Más de 300.000 accionistas del Banco Popular han perdido su inversión el 7 de junio de 2017. Hace 10 años la valoración bursátil del cuarto Banco español era de 19.500 Millones de euros. Hoy, no vale nada. El Banco de Santander compró la entidad, simbólicamente, por 1 euro. Las acciones del Banco adquirente subieron de inmediato más del 5,5%, aunque, desde entonces, se vienen produciendo vaivenes especulativos con este valor.
Aconsejo al lector interesado en conocer más acerca de las tensiones e intereses que propiciaron esta situación, que se sumerja en las declaraciones realizadas al Indepediente, por parte de Angel Ron, presidente del Popular hasta el 20 de febrero de 2017, en que fue sustituido por Emilio Saracho, al que acusa claramente de desconocimiento de la banca comercial, situándolo como responsable de haber provocado la caída descontrolada del valor.
Nunca me gustó el juego de la Bolsa, porque lo encuentro basado en tres factores que me resultan antipáticos:
1) la pérdida de relación entre el funcionamiento real de las empresas y la cotización de las acciones que, alimentada de forma artificial, puede alcanzar ratios desorbitados. ¿Quién se arriesgaría a invertir, con la expectativa de recuperar su inversión, por la vía de dividendos, solo en 20 o 30 años?
2) la confianza en que las cifras de Cuentas de Resultados y Balance de situación, auditadas por solventes firmas cuyos empleados se zambullen durante varias semanas en los libros cuya llevanza se realiza por muy capaces contables de los grupos cotizados, estén bien. Mi desconfianza crónica acerca del ser humano, unida a la capacidad imaginativa de mentes privilegiadas para ocultar riesgos, enmascarar pérdidas o engordar perspectivas, añade, en explosivo cóctel, mi experiencia en descubrir y soportar situaciones no previstas, lo que me lleva a suponer que estamos rodeados de miles, millones tal vez, de burbujas económico-financieras, -grandes y pequeñas- que pueden reventar a poco que se las caliente, y que conforman, como en una máquina de palomitas, el ruido de fondo de la economía de mercado.
3) la gran dependencia de los resultados propios de los de la economía general. No me creo que existan genios de las finanzas, sino tipos y grupos con información o instrumentos privilegiados. Los demás, somos comparsas. En tiempo de vacas flacas, los clientes pagan, los proveedores cumplen, las calidades mejoran; cuando el magma compartido se corrompe, aparecen signos de inestabilidad que tienen efectos multiplicadores de insospechados alcances. Los más grandes, resisten, no solo por tamaño y no precisamente por solvencia, sino porque se apegan al sistema, mienten mejor, ocultan sus carencias con más habilidad, y, aprovechan la coyuntura, para comprar activos contaminados o tóxicos recuperables de los débiles que han caído. Por la ley natural de la supervivencia, unidos a los que han aparecido nuevos, todo se prepara para la nueva bonanza, en una huida compleja hacia adelante.
No importa que el lector no esté plenamente de acuerdo con lo expuesto, la caída del Banco Popular responde fielmente al esquema de haber ocultado, hasta el final, una situación de grave riesgo; combinarla con la apetencia de los buitres del mercado por alimentarse de la carne y la carroña de la osamenta aparatosa del gigante y, como elemento especialmente grave que deberán enjuiciar los tribunales de justicia y servir para tomar medidas generales, la actuación de las alimañas económicas, cebándose sobre el enfermo (aún no moribundo) para hacerle perder las pocas fuerzas, extrayendo depósitos, negándole financiación o difundiendo noticias de forzadas ilusiones.
La labor de los ejecutivos del Popular en alimentar esta situación desde dentro será analizada, sin duda, de forma muy crítica, incluso ante la justicia. Están involucrados los equipos saliente y entrante, el Gobierno, las entidades oficiales de control. Como asistente regular a las Juntas del Banco desde hace varios años, he sido testigo de la capacidad de ensoñación de los accionistas ante las perspectivas presentadas por los gestores de la entidad. Un ejemplo de paranoia colectiva dirigida desde el escenario del iluminismo económico.
He elegido la foto de esta cotorra de argentina (Myopsitta monachus), que se come tranquilamente una manzana aún en desarrollo en el Parque de la Partida (Madrid), como ejemplo de pasividad ante el avance del peligro. Las cotorras -hay varios tipos ya anclados entre nuestra avifauna- son parte sustancial de la invasión indeseable de aves, escapadas o liberadas de jaulas doradas, que ha alcanzado gran desarrollo en nuestras ciudades, sin enemigos naturales. Son acomodaticias, gregarias, fuertes, y agresivas con otras aves.
En varias ciudades, incluido Madrid, se ha analizado la situación y defendido su erradicación, autorizando incluso el empleo de medios drásticos contra la invasión. No parece haberse conseguido nada: cada vez hay más. Y empiezan a dominar espacios que antes pertenecían a la avifauna local, desplazada, depredada o reducida brutalmente donde ellas imperan.