba simple, produciendo más leche y más cremosa.

Con el avance tecnológico, las merinas, seleccionadas cuidadosamente,  se mantenían en inmensas naves, sujetas a  aldabas individuales mediante cadenas, con el fin de reducir al máximo su movilidad; así, perdían menos energía, comían más pienso y engordaban rápido y parían con mayor frecuencia, a ritmos de mercado y momentos que se elegían mediante adecuada inseminación artificial, para optimizar el beneficio. Se crearon puestos de trabajo muy cualificados.

Todo ello tenía, además, una ventaja: como ya no necesitaban salir al campo a pastar ni ramonear, no era necesario dejar a los rebaños bajo el cuidado y vigilancia en la montaña de pastores ni ganaderos,  no ya en las gélidas noches, ni siquiera en las suaves amanecidas primaverales. Las dosis simbólicas  de hierba fresca mezclada con hojas de romero, salvia y colorantes alimentarios, se traían a las granjas ovinas, en camiones, y se distribuía a los pesebres, mediante cintas transportadoras, una semana antes del sacrificio, para dar a la carne mejor sabor y un color apetitoso.

Como consecuencia colateral, las ovejas dejaron de caer víctimas ocasionales de sus imaginarios ancestrales enemigos, y los niños, por tanto, dejaron de oir historias de lobos y corderos. No había más lobos, para ellos, que los de los dibujos animados que se comían de un bocado a Caperucita, ni más corderos que los trozos de carne con los que se celebraban en los hogares las ocasiones especiales.

Los campos que proporcionaban praderías jugosas se abandonaron en su mayor parte. Donde los tréboles, las ulmarias, las orquídeas o las potentillas, crecieron espinos, matojos y artos de rosa canina; laureles, acebos y helechos de cien especies; surgieron en, según en qué partes, brezos, alisos; hasta rebrotaron raíces y prendieron bejucos, y hubo, dependiendo de los sitios, no solo eucaliptos que se hicieron gigantes, sino bosquetes de robles,  hayas, serbales y hasta de castaños, que, al crecer sin control, generaron un tapiz de hojas secas y ramas rotas o partidas por el rayo, que como nadie recogía, volvieron el espacio impenetrable.

El cambio -una revolución- fue generalizado y no afectó solo a las ovejas y a los lobos. La propiedad de las naves y de las merinas y la tecnología de muchos productos de consumo y de ocio se concentró en muy pocas manos, que terminaron siendo misteriosas, totalmente desconocidas. Se especulaba incluso, en algunos círculos, si se trataría o no de ser propiamente humanos. En concreto, las fórmulas de combinación de los piensos para las ovejas se hicieron secretos -como las de la Coca Cola y las patatas chips de los Burguer-; para evitar miradas indiscretas, las naves de producción se llevaron a lugares incógnitos, aunque los centros de transformación y distribución, se ubicaron en lo posible muy cerca de las ciudades, es decir, de los mercados, para ahorrar costes de transporte; algunas cantidades menores eran trasladadas a curiosos comercios al por menor, regentados en exclusiva por inmigrantes adaptados.

¿Y los lobos? Pues, crecieron y se multiplicaron con bastante rapidez. Es cierto que ya no tenían ovejas con las que alimentarse, pero el espacio que antes ocupaban las praderas pasó a ser prácticamente suyo. No habían de temer al hombre, que se acercaba raramente por sus andurriales -quizá algún micófago nostálgico a recoger algún rebozuelo en el otoño-. Cuando los humanos prefirieron no asumir riesgos y llamaron sin problemas hongos del bosque a los champiñones cultivados y al shitaki, se tornaron los dueños del espacio, porque carecían, como las urracas, los estorninos y los cuervos, de enemigos naturales.

Sin embargo, cuando la presión demográfica que sufrían los lobos aumentó, empezaron a hacerse visibles cerca de las ciudades, buscando carnes para comer. Desde luego, no podían acercarse a las naves en donde estaban siendo criadas con todos los adelantos científicos sus deseadas ovejas, defendidas con alambradas eléctricas, cuchillas afiladas y púas.

Fue más o menos por entonces cuando empezó a correr la noticia de que los lobos estaban atacando a los humanos. Primero, fue una niña que estaba jugando en un parque infantil, con un perrito de peluche. Un lobo le arrebató el juguete, seguramente creyendo que era comestible. Luego, se denunció que un lobezno había aparecido muerto en una autovía de circunvalación. Hubo más casos. La angustia se instaló y creció primero en una ciudad, y luego, en todas.

Estaban los ciudadanos y ciudadanas tan preocupados con la amenaza de los lobos que prestaron poca atención a que algunos médicos habían descubierto una enfermedad nueva en algunos humanos que les hacía comportarse de manera muy loca, y que, luego de meses de investigación y pedir a los veterinarios que los ayudasen, encontraron que las ovejas llevaban algún tiempo sufriendo de una epidemia causada por unas proteínas patógenas, que se llamaban priones, debido a que se las alimentaba con cadáveres de animales, muy económicos.

Había que tomar una decisión de largo alcance. Los responsables del bienestar de la ciudadanía convocaron a un debate intensísimo. ¿Qué hacer? ¿Matar a todas las ovejas afectadas, que eran muchísimas? ¿Reducir el número de lobos a una quintaesencia simbólica? ¿Volver a los tiempos en los que las ovejas pastaban en los montes?

Cada opción tenía sus inconvenientes. Desde luego, a los propietarios de las ovejas había que indemnizarlos, y no con cuatro dineros. Los lobos estaban protegidos por una ley de conservación de la naturaleza primigenia. Pero lo principal era que el bosque -al menos, el de esta fábula- se había hecho impenetrable.

Después de una reñida votación, en la que los partidarios de cada opción (y de otras que me callo, para no hacer el asunto demasiado largo) expusieron sus razones con vehemencia creciente, salieron empatadas dos posibilidades.

La de los que proponían quemar una parte de los bosques para que, en su lugar, retornaran los prados en los que pastaran las ovejas no afectadas del mal, y recuperar la cabaña. No era sencillo de poner en práctica, pues no había voluntarios que ofrecieran sus parcelas de bosque para quemar, y aunque algunas era de propiedad comunal, no se tenía claro donde empezaba cada una. Entendiendo que el debate se prolongaba demasiado… unos desconocidos empezaron a quemar algunos bosques y, sin control, las llamas estaban provocando graves incendios cuya extinción reclamaba medios mayúsculos.

Por supuesto, la oposición de los propietarios de las naves a esa medida había formado un lobbing poderoso. Tenían contratados expertos muy cualificados que defendían que la situación estaba perfectamente controlada y que, con ayudas públicas, se podría garantizar carne de oveja merina de una nueva subespecie, más sabrosa y resistente. Además, se estaba dispuesto a autorizar inspecciones más severas y frecuentes.

Mientras se celebraban los debates, que se hicieron interminables, un grupo de sabios cansados de no tener nada que hacer ni ser escuchados, se puso en marcha con un macuto, una brújula y un machete cada uno. No trascendió mucho de lo que llevaban en el macuto, pero sí comunicaron su propósito: dar, pian pianito, un rodeo al bosque, hasta llegar a la otra parte.

Fueron muchos los kilómetros y pasaron muchas aventuras. Ellos también discutieron, algunos desistieron, otros amenazaron con volver y no lo hicieron. Por fin, los supervivientes llegaron a unos prados verdes en donde había pastando unos magníficos rebaños de ovejas.

Sentados a la sombra de un castaño, un grupo de pastores estaba comiendo queso entre hogazas de un pan con muy buen aspecto y uno de ellos, tocando un caramillo, servía de guía para que otros dos cantaran una canción de amores frustrados y esperanza, con voces embriagadoras.

Los sabios, que estaban cansados de la caminata, pidieron permiso para sentarse con ellos, lo que se les concedió de buen grado. Y entre la bebida, la comida y los cánticos, no me lo podréis creer, pero se les olvidó para lo que habían llegado hasta allí.

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Lo que faltaba

28 diciembre, 2015 By amarias 2 comentarios

Se diría que, a punto de alcanzar el final de 2015, algunos se resisten a abandonar el año sin extremar su protagonismo. Vivimos una época en la que lo mediático supera lo razonable, y lo imaginario excede con creces de lo real. En esta última semana, son tantas las incertidumbres, noticias, especulaciones y comentarios que llenan las páginas de periódicos y revistas, que se me hace difícil seleccionar algunas, por lo relevante o por lo insólito. Pero creo que debo a mis lectores este Comentario, y ruego de antemano disculpas si dejo algo en el tintero.

En primer lugar, me resulta penoso -por lo que significa para la institución- que se haya dejado circular que el propósito inicial del Rey Felipe VI fue el de pronunciar su mensaje de Navidad desde el balcón principal del Palacio Real, y ante una multitud que debiera haber sido convocada en la Plaza de Oriente. Según ha trascendido, se habrían repartido invitaciones a residencias geriátricas de varios pueblos de Extremadura, la Generalitat valenciana, Castilla León y la Comunidad murciana, y se tenía apalabrada la contratación de varios centenares de autobuses. Finalmente, la idea, valorando pros y contras, fue desestimada, al menos, para este año.

No son pocos los media que aseguran que, por fin, se ha llegado a un acuerdo de gobierno entre todos los partidos que se presentaron a las elecciones de diciembre. No ha sido fácil, desde luego (se trataba, al parecer, de más de mil agrupaciones políticas, y algunos de sus líderes resultaron muy difíciles de localizar). Pero acabó triunfando, por lo que se indica, la sensatez y el amor a España, para salvar todos juntos este difícil momento. Únicamente se está a falta de encontrar un jefe de Gobierno para esta gran coalición, aunque el sentir unánime es que sea mujer, de no más de cuarenta años, licenciada en derecho o sociología, e independiente.

De una fuente desconocida de los juzgados de Palma de Mallorca ha sido enviada por fax a la redacción de varios periódicos y semanarios del país una copia de la petición de anulación de la instrucción del caso Noos -acogiéndose al art. 263 bis.4, del Código Penal reformado-, suscrita por el bufete del prestigioso jurista Miguel Roca, alegando que el procedimiento estaba viciado por haber sido conducido por un juez antisistema. Aunque algunos de esos media han tratado de ponerse en contacto con la infanta Cristina, para confirmar si se trata de una actuación consensuada con la Casa Real, no ha sido posible obtener tal declaración.

No sorprende que la nueva novia de Pablo Iglesias (junior), Zenobia Camprubí (que seguramente es un heterónimo con el que oculta su verdadera identidad) haya confesado que acaba de abandonar la militancia del Partido Socialista, en la que ocupaba un cargo de Jefa de Fotocopiadoras, llevándose abundante documentación sobre la ideología -en buena parte, secreta- de este partido. Consultados algunos antiguos dirigentes de la formación de Pablo Iglesias (senior) indican que la pérdida de los papeles sustraídos no es importante, ya que hace tiempo que la ideología no es el elemento que más preocupa en los Comités ejecutivos, sino la venta de pins y gorras, que está creciendo.

Menos credibilidad merece, aunque de ser cierta, demostraría lo tortuoso que ha llegado a ser este país desde el que escribo, la reseña que realiza El Periódico de Cataluña (versión restringida a suscriptores especiales) de una reunión en Baqueira mantenida por Rajoy y Mas con el ex Honorable ex President Pujol, y por la que le habrían pedido consejo acerca del mejor lugar para pasar los próximos años. Según la misma fuente, después de un intercambio intenso de opiniones, los congregados y sus asesores, se han ido cada uno por su lado, si bien los dos primeros advirtieron, al estar ya de vuelta  en su coche oficial en funciones, que les había desaparecido la cartera.

Ha provocado gran conmoción en el mundo de las devociones, conocer que se ha obligado, con presión inconcebible, al papa Francisco a pronunciar un discurso de Navidad distinto al que tenía preparado, en el que reconocía dificultades para entrar en comunicación con el Espíritu Santo, y expresaba sus dudas respecto a la prioridad que debía darse a los mandamientos, proponiendo incluso que se eliminaran un par de ellos.

(Estas noticias, y otras que pueden venir, son, por supuesto, básicamente falsas. No me preocupa que lo parezcan al lector desde el principio, pero es que hoy es el día de los Inocentes, y me apeteció escribir algo gracioso -teóricamente, al menos- en un panorama general tan abrumadoramente serio)

 

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Segmento del capítulo “Encarna” de “Hay un mensaje para Elías”

8 septiembre, 2015 By amarias Dejar un comentario

Apunte a lápiz y acuarela
Apunte a lápiz y acuarela

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Al volver a mi pueblo, no reconocí a casi nadie. Ni siquiera fuí capaz de encontrar la tumba de mi padre, porque habían reformado el cementerio. Una de las gemelas vivía en la panadería, en donde se hacía ahora pan francés en horno eléctrico. La otra se había ido a vivir a La Coruña con un guardia civil. Encarnita había engordado tanto que estuve seguro de que mi otra hermana no podía haber seguido el mismo ritmo, así que habrían dejado de ser gemelas, nos vemos únicamente por las fiestas, y de los niños, ¿qué sabes?, el más pequeño tiene algo en los huesos, lo están tratando especialistas de Santiago.

De las puertas abiertas de las viejas casas aparecían personas desconocidas que pretendían que yo las identificase con antiguos amigos y vecinos. “Soy Mercedes, ¿no te acuerdas de mí?”, me confesaba una sonrosada matrona, con la dentadura deshecha por la piorrea, arrastrando con las manos sendos niños demasiado gordos, uno de ellos, por no atender las que se le hacían, con señales autistas. Su marido era el concejal de Obras y, como los otros, habían entrelazado sus vidas de forma poco imaginativa. Cuando conseguía ubicar un rostro, surgía algo más allá otro grupo de entusiastas de la adivinación, convencidos de mi capacidad para eliminar canas, gorduras, y reponer dientes, pelos, ligerezas, tú sí que no has cambiado nada.

-Cómo le hubiera gustado a mi padre verte. Pues no hablaba poco el viejo de tí. Me decía: Arturo, el de la Encarna, ese sí ha triunfado.

-¿Triunfar, yo?. ¿Triunfar alguien que anda de un sitio para otro, buscando recuperar lo que ya tenía en este pueblo?

-Siempre tan bromista. Esto va para atrás.

-No hay de qué quejarse. Ahora hay teléfono, televisión. No falta dinero. Las tierras de labor están sembradas de eucalíptos. Los establos se han transformado en locales de negocio en donde la gente bebe malta.

-¿Qué querías? ¿Que nos quedáramos atrás?

-Si tengo que decir la verdad, sí.

Tendían las fuertes manos callosas y las mantenían rígidas sin atreverse a apretar las mías, dedos y palmas de mujer ante las suyas; viéndolos así, transformados en gentes de otra raza, gordos, recios, feos, nadie diría que nuestra niñez había sido conjunta, conservándome yo tan estirado, el bigotillo recortado, el cutis blanquecino, las cejas depiladas con mesura, el traje de fina tela hecho a la medida. Yo los había utilizado tantas veces como defensa ante los habitantes de la gran ciudad, había presumido de mis orígenes junto el pueblo simple, que me avergonzaba descubrir que nadie, salvo un imbécil, me podría confundir con ellos.

El río y el puente sobre la carretera permanecían en pié, ningún programa de desarrollo hubiera podido con su inercia. Paseé con el coche hasta el borde del agua. Aparqué el vehículo entre tres olmos que habían resistido al tiempo. Empecé a desnudarme poco a poco. Fue un movimiento reflejo el que me llevó a quedarme como mi madre me trajo al mundo, tal como habíamos hecho cada tarde de verano los niños de mi edad, y me zambullí sin percatarme de que ya no era la estación, de que mi cuerpo se había transformado en la vulnerable coraza de un adulto. Obsesionado por el recuerdo, estuve seguro de que la sensación de frío que me invadió de pronto era exactamente la misma que no había vuelto a disfrutar desde la infancia, porque nos pertenecía por igual al río y no a mí. Al tiempo que redescubría el tiritar de la niñez, me di también cuenta de que había sabores y olores olvidados que podría reencontrar en aquellos orígenes. Así que, saliendo del agua, corrí desnudo por la orilla y estuve masticando acederas, potentillas, tarios y tréboles, oliendo el aire como quien imita a un perro.

A la siguiente inmersión, me entró curiosidad por saber si todavía habría peces en las mismas oquedades. Los importuné poco, cómplice de su ocultación, haciéndoles cosquillas de salutación en el vientre. Podrían ser las mismas que había conocido, hacía treinta años, alevines cuya longevidad tenía el sentido de permitirme reflexionar sobre el pasado. Me acometió el pudor. Sentí que me habían echado del Paraíso. Avergonzado de que alguien hubiera podido verme en ese estado de desnudez injustificable salvo para un loco, tomé mis pantalones y me los puse rápidamente, sin atreverme a mirar a ningún lado.

Rehice el camino de vuelta a casa, y en el cuarto que había sido mío y que mi hermana había dejado expedito para mí, me eché sobre la cama luego de prepararme una pipa muy aromática, que tomé deleitándome con cada una de las aspiraciones, abandonándome, mientras me masturbaba recordando lo que había sido de mí, convocando las voces y el cuerpo de Amelia, pero sobre todo, excitado por la visión anticipada de Esperanza, una putita cuyo concepto empezaba a perfilar, mucho antes de que ella hubiera nacido, de que sus nalgas duras de adolescente se convirtieran en la razón de mi vejez.

Cuando me concentré en mi placer, los jóvenes de entonces desaparecieron como empujados por un tornado. Sus rostros se desdibujaron, se deformaron, engordando, estirándose, rompiéndose. No los reconocería ni aunque pasasen por mi lado. Mi hermana la gemela abre la puerta sin avisar, se sienta sobre la cama, no advierte mi turbación, y dice imitando a mi madre, “Te he preparado natillas para la cena”. Por un momento pensé que era Encarna, pero ella permanece para siempre inválida en la cocina. “¿Eres tú, Arturo José?, pregunta desde su enajenación, cuando me siento frente a esa anciana y le tomo sus manos entre las mías, tratando de llegar al fondo de su mirada vacía.

(pags. 138 a 139, “Hay un mensaje para Elías”, Angel Manuel Arias, copyright)

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Concedidos los Premios del IX Certamen Nacional de Escritores ingenieros de Minas

24 noviembre, 2014 By amarias Dejar un comentario

Acabo de recibir el Acta de la concesión de los premios al IX Certamen Nacional de Escritores ingenieros de Minas, firmada por Da. Carmen Ruiz-Tilve Arias, D. Manuel Herrero Montoto y D. Miguel Rodríguez Muñoz.

El primer premio ha sido otorgado, por unanimidad, a D. Fernando Mendieta Benedicto, por “La leyenda de…”

Me presenté al Certamen, con mi relato “Fragmentos de una investigación”, bajo el lema Achernar, que no obtuvo Premio ni mención alguna.

Al tiempo que felicito a los premiados, al no haber sido considerado merecedor de publicación por parte del Jurado, entiendo quedo libre para hacerlo en los lugares que me plazca, por lo que incorporo el mismo a este blog, para su posible disfrute, al margen de premios y favores.

Fragmentos de una investigación

A las once y media del jueves, 6 de noviembre de 2014, Maurice Godward detectó un agradable olor a cacao  en el aire que entraba por la ventana abierta del aula. Acababa de impartir su clase diaria de Fotónica aplicada a los alumnos de Ingeniería de Materiales en la Universidad de Ciencia y Tecnología de Kumasi.  Quizás fuera éste el último día de la temporada de lluvias.

Atrás en su memoria, quedaba la parte de su vida que había consumido en Estados Unidos, en donde  había desarrollado una brillante carrera como ingeniero nuclear, concentrada durante años en la generación y aplicaciones de los positrones. Es decir, en la extracción de recursos de la antimateria.

Contrariando lo abstracto o pretencioso que a cualquier lego le pudiera parecer ese sector de actividad, Godward se consideraba “simple aventurero por terrenos desconocidos”, según había manifestado en 2003 a un redactor de la prestigiosa publicación Scientific American.

Sin embargo, catalogar a Maurice no hubiera resultado sencillo. Ni justo, encasillar su compleja personalidad en un modelo preconcebido. El grupo de trabajo de la Universidad de Stanford, Palo Alto, que pretendía detectar las características relevantes atribuibles a los investigadores profesionales, lo definió como “Intuitivo y asistemático”.  Es decir, atípico.

“¿Asistemático?” se limitó a replicar en la nota al margen, con la que devolvió la valoración de sus resultados al equipo que realizó el estudio.

Si cada existencia fuera una peculiar respuesta personal contra el desorden externo, la brújula de Maurice cambió de dirección el día en que murió Jane –su primera esposa-.

Fue el 4 de marzo de 2007, domingo, a las 4 horas 45 de la madrugada. Nevaba en Tennessee. El mundo de interés de Maurice Godward se desplomó.

Jane había sido su ayudante de laboratorio. Eficaz, tímida, voluntariosa. Ambos figuraban adscritos como docentes profesionales al mismo programa de doctorado del Instituto de Tullahoma, en la Universidad of Tennessee—Knoxville. Aún disponían de cuatro años antes de renovar su tercer contrato por otros diez.

Como amante, Jane era frígida. Como investigadora, era genial. Experta en analizar las interacciones de rayos laser y materiales compuestos, bajo la influencia de campos electromagnéticos, había desarrollado una línea de investigación apasionante.

“Jane fue colaboradora irremplazable”, reconoció en la carta de baja voluntaria que Maurice entregó al decano, a las dos semanas exactas del funeral. “Estamos hechos de polvo y permanecemos sobre el filo de los tiempos, sin ser capaces de entender aún la razón”, añadió, repitiendo la glosa del Confiteor. “Sin Jane a mi lado, me siento inerme”.  Unable, fue la palabra elegida.

Admitir que Jane había sido soporte fundamental en su trabajo, por el que fue incluso propuesto como precandidato al Premio Nobel de Física en 2003, era justo, pero hacerlo en el momento del duelo, reflejaba la consciencia de su desamparo.

Jane le había venido proporcionando las razones para alimentar su pedestal de genio, regalándole, espléndida, los frutos de sus propias conclusiones, dejando que Maurice las administrase como quisiera; atribuyéndoselas si así le apetecía. Y le había apetecido casi siempre, absorbiéndola. Neutralizándola.

Aunque la naturaleza no les había concedido tener hijos, la compensación consistía en sembrar de inquietudes los cerebros de las decenas de jóvenes inteligentes que, año tras año, se ponían a su alcance, inoculándoles el ansia de saber más acerca de la posibilidad remota de controlar la producción de antimateria.

También esa idea era de Jane. Estaba convencida de que los alumnos eran su descendencia. Se convertirían en su continuación, si conseguían inocularles los alelos espirituales de la inquietud por descubrir lo que estaba pasando por la esencia del cosmos. Una raza mística de la que saldrían los campeones que recogerían el testigo en la carrera de obstáculos en la que Jane imaginaba el desarrollo de la inteligencia, es decir, lo intangible, y cuyo premio era desentrañar, por fin, el misterio de la evolución de la materia.

-Maurice, la investigación está madura… Creo haber encontrado el principio por el que la energía evoluciona selectivamente en determinadas formas de materia…

-Descansa, querida. –prometía Maurice, apretando la mano lánguida de su esposa, agotada por el sufrimiento-.

-Los positrones….-musitaba Jane, en frases entrecortadas- pueden estabilizarse…en otro universo…

Jane, sin remedios para su metástasis, vencida su inteligencia por analgésicos que la conducían al definitivo sopor de la inconsciencia, repetía entre ayes de dolor: “Otro universo…imaginable…”

“Un ejemplo de la aplicación general de la teoría de la evolución bajo campos electromagnéticos” fue el título del proyecto con el que se había propuesto, al parecer, condensar sus hallazgos. Maurice descubrió el archivo al revisar el ordenador de trabajo de Jane. Estaba vacío. Le había faltado tiempo para escribir más.

Con su muerte, Maurice admitió que, sin su protección, sepultado entre talentos muy superiores al suyo, desenmascarada su mediocridad, había quedado relegado al mero papel de estrella gigante roja, destello terminal en la constelación de la investigación científica. Como Betelgeuse en Orión, estaba destinado a apagarse para siempre.

Habían pasado siete años desde entonces. Comenzaron por un túnel de alcoholismo y desgana, el intento chapucero de suicidio, y, después de un tratamiento de desintoxicación, se abrieron, felizmente, nuevas esperanzas.

El 19 de enero de 2009, Maurice se postuló, como profesor invitado, en la Universidad de Kumasi, la Kwame Nkrumah University of Science and Technology, conocida como la KNUST. La convocatoria se abría a doctores con experiencia docente de, al menos, diez años, y comprendía varias disciplinas en las que podía encajar.

No sabía entonces nada de Ghana, ni del nivel de estudios que encontraría en los alumnos, ni era consciente de las exigencias más elementales con las que tendría que enfrentarse para sobrevivir. ¿Habría elefantes, cocodrilos, leones, monos? ¿Se encontraba Kumasi en medio de una selva tropical, o estaba enclavada en un desierto en donde proliferarían serpientes y alacranes?

En realidad, Maurice solo buscaba la oportunidad de abrir una vía en la jungla de su personal desamparo. Una mirada en Google Map le sirvió para fijarse en la gran mancha azul del Lago Volta: Ghana no era el Sáhara, pues. Otro descubrimiento feliz: el inglés se encontraba entre los idiomas oficiales del país y era, junto al chino, la lengua en la que estaba admitido impartir la docencia.

Rellenó los formularios, sugirió su encaje como profesor en tres o cuatro asignaturas de los últimos cursos de Ingeniería de Materiales, y los envió a la dirección que se indicaba en la convocatoria. Adjuntó varios pdf con los certificados que se exigían –añadió alguno más- y la declaración jurada de no estar incurso en ninguna investigación judicial, ni inhabilitado para ejercer sus derechos civiles, ni sometido a la obligación de guardar secreto militar por razón de su trabajo anterior.

A los pocos días –el 20 de febrero de 2009-, el departamento de Contrataciones de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Kumasi le envió los ejemplares del contrato como profesor encargado de Fotónica aplicada.

En el correo, le indicaban que Miss Abena Comfort Annan sería su contacto para ayudarle en los trámites administrativos y facilitarle la acomodación al país. Ella y un conductor le esperarían el día de su conveniencia del mayo siguiente -¿le parecería adecuado el día 27, miércoles?- en el aeropuerto de Accra (Kotoka International Airport) para conducirlo hasta Kumasi. Dejaban a su cargo obtener el visado y los billetes necesarios para conectar Tennessee con Accra, pues desconocían –admitían en su amable escrito- si habría enlaces directos, asegurándole que, desde luego,  el coste del vuelo de ida le sería totalmente reembolsado.

Fotónica aplicada era una disciplina interesante, aunque algo distante de la experiencia investigadora de Maurice; a Jane, en cambio, le hubiera encantado.

¿Se puede empezar otra vida cuando se está cercano a cumplir los cincuenta años, en un país del que se ignora lo más elemental, y en el que, en cualquier sitio a donde se vaya, sería detectado de inmediato como blanco, rico, intelectual y excéntrico? Habría que intentarlo.

Kumasi, con más de dos millones de habitantes, es una ciudad tumultuosa y desorganizada, enclavada en un paisaje lleno de contrastes, escenario de la lucha entre la naturaleza rebelde a dejarse modificar y la impetuosa demografía humana empeñada en provocar su deterioro irreversible. Una urbe fascinante, compleja, vital.

Maurice se había tenido que vacunar contra la malaria y la fiebre amarilla y a las tres semanas de su llegada temió morir, víctima de una gastroenteritis infecciosa. El 5 de octubre de 2009, cuando se encontró dando su primera clase en la KNUST, inició el proceso que le recuperaba para la nueva existencia. Su adaptación al nuevo entorno se produjo de forma tan sólida, que decidió quedarse en Ghana para siempre. Abena Comfort  había sido el catalizador de tal transformación.

A las once y treinta y dos del seis de noviembre de 2014, Maurice desconectó el ordenador portátil y recogió de la mesa, para meterlas en el maletín, varias  hojas con las notas en las que se había apoyado para subrayar algunos de los conceptos que podrían resultar más oscuros. Los alumnos permanecieron quietos, esperando a que, como acostumbraba, concretase el tema que trataría al día siguiente.

Dirigiendo la vista a un punto indeterminado de los primeros bancos, anunció:

-Mañana me alejaré del programa. Comentaré con Vds. las últimas teorías sobre la evolución de nuestro sistema solar hasta su previsible final. Analizaremos cómo se modelaron los planetas y por qué se descomponen.

Tuvo la sensación de que alguien le estaba dictando las palabras.

-Las ondas de energía interna, al chocar contra la coraza impenetrable del espacio exterior, se vuelven materia inestable. Para sacar máximo provecho de la disertación de mañana, les sugiero que repasen sus apuntes de cálculo tensorial. También será conveniente refrescar la aplicación del teorema de Bayes a dominios indeterminados.

Se suscitó un murmullo, provocado por los comentarios y cábalas de los estudiantes más inquietos, del que sobresalió la voz de Mary Aqua, nacida un miércoles.

-Profesor Godward: ¿Cree que la física tiene explicación para cualquier evolución de la materia? ¡Cuando miramos las cosas en detalle, todo son anomalías! Nuestro cerebro es una gran anomalía, ¿verdad?

Maurice levantó la cabeza para dirigirse a Mary Aqua, una bella joven de  la tribu manjago, considerada entre los más inteligentes e imaginativos del grupo. A su clase, solamente asistían ahora tres mujeres, pues otras dos que también se habían apuntado al principio, abandonaron el curso para casarse. Pontificó:

-La física tiene grandes soluciones, pero no para las mejores preguntas.

Mientras se dirigía hacia la puerta, lanzó este reto:

-Mary Aqua ha expresado una preocupación interesante, para la que no se tiene respuesta todavía. Tal vez alguno de Vds., la encuentre un día. Después de la clase, realizaremos en el laboratorio, algunos experimentos que probarán que los haces de iones de muy alta energía pueden adulterar la naturaleza de la materia sobre la que inciden. Y aquí viene lo interesante: un observador que estuviera dentro del sistema,  consideraría que estamos causando daños sobre ella; visto desde fuera, deberían tratarse como un resultado, es decir, un éxito.

Salió del aula. Condujo su todoterreno de segunda mano por el camino, a ratos barrizal, de quince kilómetros trescientos cincuenta metros que separaba el campus de su casa, situada en Kentinkrono. A las once cuarenta y siete volvió a presentársele el dolor de cabeza que le asaltaba de vez en cuando. Añadido a la penosa necesidad de tener que levantarse varias veces por la noche para ir al baño, resultaba una seria advertencia de que su reloj vital estaba avanzando velozmente para que su cerebro se convirtiera en antimateria.

Maurice vivía en un chalet con siete habitaciones y tres cuartos de baño. Un edificio desmesurado para sus propias necesidades y ostentoso para el nivel de vida de los habitantes del entorno, que había sido imaginado como sede de una multinacional que nunca llegó a instalarse. El profesor lo había comprado a medio construir, cuando, apenas llegado a Ghana, le explicaron que el campus no tenía aún terminados los alojamientos para profesores.

La casa necesitaba arreglos y, a pesar de ello, el aspecto exterior era engañoso. Como su porte destacaba sobre los alojamientos del área, la llamaban “el palacio del profesor”.  Maurice Godward la había convertido en algo más que su casa particular. Era también un albergue para cuatro o cinco de sus mejores estudiantes, a los que seleccionaba anualmente, en una competición de excelencia. Para los alumnos equivalía a una beca, puesto que no cobraba nada por el alojamiento y les dejaba utilizar la cocina.

A las 12 horas y tres minutos, sus meditaciones fueron interrumpidas por el móvil, que sonaba insistente. Sin abandonar el volante, miró la pantalla del aparato y comprobó que quien llamaba era Abena Comfort, nacida en martes. Sintió un pinchazo en la espalda, como consecuencia del movimiento brusco con el que intentó coger el teléfono. El aparato dejó de emitir señales y, puesto que estaba llegando a casa, no intentó devolver la llamada.

Con Abena compartía su determinación de vivir mientras fuera posible. Para la mayoría de los ghaneses, cuya edad no superaba los treinta años, Maurice era ya un superviviente. Así también lo admitía él mismo. Se había convertido en el protector de Abena. Ella, a cabio, le cuidaba, lavaba la ropa, cocinaba, le enseñaba con inagotable paciencia la dificultosa lengua akan e incluso le impulsaba a arrugar las sábanas con esporádicas demostraciones de cariño, que él agradecía como se respeta la voluntad de una diosa.

No le sorprendió verla, junto al murete de entrada a la casa, esperándolo con el pequeño Gary Kuesi Godward, nacido en domingo, en sus brazos. Pero sí le extrañó advertir que un vehículo con la bandera tricolor estaba aparcado en el callejón.

-¿Ha pasado algo? –preguntó, dando un beso a la joven y acariciando al niño, de unos dos años. No era su hijo, aunque lo había adoptado como suyo. Algunos vecinos y colegas de Universidad, murmuraban a sus espaldas que  parecía ligeramente mulato.

-Han traído esta carta del Ministerio de Defensa. –dijo Abena.

Le alargó, sin soltar al pequeño Kuesi, el sobre que mantenía sujeto bajo la axila. Olía a desodorante y a almizcle. Maurice lo cogió y, en la solapa leyó su nombre, mal escrito: Professor Dr. Gokard, Kwame Nkrumah University of Science and Technology.

Lo abrió de inmediato. No conocía al Ministro de Defensa. Solo en una ocasión había tenido la oportunidad de saludar al Presidente de la República, cuando se inauguró el Laboratorio de Física Experimental, el 7 de agosto de 2012, donación del Winnington Group de Hong Kong.

Dentro del sobre había un tarjetón, con el escudo de Ghana y el membrete del Ministerio en color. Se le convocaba a una reunión para el día siguiente, 4 de noviembre de 2014, a las ocho de la mañana. Alguien había escrito de su puño y letra: “Su presencia es requerida como imprescindible”. La mano había subrayado la palabra “imperative”. Abena Comfort habló entonces nuevamente.

-El hombre que trajo la carta está ahí fuera.

Maurice no la entendió bien.

-¿Está esperando respuesta?

El profesor se volvió a tiempo para comprobar que el tipo uniformado que se ocultaba dentro del vehículo oficial, se había bajado del coche. De manera educada, con una sonrisa radiante que mostraba su dentadura inmaculada, expresó, como si hubiera estado atento al desarrollo de la conversación anterior, avanzando unos pasos:

-Dr. Gokard, estoy aquí para llevarle a Accra. Le volveré a traer mañana, después de la reunión. Tiene hotel reservado para esta noche.

-¿Tan urgente es? –preguntó Maurice, ahogando la sorpresa en cierta incomodidad.

-No lo sé. El viceministro me ordenó que no volviera sin usted.

Entonces se dio cuenta de que Abena Comfort lo tenía todo previsto para el viaje. Le había preparado un bolso de mano con el traje de celebraciones –no tenía otro-, una camisa, muda, maquinilla de afeitar, loción, y el ejemplar de la Biblia que acostumbraba a hojear cuando no podía conciliar el sueño.

-También metí el cd de Rhian Benson que pensaba regalarte para tu cumpleaños –confesó la joven, señalando el maletín de viaje que reposaba en el suelo-. En la bolsa hay bocadillos de pollo y cervezas para el camino.

Maurice guardó la carta en un bolsillo, se agachó y abrió uno de los laterales del bolso, en donde estaba la carátula de Say how I feel; en el otro lateral, abultaban dos envoltorios de papel de aluminio y cuatro latas de cerveza.

A las 12 horas y veintidós minutos, le vino a la cabeza que seguramente el objeto de aquel despliegue de búsqueda y captura hacia su persona podría ser debido a que la Administración ghanesa quería agradecerle con alguna distinción los servicios que venía prestando a la Universidad de Ciencias. Fantaseó que, incluso, cabría la posibilidad de que le nombraran ciudadano honorario de la república de Ghana… si tal distinción existiera. Pero, ¡qué diablos! ¿Por qué habría de movilizarse el ministerio de Defensa para otorgarle su mejor galardón a un norteamericano carente de pedigrí político? ¿Habrían imaginado que les ayudaría a fabricar una bomba atómica?

A las 12h 28 min Maurice se sintió dispuesto a aclarar a las gentes del Ministerio, llegado el caso, antes mismo de empezar cualquier reunión, que él, Maurice ex Betelgeuse Godward, no tenía más noción de lo que sería necesario para confeccionar un artefacto nuclear que la que podría extraerse directamente de la Wikipedia. Les pondría de manifiesto de inmediato que solo pretendía estudiar mejor los efectos de la amorfización en ciertas estructuras cristalinas, al bombardearlas con positrones.

Se despidió de Abena con un beso en la frente –así acostumbraba a manifestar su afecto por ella en público, poniéndose casi de puntillas, pues era más alta- y le susurró al oído:

-Hasta mañana, mi pequeña. Serán buenas noticias. Cuida de Kuesi y de tí.

La capital estaba distante doscientos setenta y dos kilómetros. Si bien la autovía Kumatsu-Accra se había dado oficialmente por terminada, en algunos tramos, debido a la lluvia y a la falta de mantenimiento, aparecía enfangada y resbaladiza. Sabía que tenía ante sí algo más de tres horas de implacable penitencia para su espalda sensible.

El conductor era una persona educada, con tendencia a mantenerse silente. Puede que se sintiera inseguro con el inglés. Pronto se desveló como aficionado al fútbol, deporte del que Maurice sabía muy poco.

-Nadie podrá emular a Abédi Pelé –dijo, recordando el nombre de un ídolo popular.

El ghanés reaccionó, activado en sus resortes emocionales.

-¡El padre de André Ayew! Un genio. Gracias a Ayew estuvimos a punto de ganar a Alemania en Brasil hace dos años. Yo también me llamo André. André Kuaku, nacido miércoles –aclaró.

Agotado el tema deportivo, como puso de manifiesto el siguiente largo silencio, Maurice le entregó el cd que llevaba en la bolsa, rogando que lo introdujera en el reproductor.

-Este coche solo admite casetes –se disculpó André, volviendo a extraer de su caja de rictus, la mejor sonrisa.

André Kuaku encendió entonces la radio, y buscó una emisora con programación musical, que dejó conectada durante el resto del viaje. Maurice se entretuvo mirando el paisaje. ¿Habría visto un leopardo? Deseaba, al menos mientras se mantuvo plenamente despierto, que ninguna rueda reventara durante el trayecto.

Atravesaron Suhum. El conductor prestaba la máxima atención para no arrollar bicicletas, animales sueltos o peatones cargados de bultos que cruzaban los carriles sin cuidarse de los vehículos que circulaban a la máxima velocidad que podían ofrecerles sus gastados motores y la resistencia de sus neumáticos lirondos. Maurice dormitaba cuando el conductor le comunicó que estaban llegando a Nkawkaw, y que debía pararse a repostar. Eran las tres y veintisiete de la tarde, y seguía lloviendo con fuerza.

Mientras cargaban el depósito con los 100 cedis que le alargó al encargado, Maurice ofreció a André Kuaku uno de los bocadillos y un bote de cerveza tibio, que el otro agradeció. Luego, volvió a entregarse a la perezosa duermevela.

A las quince cincuenta y cuatro le pareció que había tenido una precisa revelación sobre la composición de la materia más allá de la heliopausa. ¿Se trataba de una señal desde Jane? Hubiera deseado  recoger de inmediato el fogonazo de inspiración en su ipad, que se había quedado en Kentinkrono. La idea se desvaneció en su frágil memoria humana.

Durante los últimos kilómetros tuvieron que soportar un atasco formidable. Había ya oscurecido cuando llegaron al hotel, a las diecisiete treinta.  Estaba situado muy cerca de Burma Camp, en el Gran Accra, en primera línea sobre la playa de Labadi.

No llovía entonces. André Kuaku se despidió hasta la mañana siguiente.

-Le recogeré a las siete y media. Descanse. –habló, desapareciendo de inmediato,  dejando la bolsa de viaje y el traje de ceremonia en manos del conserje.

A Maurice le apeteció dar un paseo por la playa, envuelta en sombras, y en la que se adivinaban algunos pescadores que esperaban a que subiera la marea. Se guió por nuevas luces, callejeó. No tenía hambre y, con el solo objeto de matar el tiempo, penetró en un restaurante, que estaba vacío.

-No estamos abiertos, pero le podemos servir.- Le dijo la joven que estaba limpiando las mesas pasándoles por encima la bayeta húmeda.

La empleada se ausentó para volver portando una carta casi tan extensa como un libro de cocina. Maurice sabía cómo defenderse del riesgo de una espera interminable.

-¿Qué tienen ya cocinado? –preguntó a la muchacha.

-Fufu con nueces. Se lo puedo servir con alacha a la plancha–le contestó.

Pidió las raíces cocinadas entre granos de almidón y dos sardinas ovejeras. Mientras le cumplían el encargo, llamó a Abena para comunicarle que había llegado y que todo estaba en orden. Eran las veinte horas cuatro minutos. Se acordó  de que no había dejado aviso en la Universidad de que no podría impartir la clase de mañana, así que le pidió que llamara a Sharon y le dijera que repasara con los alumnos cualquier tema anterior en el que se sintiera cómodo.

No durmió bien. El aparato de televisión solo permitía ver Ghana News y películas pornográficas de pago. No consiguió tampoco controlar el aire acondicionado. Releyó una y otra vez páginas del Apocalipsis, sin prestar demasiada atención.

A las siete y cinco de la mañana, el ruido era intenso. Se levantó, se duchó, se puso el traje de ceremonia y se sentó a desayunar en el restaurante. Un muchacho le sirvió café y bollos recién hechos y le invitó a utilizar el buffet libre. Cuando estaba sirviéndose un zumo de kiwano y limón, entraron varios jóvenes vociferantes, en chándal.  Dejó el hotel, después de echarle una ojeada a los periódicos que estaban sobre una mesita.

Andre Kuaku estaba esperando. Seguro que desde bastante antes de las siete. Puede incluso que hubiera pasado gran parte de la noche en el automóvil.

En los alrededores del Ministerio se percibía ajetreo. Los encargados del control de seguridad le dejaron pasar sin pedirle documentación, saludándolo militarmente. “Están ya reunidos”, le apremió el oficial que se encontraba en la puerta, y le condujo casi en volandas a una sala del primer piso.

Había una mesa gigantesca, y varias decenas de sillas en torno a ella. En la sala solo se encontraban tres personas, de pie, charlando animadamente. Cuando entró Maurice, se callaron. Alguien con uniforme del ejército del aire, la casaca condecorada con varias medallas y cintas, se identificó como el viceministro y le tendió la mano.

-Es un honor tenerle entre nosotros, Dr. Gokard –pronunció, en un inglés con  acento que a Maurice le pareció galés.

Junto a una inmensa bandera tricolor con la estrella de cinco puntas, en la pared principal, colgaba la fotografía del Presidente, rodeada de un lazo con los colores de Ghana: verde, amarillo, rojo. Las demás paredes también estaban ocupadas. En la del fondo, se había representado un mandala, y debajo podía leerse que “La unión nos da confianza”. En las laterales, pendían máscaras talladas en madera de okum, y una colección de fotografías de multitudes, procedentes de mítines de campaña del Presidente, al que debía  pertenecer la figura que aparecía, en todas ellas, de espaldas.

El viceministro señaló el objeto que estaba sobre la mesa, en una bandeja, y que Maurice había creído se trataba de un adorno peculiar.

-Procede del vertedero de Agbogbloshie.  En realidad, no lo hemos recogido allí, sino en una oficina de Accra. Pertenece a mercancía incautada a una banda criminal que se dedica a descifrar códigos de los discos duros que llegan con ordenadores de segunda mano desde Europa y Estados Unidos.

Maurice sabía de qué estaba hablando. Agbobloshie era el destino de miles de toneladas de basura informática, enviados a Ghana en contenedores facturados desde Amberes y otros embarcaderos hasta el puerto de Tema, bajo la cobertura de ayuda al desarrollo. La mayoría eran equipos desechados por inservibles en países donde la tecnología de consumo sepulta en prematura obsolescencia los juguetes de la modernidad.

Sabía también que, frecuentemente, el propietario casi nunca se molestaba en borrar los discos duros, y los cachivaches eran entregados a empresas que los recogían para su teórico reciclaje o destrucción. Muchos contenían aún información delicada: números de tarjetas de crédito, balances y cuentas de resultados, datos financieros personales. Había mafias dedicadas a inspeccionar las memorias de esos ordenadores, que utilizaban los datos obtenidos para cometer estafas y fraudes.

-Lo que tenemos sobre la mesa son restos de la carcasa semidestruida de un ordenador, en uno de cuyos puertos –pronunció la palabra slot con solemnidad- se encontraba, casualmente, una memoria extraíble de un tera. Ésta.

El viceministro se detuvo, deseando dar énfasis a la frase que pronunció a continuación, esgrimiendo un pequeño objeto de plástico.

-Ese ordenador perteneció seguramente a la Agencia de Inteligencia del Ministerio de Defensa Americano.

-Ah –dijo Maurice, convencido de que le correspondería expresar algo. Trató de descubrir en alguna zona del amasijo metálico sobre la mesa una pegatina con las siglas DIA (Defense Intelligence Agency), pero no percibió nada especial.

El viceministro consideraba la memoria usb que tenía en la mano un trofeo de caza.

-Hemos analizado su contenido y encontrado información y planos para fabricar un generador de energía de alta potencia electromagnética. Una máquina capaz de producir campos de millones de miles de voltios por metro y guiar, mediante la rotación de lanzaderas de ultra precisión, haces de electrones al espacio.

Maurice supuso entonces que se trataba de una broma.

-Eso no es posible, señor. Nadie ha inventado un artefacto así. Es más, es imposible alcanzar campos de esa magnitud. Se necesitarían, además, para tratar la información resultante, hiperprocesadores aún no desarrollados

Los dos acompañantes del viceministro le miraron, atentos a un golpe de efecto. Aquel, pulsando un mando a distancia, hizo correr una pantalla de proyección que sepultó momentáneamente el multicolor mandala en cruz y señaló, sobre ella, una fotografía, que apareció, al principio, borrosa.

-El almacén informático tiene, en una de sus caras, dos iniciales: J.G.

Con un puntero, señaló una zona concreta de la pantalla. Inmediatamente, proyectó la carátula de lo que parecía el título de un trabajo académico: “Un ejemplo de la aplicación general de la teoría de la evolución bajo campos electromagnéticos. Por Jane Godward”.

Debajo, había una fecha: 6 de marzo de 2007. Dos días después de la muerte de Jane.

-Era su esposa, ¿no?-preguntó a Maurice el viceministro.

-No puede referirse a mi difunta esposa.- contestó el profesor-. Había fallecido y desde hacía varios meses no se dedicaba a ninguna investigación relacionada con el electromagnetismo. Le era físicamente imposible acercarse al Laboratorio. Y, desde luego, no trabajábamos para la Secretaría de Defensa. Nuestro trabajo era exclusivamente académico. Como sigue siéndolo el mío.

El viceministro no se detuvo.

-Eso creíamos. Hemos hecho revisar parte de la información de este lápiz por especialistas de  bioelectromagnetismo la Universidad de Hong Kong. Hace dos días nos comunicaron que los planos son objetivamente fiables y corresponden a un aparato perfectamente ejecutable, un híbrido que utiliza la potencia de procesamiento que puede lograrse con un supercomputador para seleccionar eficazmente los huecos intersticiales de la materia, dirigiendo los haces de positrones entre ellos. Están ferozmente interesados en recibir el resto de los planos y fabricar un prototipo.

Maurice se sintió, de pronto, interesado.

-¿Y? ¿Qué les han contestado ustedes?

El viceministro le miró.

-Les dijimos parte de la verdad: carecemos de toda la información. –dijo-. Algunos de los planos son irrecuperables. Por eso, necesitamos que Vd. los complete en lo que falta, y así podamos fabricar y probar el aparato aquí, en Ghana.

-P…permítame, viceministro, antes de formular cualquier objeción o comentario, que le haga una pregunta. En el caso de que fuera posible realizar ese propósito,  ¿qué esperan conseguir con un aparato tan peculiar? –preguntó Maurice, sin desviar su atención de los algoritmos, cálculos y esquemas que, en una secuencia veloz, estaban siendo proyectados en la pantalla por el viceministro.

Eran las ocho cuarenta y siete de la mañana. Un mozo trajo una bandeja con café y pastas.

-Sr. Gokard, no conseguirá ocultar lo que es obvio. Este aparato ha sido ideado para generar núcleos alternativos de Magara.

-¿Magara? –preguntó Maurice, aparentando estar estupefacto.

¿Cómo ignorar que Magara es la fuerza vital universal, el espíritu que conecta a todos los seres vivos, pasados y presentes?. El alma del mundo: una quimera filosófica.

-Magara –repitió el viceministro, eliminando el énfasis.

Entonces intervino uno de los acompañantes, rompiendo su silencio.

-El equipo servirá para generar fuerzas excepcionales, capaces de acelerar la materia más allá de la velocidad de la luz, que podrán hacer un agujero en el tiempo. Seguramente, una brecha pequeña, pero suficiente –explicó. Podría estar convenciéndose a sí mismo mientras se expresaba.

-Hemos sido alumnos de la Dra. Jane Godward en Tennessee, en 2006. En su seminario, reconoció que estaban Vds. próximos a obtener un resultado excepcional en la predicción de la evolución general de la materia. No nos extraña, pues, que esta invención sirva para observar  el futuro con cierta antelación. No mucha. Un minuto, quizá. –dijo, con entusiasmo, el otro acompañante.

Maurice tomó el lápiz informático de la mano del viceministro.

-Ahora que todas las cartas están sobre la mesa, Sr. Gokard, no vale que disimule con nosotros. Podría exigirle la cooperación, pero apelo, sobre todo, a su cariño hacia nuestro país, en el que decidió fijar su residencia. Afecto y devoción que son correspondidos por miles de mis compatriotas.  Fabrique aquí, en Ghana, el prototipo de esa máquina. Tiene la información que  falta y nadie como Vd. dispone de la práctica necesaria para trabajar con positrones. Conocer con uno o, quizás, dos minutos de adelanto,  lo que va a suceder, es de importancia capital, y abre el camino para otros desarrollos en Defensa y estrategia.

Así habló el viceministro. Maurice estalló en una risa incontenible.

Estaba viendo a su primera mujer,  con bata blanca de laboratorio y la melena rubia recogida en una coleta. Vio a su propia madre, sometiendo la ropa de la cama cuando estuvo enfermo de paperas. Se contempló a sí mismo el día en que consiguió el acceso a la Universidad,  con la corbata estampada regalada por la tía Rosheen y volvió a abrazarse a su padre al obtener el diploma de licenciatura en ingeniería nuclear. Hasta se vio viajando por toda Europa y se reconoció cuando le entregaban el premio al mejor científico en física cuántica del año en Berlín, en 2003.

-Con todo respeto, no encuentro el menor interés en fabricar un artefacto complejo y muy caro para observar el futuro con solo un minuto de antelación.  Si se tratara de un año, dos meses, o incluso, un día…. ¡Pero un solo minuto!–dijo, con parsimonia.

Continuó.

-Señores, lamento tener que desilusionarles. Lo que Vds. han encontrado en ese puerto de ordenador no son los planos de un equipo avanzado, sino la plasmación de una elucubración. La fecha es errónea, desde luego. Aunque lo sustancial es que ese  proyecto al que, por lamentable confusión, Vds. dan tanta importancia, no es más que un juego infantil.

Maurice se había trasladado mentalmente al aula universitaria. Su tono era docente.

-Mi  difunta esposa, con la frustración de que no pudimos tener hijos, debió idearlo para fomentar el uso de la imaginación en los niños. Yo no lo sabía, pero doy por seguro que el lápiz  contiene los esquemas para confeccionar un juguete, un aparato de fantasía y que fue ideado como entretenimiento, por pura diversión, sin la menor intención de que funcionara jamás como instrumento científico.  Por eso, estoy firmemente convencido de que los planos que echan en falta nunca existieron y que, si se fabricara el aparato, no funcionaría en el sentido que pretenden.

Un reloj de pared hizo sonar nueve campanadas. El eco de la última llenó la sala.

-¡Por supuesto que sería interesante conseguir la capacidad a nuestro antojo para viajar por encima del heliocampo, más allá de donde termina el sistema solar! Pero eso, señores, –afirmó el Dr. Maurice Godward- solo sería posible negando el presente, destruyéndonos a nosotros mismos. El futuro deshace de forma natural  la realidad para convertirla en antimateria. La hace, por tanto, irrecuperable para nosotros desde el espacio en que se desarrolla nuestra existencia, porque necesitamos el tiempo como sitio en que vivir.

Volvió a mirar el lápiz, lo volteó varias veces, y se lo devolvió al viceministro con un vaivén lateral de la cabeza. El viceministro no le  creyó.

-El aparato funcionará, Dr. Gokard. Y lo fabricaremos aquí, en Accra o en Kumasi, bajo su dirección. A partir de este mismo momento, queda Vd. sometido a la obligación de mantener absoluta confidencialidad. Iniciamos hoy mismo el programa ultrasecreto para el que contará con el apoyo de cuantos ingenieros, biólogos, físicos, filósofos y todo el personal subalterno que sea preciso. No regatearemos medios materiales.

Sonó un móvil. Abena Komfort Annan anunció que había trasmitido el recado a Sharon y que éste repasaría con los alumnos las teorías del nacimiento de una supernova.

-¿Qué tal lo estás pasando ahí? –preguntaba Abena. Maurice pidió disculpas, y poniéndose la mano delante de la boca, musitó:

-Acabo de caer en la cuenta de que soy una de las pocas personas a quienes importa más lo que sucederá dentro de millones de años, que lo que va a pasarle el próximo minuto.

Se volvió hacia el viceministro, y le confesó, imitando su sonrisa.

-De acuerdo, señor. Estudiaré toda esa información, y me comprometo a fabricar el aparato si, en efecto, cuento con los medios adecuados y puedo suplir las deficiencias. Después de todo, la ciencia humana no es más que un juego para quien nos contempla desde fuera del tiempo. Y qué diablos,  para nosotros, un minuto…

Iba a decir que un minuto es un minuto, pero le pareció una obviedad inoportuna.

El día transcurrió sin incidentes. Puede que una mónada de tiempo se hubiera cruzado en la vida de Maurice Godward, atravesándola. Era, teóricamente, algo imposible, porque el tiempo carece de corpúsculos. Aunque, considerando la evidencia, también era fruto de la casualidad que Maurice hubiera nacido, además, otro viernes.

FIN

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Ónde vais?

14 noviembre, 2014 By amarias 2 comentarios

Hace pocos días fue, según me enteré después, “el día del abuelo”. No lo sabía cuando, encontrándome a la espera del autobús, un grupito de niños de entre cinco o seis años, dirigido por uno algo más atrevido, me increpó: “¡Abuelo, abuelo!” y el que llevaba la voz campante, incluso se interesaba por un detalle que me dejó perplejo: “¿Cuántos años tienes? ¿Ochenta? ¿Cien?”

Miré al monitor que, cual gos d´atura homínido, trataba de ordenar aquella troupe de descarados para repartirles unos bocadillos que acarreaba en una caja de cartón de fondo desvencijado, esperando de él alguna reconvención al más vociferante, pero desvió la vista, dándome a entender que el asunto no iba con él.

Aunque no pude menos que recordar al pasaje bíblico donde se nos cuenta que los profetas Elías y Eliseo se toparon con unos mozalbetes que insultaban al primero -que sería poco después elevado al cielo en carro flamígero-, gritándole :”¡Sube, viejo calvo!”, y que, según el relato, fueron castigados con el envío de dos osos que despedazaron en un momento a varios de aquellos deslenguados, debo reconocer que lo que en realidad me preocupó era sospechar que mi estado físico había sufrido un deterioro repentino y que, de resultas, aparentaba unos cuantos años más de los que ya soporto.

No estoy dispuesto a dejarme intimidar por cómo me vean niñatos que no son aún capaces de distinguir edades de envejecientes con la precisión con la que yo he aprendido a discernir, por tramos de seis meses a los párvulos. Me encuentro físicamente bien, y aunque no me vean tan joven los que incluso sacan un par de años a mis nietas mayores, me creo con capacidad aún bastante para seguir trabajando por mejorar algo lo que me rodea, haciendo lo que pueda dentro de lo que me dejen (1).

Por eso, y porque la madurez me ha dado la visión directa de unas décadas ilustrativas de la historia de España y del mundo, me siento, sino con autoridad, si con la necesidad, de advertir que el momento por el que está atravesando nuestro país es muy interesante, porque es extremadamente peligroso.

Tomando como referencia el tiempo que los media dedican a los temas, sacaríamos la conclusión de que los dos temas que más animan a unos cuantos españoles y preocupan a otros muchos españoles -no quiero ahora cuantificar la dimensión de ambos grupos- son: la propuesta de escisión independentista que ha calado entre muchos residentes en Cataluña y el avance de la agrupación Podemos, con un programa político que se va construyendo, en buena medida, sobre la marcha.

Por supuesto, ambos asuntos no son sino la lengua de la morrena del glaciar que empuja al mar de la inmediatez el hielo de la indiferencia con la que se tratan los problemas de los demás. No es nuevo para la Humanidad, ni para nuestro país, y hasta ahora, la generación de unos años de caos y destrucción le ha venido bien. De las cenizas y la sangre han surgido nuevas esperanzas, entre supervivientes que se han llevado las manos a la cabeza gritando “¿Qué hemos hecho?” (o dejado hacer) y aprovechados que se han aupado sobre las ruinas, para enriquecerse con la reconstrucción más sólida de lo destruido, utilizando la capacidad, no exenta de docilidad y esperanza de la mayoría de los que también sobrevivieron.

La actualidad nos ha puesto sobre la mesa del comedor a dos excelentes charlatanes: Mas e Iglesias, que, además, venden frascos de una medicina que hace un par de años no hubiéramos creído necesitar jamás pero ahora, a no pocos, les parece imprescindible. El nombre del producto es diferente, pero el contenido del frasco es el mismo: un placebo que no soluciona el problema de base, sino que lo complica.

A ambos líderes mediáticos, con la mirada puesta en el después y no en el ahora, creo que les viene de perlas el mensaje de advertencia que recoge esa canción asturiana, convertida en dicho popular muy socorrido: “Ónde vas, Pachín del alma, de alpargates y orbayando, non te metas por los praos, que vas ponéte pingando”.

—

(1) Estoy pensando, al escribir esto, en el cuento guaraní que presenta a un diminuto colibrí que, mientras el bosque ardía, y ante la pasividad de los demás animales, volaba una y otra vez de un riachuelo al corazón del fuego, llevando cada vez en su pico una gota de agua. El jaguar, -¿o fue el oso?- que estaba quieto mientras el fuego amenazaba sus pies, justificaba su propia inactividad queriendo hacer ver al pajarillo que sus esfuerzos serían inútiles ante la magnitud de lo que pretendía: “Nada conseguirás”, le dijo. A lo que el colibrí replicó. “Yo hago lo que puedo”.

Tengo comprometido a mi amigo Rafael Ceballos -que nos lo transmitió cuando recibía, el 14 de noviembre de 2014, la medalla del Club Español de Medio Ambiente- mejorar el previsible final de esta historia de animalario, simulando que los animales del bosque se movilizan todos, recapacitando respecto al poder de que son capaces si actúan conjuntamente, y consiguen apagar el fuego. De momento, solo algunos luchan con las llamas y otros, hasta se diría que las aventan.

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