Mientras espero que me pongan la primera dosis de la vacuna contra el virus de la Covid, en esta tarde nubosa y algo ventosa de Madrid, me he propuesto realizar una prospección acerca de las verdaderas incontrovertidas -es decir, aquellas que no admiten discusión ni objeción, aceptadas por todos los seres humanos en uso pleno de sus facultades de discernimiento, análisis y crítica-.
Necesitamos manejarnos con soltura entre apariencias de verdades, desde luego, porque en otro caso la situación se volvería muy angustiosa. Un famoso cantante convertido por razones difíciles de entender en payaso mediático -Miguel Bosé- en una entrevista bastante esperpéntica con el habilidoso entrevistador Jordi Évole, hace un par de días (escribo el 21 de abril de 2021) se declaraba poseedor de la verdad en relación con la existencia de la pandemia vírica que ha conmovido los cimientos de nuestra cultura acomodaticia.
Sirva su pretensión de haber encontrado su verdad y, en virtud de ella, ser negacionista y conspiranoico (rotundas palabras que no incluye la RAE en su diccionario, pero que todos entendemos ahora) como ejemplo de falsa verdad: uno puede guiarse por un postulado concreto, asumirlo como irrefutable, pero a partir de él no se construye sino un edificio falaz, no refrendado por la mayoría científica, el conocimiento empírico ni la realidad de los millones de fallecidos en todo el mundo por esta virulencia con efectos potencialmente mortales.
No puedo conceder valor de verdad irrefutable a las creencias religiosas que atribuyen nuestra existencia a una decisión superior. En efecto, el atractivo (como sedante, refugio sicológico, perspectiva vital) es innegable, pero el tufillo insuperable de que los dioses son resultado de la creación humana y no al revés, las descalifica como verdad incontrovertida. Pueden ser útiles, algunas lo son, incluso como estimuladoras del comportamiento ético, pero, en bloque, no merecen otra calificación que invenciones de iluminados por el deseo comprensible de encontrar sentido a nuestra existencia.
En los campos de lo técnico y lo científico, la verdad incontrovertible se tambalea con regularidad, como lo demuestran los avances que destruyen teorías que se estimaron como definitivas y que, y aquí sí que hay que poner una dosis de misterio, sin embargo, nos han servido para avanzar. No sabemos aún con perfecta seguridad cómo se propagan y desarrollan las células tumorales, por ejemplo, pero lo que sabemos, aunque imperfecto, sirve para aumentar nuestra longevidad e, incluso, en algunos casos, atajar el crecimiento de un cáncer. Nos reiríamos con suficiencia si analizamos los cálculos estructurales de los maestros canteros que erigieron suntuosas catedrales en la Edad Media, pero ahí están resistiendo, muchas de ellas; pero no sabemos exactamente, con verdad incontrovertible, cómo se comportan, a nivel microscópico, los materiales a los que confiamos el sostenimiento de nuestros rascacielos, protegiendo nuestros cálculos con mágicos factores de seguridad que encubren nuestras dudas. La cáscara del mejillón, pongo por caso, o el hilo de la tela de araña, guarda secretos que no hemos podido descubrir.
En la filosofía, la historia, la sociología, en todas las disciplinas que llamamos ciencias, mantenemos dudas sustanciales. Es, justamente, esa maraña de dudas la que debiera constituir el núcleo central de la enseñanza académica. Las matemáticas, la mecánica racional, la geometría y otras materias que trabajan con elaboraciones lógicas construidas a partir de postulados concretos construyen importantes edificios muy satisfactorios para la razón. Pero resultan inútiles sino encuentran aplicación sobre entidades reales. Los enamorados de estas ya no tan nuevas tecnologías -me refiero a la informática, la robótica, las telecomunicaciones, la astrofísica, etc.- no pueden ignorar que, ciertamente, mejoran aspectos importantes de nuestra vida (y están enriqueciendo a algunos), pero no mejoran nuestro conocimiento de lo sustancial. Seguimos ignorando quiénes somos, cómo ha sucedido la mutación que nos ha hecho tan vulnerables, por el hecho mismo de habernos dotado de inteligencia y raciocinio.
En esta tarde desapacible de primavera, rodeado de libros y apuntes, ante el ordenador que sirve de vehículo formal a mis elucubraciones, me pregunto si la única verdad incontrovertible es la de mi propia existencia, es decir, mi vulnerabilidad, mi carácter intrínsecamente finito y efímero.
Esa verdad es también la tuya, amigo lector. Si concentro mi atención en el hecho de la existencia, dirijo mi inquietud hacia la introspección (como aconsejan budistas y místicos), esos instantes de densidad, me producen un escalofrío.