Una de mis nietas, que tiene que soportar el viaje diario desde su residencia en el centro de Madrid al colegio de La Moraleja, me pidió que, para distraerla en el trayecto, le envíe un cuento. Lo que empezó siendo un juego, se ha convertido en rutina y apenas son las 7h30 de la mañana, ya recibo un mensaje de mi nieta, por si fuera necesario recordarme que está a la expectativa.
Para el caso de que haya algún abuelo que precise estimular su imaginación, aquí van algunas de las historias que llevo inventadas.
La joya más valiosa
Había en un pueblo que llaman Villacuadrada, una mujer viuda, ya con algunos años, a la que la pensión que recibía le daba justo para ir tirando.
Tenía una hija, Ana Marilde, que estaba preparando su boda para dentro de unos meses. Para festejar la situación, pensó en regalarle una joya que tenía en gran estima y, por ello, sacó de una cajita en la que guardaba recuerdos muy preciados -un mechón de pelo de su primer hijo varón, fallecido de una enfermedad rara a los dos años, el primer diente de leche de Ana Marilde- un broche dorado que tenía engastada en su centro una piedra preciosa.
-No se por qué te molestas, mamá -le dijo la hija-. Se lo mucho que aprecias esa reliquia de tu juventud.
-Pero. si tanto te empeñas …-se corrigió sobre la marcha- vayamos a un tasador amigo para que valore esta joya y así sabremos cuánto vale tu regalo, por si algún día tengo que ayudarte económicamente.
Cuando el tasador tuvo en sus manos la pieza, la miró por todos lados, la observó detenidamente bajo la lupa y concluyó, meneando la cabeza:
-Tengo que darles la mala noticia, señoras, que este broche es falso. No vale nada. La piedra es un cristal torpemente tallado y el metal no es oro, sino latón.
Salieron de la oficina del experto muy decepcionadas. La hija, que llevaba el broche en la mano, hizo ademán de tirarlo en una papelera.
-No hagas eso -le atajó su madre-. Ese broche es muy valioso.
-No digas tonterías -replicó la otra-. El tasador acaba de decirnos claramente que es una baratija.
La madre, con el broche en su mano, le explicó, mientras una lágrima se deslizaba por sus mejillas.
-Tu padre me regaló ese broche cuando se me declaró. Desde entonces, lo he conservado como testimonio de su cariño. Puede que para el tasador y para muchas otras personas, no tenga ningún valor. Pero, para mi, tiene el valor de la joya más preciada del mundo.
La hija se quedó callada un buen rato. Luego, cogió de la mano a su madre, y caminaron juntas.
El pollito obediente
Por los veranos, aquella familia abandonaba la ciudad y se iban a pasar una temporada al campo, a la finca en la que vivían los abuelos. El papá venía cada dos semanas desde la ciudad. Llegaba el sábado, ya muy tarde, traía pasteles y alegría para todos, pues su presencia significaba gozar de mayor libertad, aunque el domingo por la noche o, a más tardar, el lunes a primera hora, debía marcharse para la fábrica, dejando tras de sí olor a tabaco y algunas lágrimas.
Un fin de semana, en lugar de pasteles, el padre trajo consigo una docena de pollitos, muy apretados en una cajita de carbón. Fue un revuelo para todos, especialmente para los niños y los abuelos.
Los abuelos protestaron mucho:
-Estos pollitos no traerán más que problemas. No tienen ni una semana. Necesitan calor, comerán mucho y lo ensuciarán todo. Además, es seguro que la mayoría se malograrán o se los comerá el gato.
Los niños estaban encantados. El papá repartió los pollitos en tres cajas, conectó bombillas para darles calor y compró un saquito de pienso. A la noche del domingo, se despidió muy ufano, dando instrucciones:
-Cuidad de los pollitos. En un par de meses, se habrán hecho grandes y estarán muy sabrosos en pepitoria.
Los niños se aplicaron a cuidar de los pollitos. A la semana, advirtieron que uno de ellos, tenía un comportamiento singular. Abandonando la pollada, cuando se disponían a abandonar el cuarto donde los tenían confinados, aquel pollo seguía a los niños.
Lo llamaron Federico.
Cuando los pequeños se preparaban para salir de paseo, por ejemplo, bastaba con que pronunciaran desde el jardín el nombre de Federico, el animalito se iba tras ellos. Si Federico estaba en la azotea y ellos en el porche, aquel pollo se lanzaba sin temor al riesgo, aleteando penosamente hasta aterrizar junto a ellos.
Los niños amaban a Federico y no se preocuparon demasiado de que los demás compañeros de su camada fueran cayendo, poco a poco, para sazonar el arroz o completar un aderezo de patatas fritas.
Federico sobrevivió, sin embargo, protegido por todos. Era un pollo sabio, singular. Tenía afecto por los humanos, entendía su lenguaje.
Federico para aquí, Federico para allá.
Cuando se acabaron las vacaciones de verano y llegó la hora de volver a la ciudad, el mayor de los niños quiso dar instrucciones precisas a sus abuelos:
-Cuidad de él. Cada semana os preguntaré cómo está. Y por la primavera, cuando lleguen las vacaciones de Pascua, le enseñaremos más cosas.
-Tenemos otras cosas que hacer, más importantes que vigilar un pollo. Antonia se encargará.
Antonia era la chica del servicio. Una muchacha bien dispuesta, divertida y con algo de retranca.
Todas las semanas, los niños recibían puntual información sobre Federico. Comía bien, crecía, no tenía enfermedades y, desde luego, seguía atendiendo cuando se le llamaba.
Llegaron las vacaciones de Pascua y, cuando pudieron ir al pueblo de los abuelos, les faltó tiempo para preguntar dónde podían encontrar a aquel ave tan sabia.
Pero Federico no aparecía. En realidad, los abuelos no tardaron mucho en reconocer que, hacía ya uno o dos meses, Federico había pasado a mejor vida (si se puede decir así), atropellado por un camión, al que pretendía seguir, con toda la rapidez que le conferían sus patas de pollo tomatero bien alimentado. Antonia había recuperado su cuerpo y lo había aprovechado en un delicioso guiso con patatas.
Los niños protestaron mucho, afearon que se les hubiera estado mintiendo sobre el verdadero destino fatal de Federico. Amenazaron con estar una semana sin comer o, al menos, varios días.
Pero su abuelo les dijo:
-Haced como queráis. Pero recapacitad que Federico era solo un ave de corral. No tenía más inteligencia que la de un pollo y si acudía cuando le llamábais era porque se acostumbró a que le diérais un pellizquito de miga muy sabrosa. Por cierto, su carne, según Antonia, resultó deliciosa.
Al cabo de unos días, Federico era solo una anécdota de verano y, por supuesto, cada año surgían otras.
Bonita historia la del abuelo sabio, trasmitiendo valores a través de cuentos..