Incluyo un Cuento que puede servir para comentar con preadolescentes.
Los dos pintores
En la clase de pintura, coincidieron dos muchachos que tenían ideas muy diferentes sobre esta disciplina, que es también, y por supuesto, un arte. No todo el mundo está igualmente dotado para conseguir obras aceptables y casi nadie , consigue realizar una obra maestra.
Cada vez está menos claro, además, lo que debe considerarse obra maestra, porque para calificarla así interfieren muchos intereses -marchantes, charlatanes, ocasiones, mentiras, etc.-. Como este es un Cuento, debemos aceptar que una obra maestra en pintura es aquella que todos, absolutamente todos -legos como eruditos- coinciden en valorar que es irrepetible.
Uno de los muchachos se llamaba Ambrosio y enseguida destacó como un virtuoso con los pinceles. Su capacidad para copiar con fiel exactitud lo que tenía ante sus ojos era maravillosa. Daba igual que fuera un paisaje, un bodegón con flores o sin ellas, el retrato de una mujer joven o el de un anciano, el parecido no admitía discusión alguna. Eran perfectos.
Sin embargo, si se le pedía que pintara o dibujara algo imaginario, su incapacidad, su falta de imaginación, su poca destreza para inventar, resultaba evidente. Lo que salía de sus manos y de su cerebro era anodino, vulgar. Malo.
El otro muchacho se llamaba Rogelio y era muy inquieto. Pronto se cansó de recibir lecciones y, aunque siguió pintando, porque le atraía mezclar colores y presentarlos en un lienzo, no le preocupaba conseguir el parecido con la realidad. Al contrario, sus bodegones , paisajes o retratos -si así titulaba sus cuadros- eran simples manchas de vibrantes colores. Igual podrían asemejarse, con imaginación, a un cesto con cabezas de gatos que a una catedral con ángeles y demonios. Todo dependía de lo que el espectador quisiera ver en ellos.
Sea como fuere, ambos se dedicaron profesionalmente a la pintura. Es decir, pintaban para ganar dinero con el que vivir. Después de varios años, ya con mucha experiencia a las espaldas, coincidió que Ambrosio y Rogelio exponían en la misma ciudad, donde habían nacido, sus cuadros. Ambrosio, en la sala de Exposiciones del Centro Artístico municipal. Rogelio, como invitado especial del Museo de Arte Provincial.
Movido obviamente por la curiosidad, Rogelio fue ver la exposición de Ambrosio. La forma de pintar de su colega, en esencia, apenas había cambiado. Eran cuadros de formato relativamente reducido, perfectos de ejecución. Colgados en las paredes, relativamente abigarrados, habría unos cincuenta. Los vendía, en promedio, a unos 1.000 euros. Rogelio le compró cinco de ellos y, agradecido, Ambrosio le regaló uno: Una jardinera con petunias y rododendros, copia exacta de la que había florecido en el patio de su casa la primavera anterior.
Su mujer, que estaba a la entrada, recogió encantada el dinero, pues Rogelio pagó a tocateja.
-Ya enviaré a alguien por los cuadros, cuando clausures la exposición -dijo. Pensaba regalárselos a su jardinero.
Por supuesto, Rogelio invitó a Ambrosio a visitar su exposición, lo que éste hizo a día siguiente.
En el Museo de Arte Provincial, Rogelio tenía colgados siete cuadros. Eran de un tamaño que a Ambrosio le pareció gigantesco. El menor, tendría unas dimensiones de tres por cuatro metros. No parecían representar nada en concreto. Sus títulos tampoco ayudaban. “Variación Uno” a “Variación Siete”, podía leerse. Los precios no ofrecían, sin embargo, lugar a dudas. De 25.000 a 35.000 euros, sin que fuera posible adivinar la razón de las diferencias. Todos estaban vendidos.
Ambrosio no encontró muchas palabras de felicitación, tan sorprendido estaba.
-Te voy a presentar a mi marchante, Takao Mishina. Es un lince en la promoción de ventas, sobre todo, en el mercado oriental -anunció Rogelio con una amplia sonrisa.
Cuando volvió a su estudio-taller, Ambrosio se puso como loco a pintar las paredes.