Salvo para aquellos genuinamente pacifistas, si es que existe alguno, no habrá dudas que la seguridad exterior precisa, -junto a otras actuaciones, desde luego-, del mantenimiento de una fuerza organizada, con personal dispuesto a matar y morir, y equipos adecuados para esa función letal. Aquí se encuentra la característica diferenciadora, indiscutible, de los Ejércitos.
Un Ejército no es un grupo de personas armadas, sino una “fuerza” sometida a una disciplina, con un código de actuación. Existen magníficos documentos que ilustran significativamente sobre el desarrollo de este concepto; En España, las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas vigentes cuando escribo estas notas datan de 2009, y suponen una renovación parcial -por algunos comentaristas, sin embargo, tenida, por sustancial- de las promulgadas en 1978 (Ley 85/1978).
Con previsión de un baño de sangre o no -así en la paz como en la guerra-, hay una premisa incómoda a la que responden los Ejércitos, que son consecuencia de la experiencia histórica: “el enemigo existe siempre”. Esta certeza implica que los Ejércitos deben estar dotados para defenderse, sino de cualquier ataque, al menos, del que pudiera provenir de sus adversarios diferenciados, a los que conviene tener identificados. Esta posición preventiva obliga a mantener una dotación, equipamiento y preparación similares o superiores al suyo, capaz de disuadir y de ofrecer, en otro caso, una respuesta autónoma rápida.
La exhibición de la potencialidad propia no es un juego de niños. Tiene dos destinatarios: la población civil del propio Estado, transmitiendo un mensaje de potencia y preparación (y, subsidiariamente, de prestigio y profesionalidad a los componentes militares); el otro destinatario es el potencial enemigo, que también procurará disponer de otras fuentes de información, claro está.
Quede así recordada, tanto para los que tienen respeto, y hasta devoción, por la profesión militar (entre los que me cuento, sin perjuicio de ser pacifista), como para los que apoyarían, por desconocimiento o por voluntad martirológica, su supresión, que los Ejércitos poseen una genuina ambivalencia causal: pueden adoptar tanto una posición agresora como defensiva. Esta última adquiere una importancia capital para mantener la paz, pues tiene una clara connotación disuasoria, autónoma, y en ese campo de lo que se desea evitar, principal.
Sería ridículo, amén de peligroso, mantener la ingenuidad de que la paz no implica la preparación para la guerra. Las armas, además, están para ser usadas algún día y se perfeccionan continuamente. Los misiles de ataque de largo alcance implican el desarrollo de los de interceptación; los tanques acorazados alentaron la fabricación de lanza torpedos penetrantes. No hay muchas acémilas actualmente en el arma de Caballería y se prefieren los drones teledirigidos a los aviones tripulados de reconocimiento.
Ni siquiera los Estados que se autodenominan “neutrales” renuncian a armarse. Suiza, uno de los Estados europeos que dedica más recursos a su Ejército, atiende con la popular “guardia suiza” la custodia del Estado más espiritual y más pequeño del mundo, la Ciudad del Vaticano; fundada en 1505 por el Papa Julio II para proteger al Papa, mantiene actualmente unos cien efectivos, adiestrados para manejar armamento moderno, no espingardas ni falconetes.
El arte de la guerra (léase, de la defensa), genera comportamientos que han inspirado los económicos-empresariales. No en vano, los libros de estrategia militar y los expertos militares tienen buena acogida en los Institutos de Empresa. La selección de líneas de investigación y desarrollo preferentes, la formación de cárteles, la utilización de lobbies, etc., están en la base común de lo militar y lo empresarial.
Como pocos Estados pueden ofrecer una garantía adecuada de forma autónoma, son imprescindibles alianzas estratégicas, y la formación de bloques que complementen y refuercen las Fuerzas Armadas propias. Dentro del concepto de Defensa, se agrupan muchas actividades indirecta o directamente relacionadas: formación propia y ajena, diplomacia, espionaje, cooperación, desarrollo y prueba de armamento sofisticado, preparación para el combate, procedimientos sanitarios, de comunicaciones, informáticos, etc.
Por eso, la totalidad de los Estados dedican una parte importante de sus presupuestos a sus Ejércitos. Puede verse, en mi opinión, el estado de desarrollo de cada uno, en relación con el porcentaje que dedican a la dotación de personal o a los equipos materiales y a la investigación; en efecto, un alto porcentaje del presupuesto destinado a la partida de personal, es propio de un país atrasado. Aún más, me atrevería a afirmar, que un alto porcentaje del PIB dedicado a Defensa, puede significar que se está apoyando la investigación tecnológica de uso civil, conjuntamente.
Concluyo, pues, este apartado. Desde la tribu al Estado-nación/naciones a los Estados Unidos y Comunidades internacionales, todas esas unidades de convivencia tensa con otras han asumido la necesidad de mantener un Ejército propio, adecuado a los riesgos presumidos y han buscado alianzas con Estados afines para defenderse de posibles amenazas y ataques. La OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) surgió en 1949 como perfeccionamiento de un acuerdo político entre algunos países europeos, a la que la incorporación de Estados Unidos (y Canadá), dotó de la potencia bélica deseada, como contrapunto a la creciente tensión proveniente del bloque comunista, que en 1955 organizó una alianza similar (fuerzas militares para mantenimiento de la paz) llamada Pacto de Varsovia. Los aliados en la segunda guerra mundial pronto redescubrieron sus sustanciales diferencias de planteamiento económico (1).
Otra cuestión que es conveniente analizar, aunque sea a este nivel elemental, apela a la característica de las misiones en el extranjero, actualmente con capital interés mediático, que oculta otros aspectos mucho más relevantes, en mi opinión.
Los componentes de los Ejércitos, no son ONGs, ni educadores, ni agentes del desarrollo. Tampoco son policías. Y, sin embargo, la versatilidad de las funciones vinculadas a la defensa del territorio propio y de ciertos valores (básicamente, éticos) tenidos por irrenunciables, provoca que, cuando les son atribuidas algunas de ellas, los Ejércitos participen, solos o en compañía de otros funcionarios y civiles, en misiones de las llamadas de paz.
Delicada cuestión, en suma, porque exige la coordinación entre muy diversos estamentos, con dependencias funcionales naturales diversas, tanto de las organizaciones administrativas de un Estado como de los aliados y, según la índole de la función atribuida, puede suponer, incluso, que esos aliados sean diferentes. La perfecta identificación de los objetivos y, naturalmente, de la cadena de mando y de las responsabilidades distribuidas, es una dificultad añadida para que la misión tenga éxito.
Cuando los equipos integrantes de una misión de un Estado que se autodefine “en tiempo de paz”, se lleva a cabo en el extranjero -en territorios en guerra, o que hubieran sido ocupados contraviniendo disposiciones internacionales, o en donde actúen grupos terroristas, o aún no plenamente pacificados – la combinación de elementos militares y civiles añade dificultades de coordinación. En esos casos, además, la posibilidad de ser víctimas de un ataque con armas, implica que todos los componentes del equipo deban asumir el riesgo de morir o ser heridos, es decir, se deben considerar integrados en la disciplina y normas propias del Ejército.
En la cartilla que se entregaba a los reclutas españoles al terminar el servicio militar de la postguerra, cuando éste era obligatorio, aparecía un sello en el que figuraba un apartado destinado al Valor, en el que se indicaba el “concepto que había merecido a sus jefes” él recién licenciado. “SS” significaba que “se le supone”, porque no cabía hacer otra elucubración cuando no se había entrado en batalla.
En los Ejércitos profesionales -en donde los aspirantes a formar parte de ellos, (y hay que suponer que, especialmente, a los que se integran como tropa) pueden estar inicialmente guiados por la obtención de un salario, más que por la defensa de valores que la desacralización pretende convertir en filosofía añeja, como la Patria, el Honor o la Bandera-, la posibilidad de morir en el curso de una acción, incluso en la preparación de la misma, no siempre será puesta de manifiesto por los mandos. La realidad la pondrá presente, a poco que asome la peligrosidad intrínseca al manejo de armas; y no es necesario que sean manipuladas por el enemigo: el número de militares fallecidos en maniobras, exhibiciones aéreas o navales, pruebas de material, desactivación de explosivos, etc., lo prueba.
(continuará)
(1) La exhibición de cariño personal (que no institucional) entre D. Trump, presidente electo de Estados Unidos de Norteamérica y V. Putin, presidente de la Federación Rusa, no presagia un pacto anti-natura entre bloques enfrentados. Más bien, implica el reflejo de un tanteo previo, en el tablero del ajedrez mundial, ante el avance vertiginoso de la República Popular China.
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La fotografía recoge la imagen de tres gorriones en una aparente sesión de ballet, en vuelo que podría ser interpretado como acrobático para quienes desconozca la tremenda agilidad de las aves -en particular, de estos paseriformes- para girar, sostenerse en el aire, sortear obstáculos, cambiar de rumbo brusco.
He tenido ocasión, desde una privilegiada atalaya, de observar los movimientos de los grupúsculos de gorriones en torno a la comida, bien sea en campo abierto o en un recinto limitado.
Dependiendo de la edad de las aves, de la disponibilidad de alimento, de la posible relación genética entre ellos, he constatado que se pueden dar actitudes de ignorancia total, cooperación, de cesión de derechos, etc. La más común, si la comida es escasa o está dispuesta en un recipiente de acceso reducido, es de agresividad. No se matan, desde luego, pero un par de picotazos al vuelo bastan para disuadir a quien, vulnerando la escala de poder, se acerca al grano o a la masa nutricia, antes de que los poderosos hayan saciado su hambre.
Los más débiles o más jóvenes esperan, impacientes, a que los fuertes se vayan y, entonces, apuran las migajas.